Muchos cristianos creen que el “más allá” es fundamentalmente un “lugar” en el que por fin disfrutarán la anhelada Felicidad plena que les fue imposible alcanzar en esta vida. Pero creo que esa concepción es tan solo una pobre aproximación a la Realidad última intemporal, un pobre mapa incapaz de reflejar la prodigiosa e inimaginable Tierra-Sin-Males, como la llamaron desde hace siglos los indios guaranís. Ante todo, se trata tan solo de una pobre aproximación porque la verdadera Felicidad cristiana no puede desentenderse del dolor que causa la empatía con todo cuanto existe. Debe ser compatible con el compartir las penas de nuestros semejantes.

No es necesario acumular citas bíblicas ni reflexiones teológicas para enunciar dicha tesis: en el cristianismo no es posible felicidad alguna desconectada del sufrimiento de la más pequeña de las criaturas. Algo parecido podemos encontrarlo en otras espiritualidades. En el budismo, por ejemplo, Avalokiteśvara o Kannon, el buda de la compasión, hizo el voto de escuchar las plegarias de cualquier ser sufriente y de posponer su propio nirvana hasta haber ayudado a todos los seres a alcanzarlo. Uno de los más antiguos himnos litúrgicos cristianos es el que queda recogido en los versículos 6-11 del capítulo 2 de la carta a los Filipenses. Proclama que Cristo, renunciando a su naturaleza divina, quiso compartir nuestra precaria naturaleza humana. En el último capítulo del libro El shalom del resucitado, me refiero a la centralidad del concepto de kénosis (del griego, “vaciamiento”) en el Nuevo Testamento:

“Algunas recientes visiones evolutivas de la realidad, metafísicas que están haciendo un extraordinario esfuerzo de integración entre paradigmas científicos y religiosos, como es el caso de la filosofía del proceso, cuyo representante más reconocido es el matemático y filósofo Alfred N. Whitehead, conceden un papel central al concepto teológico de kénosis. Se trataría de un aspecto de Dios tan esencial en Él como su misma omnipotencia e inmutabilidad: su voluntaria y amorosa autolimitación (abajamiento en el caso de Jesús)[1] que lo hace caer en la precariedad propia de todas las criaturas y que lo convierte en vulnerable a la pobreza, a las desgracias, al sufrimiento, a las mentiras, a las calumnias, a las injusticias, a las injurias, a las traiciones y a la muerte.

Se trataría de un Dios vulnerable también a la incomprensión de los buenos, que imaginan una divinidad siempre triunfante y unos servidores suyos siempre exitosos. O que se escandalizan de la debilidad (física, económica y de todo tipo) de estos últimos, una debilidad que no entienden, les disgusta e incluso rechazan. […] Y, lo que es más duro aún, se trataría de un Dios vulnerable a los argumentos e incluso a los insultos y burlas de sus enemigos, ellos sí triunfantes. Son los trágicos momentos finales de Jesús crucificado, que siempre me han impresionado tanto:

‘Los que pasaban por allí lo insultaban; movían la cabeza y decían: ¡Vaya! ¡Tú que destruyes el Templo y lo levantas de nuevo en tres días! Si eres el Hijo de Dios, líbrate del suplicio y baja de la cruz. Los jefes de los sacerdotes, los jefes de los judíos y los maestros de la Ley también se burlaban de él. Decían: ¡Ha salvado a otros y no es capaz de salvarse a sí mismo! ¡Que baje de la cruz el Rey de Israel y creeremos en él! Ha puesto su confianza en Dios. Si Dios lo ama, que lo salve, pues él mismo dijo: Soy hijo de Dios. Hasta los ladrones que habían sido crucificados con él lo insultaban’[2].”

Es revelador que la señora que unos jóvenes vieron (que dijo ser la madre del Verbo) en Kibeho, Ruanda, el 15 de agosto de 1982, mientras contemplaban horrorizados durante ocho horas  la visión de las grandes matanzas que sucederían años más tarde (visión que fue publicada años antes de que sucediesen los hechos)[3]… es revelador, digo, que esa señora llorase desconsoladamente. Actualmente el Santuario de Kibeho, bajo el patronazgo de Nuestra Señora de los Dolores, es un sagrado lugar para la reconciliación y la paz. Es el santuario mariano más importante de África. Se ha convertido en el más visitado santuario de toda África.

Además, la concepción del Cielo como un “lugar” en el que por fin disfrutaremos de la anhelada Felicidad plena que nos fue imposible alcanzar en esta vida es una concepción tan solo aproximativa a lo que debe ser la Realidad última porque nos encontramos frente un Misterio tan poliédrico que necesitamos observarlo desde diversos puntos de vista. Es por eso por lo que personalmente concibo el “más allá” desde otros aspectos, tan útiles o más que ese de la Felicidad, para intentar una aproximación lo más adecuada posible a un Misterio inefable que sobrepasa totalmente nuestra pequeña mente. Y una de las aproximaciones a Él, que a mí me resulta tan reveladora o más que la de concebirlo como la Felicidad, es la de saber que Él es la Verdad. Una de las cosas que me produce mayor consuelo y ánimo es la firme certeza de que en el mundo espiritual -y a veces también ya en este ámbito espacio temporal en el que vivimos-[4] se percibe sin máscara alguna lo que el otro piensa y siente.

¡Ya no será posible más engaño! ¡No más la mentira! ¡Acabaron para siempre tantos malentendidos! ¡Quedaron en evidencia tanta difamación y tanta calumnia! ¡Se acabaron las miradas llenas de prejuicios y proyecciones subjetivas, que te ensucian con sólo posarse en ti! Todo lo cual está, por tanto, intrínsecamente ligado a la Justicia. ¡Por fin la Verdad, por fin se hará Justicia! Decimos que Dios es Juez, porque en esa Hora intemporal se hará justicia. Pero en realidad, en ese Hoy eterno no habrá por fin –¡oh maravilla!– ni jueces ni testigos, ni prevaricación judicial ni falsos testimonios, porque ¡todo estará a la vista! Los asesinos de John F. Kennedy, de su hermano Bobby y de Martin L. King serán «juzgados» por sus víctimas (refiriéndome únicamente, a título de ejemplo, a un Golpe de Estado que no solo cambió el destino de Estados Unidos sino el de toda la humanidad, al posibilitar que la Fed mantuviese el poder exclusivo de emitir y distribuir a su antojo billones de dólares sin control político alguno).

Nada noble y valioso puede coexistir con la mentira y con la injusticia que ella engendra. Una mentira e injusticia, que, por poca sensibilidad que se tenga, son absolutamente insoportables. ¡Cuánto daño se hace con la mentira a las personas y a los pueblos! Cuando el mentir nos resulte impensable, cuando la palabra sea más valiosa que la firma de un notario, cuando el dinero sea un papel sin valor alguno frente a la honestidad y la dignidad,… ¡estaremos cerca del Reino de los cielos! Cuando WikiLeaks hace públicas las cosas que muchos grandes criminales tratan secretamente entre ellos, pensando que nadie los escucha o lee -cosas absolutamente diferentes de las que ellos y sus grandes medios pregonan públicamente-,… ¡estamos construyendo el Cielo en la Tierra! Cuando nos demos cuenta de que muchos de los grandes prohombres y “filántropos” de nuestro mundo son tan solo unos psicópatas causantes de una gran destrucción y sufrimiento y no tengamos miedo de denunciarlo… ¡estaremos construyendo el Reino de los cielos! Cuando nuestras sociedades abran los ojos, no se dejen engañar más, penalicen seriamente tanta mentira en el ámbito público, desalojen de cualquier cargo público a los mentirosos (como aquellos que se empeñaron en hacer creer al mundo que Irak tenía armas de destrucción masiva) y los interne en centros de rehabilitación… ¡estaremos muy cerca del Reino de los cielos!

Podría referirme también al Amor, la Bondad y la Generosidad. Viene a mi mente aquello que cantaba en mi juventud: “Cuando un pobre nada tiene y aún reparte, va Dios mismo en nuestro mismo caminar”. Y es bien cierto. Sin embargo, cada día me fascina más la doctrina gandhiana de la No violencia, tan centrada y arraigada en la Verdad, considerada como el fruto más maduro del Amor plenamente lúcido y coherente. Una doctrina, por cierto, absolutamente evangélica.[5] Una doctrina con profundas implicaciones no solo interpersonales sino también sociales y políticas. Por eso, en el libro Los cinco principios superiores, catalogué la Verdad como el cuarto principio superior. Tras el tercero: el de la Generosidad que todo lo multiplica.

No sé cómo será una Felicidad «eterna» en la que abrazaremos estrechamente a los más vencidos y angustiados. No creo que sea imaginable desde nuestra subjetiva percepción actual de un tiempo lineal, una percepción a la que Albert Einstein calificó como “un espejismo obstinadamente persistente”.  Pero sí me imagino y gozo ya la dicha de aquel momento en el que la Luz iluminará las más ocultas y perversas intenciones de los corazones[6] de quienes han destruido la imagen, el honor o la vida misma de tantas personas justas e inocentes. La dicha de aquel momento en el que la Luz iluminará las más secretas maquinaciones de los poderosos que, utilizando sus grandes medios de comunicación, han hundido en la pobreza, en la guerra y en la desolación a tantos pueblos que anhelaban la libertad y la paz.

Mientras el mundo entero se moviliza –¡por fin!– por el infame asesinato de George Floyd, acaba de ser secuestrado otro héroe ruandés más, Venant Abayisenga[7], en el más absoluto desconocimiento por parte de esas indignadas y valientes masas que se manifiestan ahora en todo el mundo. La lista de oponentes ruandeses “suicidados” empieza ya a ser tan larga como la de activistas sudafricanos que, también “suicidados”, dieron su vida por la libertad. Ruego a Dios que no sea asesinado como tantos otros ruandeses, “desaparecidos” mientras los más despreciables canallas de nuestro mundo se dedican a seguir lavando la imagen mediática de ese verdadero monstruo que es Paul Kagame. Un monstruo creado y sostenido por otros monstruos aún más poderosos y perversos que él. Monstruos a los que un “día” la Luz innombrable despojará de sus máscaras de honorabilidad.

El mismo “día” en el que por fin descubriremos las verdaderas circunstancias y la autoría última no solo de tantos asesinatos decisivos de presidentes incómodos, como John F. Kennedy, Patrice Lumumba, Melchior Ndadaye u Olof Palme, cuyo caso se acaba de cerrar esta misma semana. Sino también las de tantas muertes “oportunas” de algunos de ellos, como Yasser Arafat o Hugo Chávez. O las de la muerte, hace tan solo un par de días, del presidente Pierre Nkurunziza, fuertemente enfrentado a Paul Kagame. La autoría “desconocida” del asesinato de otros presidentes ya la conocemos bien. Como es el caso de Jaime Roldós, Omar Torrijos, Juvénal Habyarimana y Cyprien Ntaryamira o Laurent-Désiré Kabila.

[1] Filipenses 2, 6-8.

[2] Mateo 27, 39-44.

[3] “En una visión que duró ocho horas, vieron imágenes aterradoras de personas matándose unas a otras, de cuerpos echados a los ríos. Vieron los cuerpos sin sus cabezas, decapitados. Ellos lloraban y lloraban y los testigos alrededor de los videntes se quedaron con una impresión inolvidable de temor y tristeza […]. Un árbol en llamas, un río de sangre, personas que se mataban entre sí, muchos cuerpos decapitados y abandonados sin nadie que les diese sepultura; un enorme abismo, un monstruo.” Página 255 del libro The Final Hour. Michael Brown 1992. Faith Publishing Company.

[4] Los evangelios se refieren con frecuencia al conocimiento que Jesús tenía de los pensamientos y sentimientos que, tras las apariencias, se ocultaban en las mentes y los corazones de aquellos con los que trataba: Mateo 9, 4; 12, 25; 15, 19; Lucas 11, 17; Juan 2, 24.

[5] En el momento más decisivo de su vida, frente al prefecto Poncio Pilato, Jesús proclama: “Para eso he nacido y he venido a este mundo, para ser testigo de la Verdad” (Evangelio de Juan 18, 37).

[6] “Porque no hay nada oculto que no haya de ser manifestado; ni escondido, que no haya de salir a luz” (Marcos 4, 22 y Lucas 8, 17).

[7] https://l-hora.org/?p=15126&lang=es