Si algún fenómeno caracteriza y condiciona esta época en la que nos ha tocado vivir ese es, sin duda, el de la «globalización». Para construir un mundo más justo y solidario nunca fue suficiente la asistencia interpersonal. Pero ahora ni tan siquiera basta el trabajo a nivel de las estructuras políticas locales e incluso nacionales. La capacidad de decisión de los estados es cada día menor. Lo realmente importante se decide en ámbitos de poder supranacionales. Ámbitos de poder que ni siquiera son propiamente políticos: el de las altas finanzas, el del complejo militar-industrial, el de la propaganda y control de las masas, el de los tribunales «internacionales»… Quienes los controlan, incluso llegan a imponer sus reglas a nuestras democracias. Además de instigar, por supuesto, cuantos derrocamientos de regímenes indóciles sean necesarios.
Frente a tan abrumadora realidad, que nos hace sentir unos pequeñísimos seres perdidos en un inmenso e inhóspito universo, el gran reto estriba, seguramente, en superar nuestra comprensible sensación de impotencia. Es una sensación que inmoviliza a muchas personas de bien a las que no se puede acusar de falta de empatía con las víctimas de nuestro mundo globalizado. ¿Tal sensación de impotencia es la consecuencia de un razonable realismo o, por el contrario, estamos disfrazando de realismo nuestra chatura de horizontes, nuestro vivir centrados en nosotros mismos sin contar con aquella Fuerza que es más grande que nosotros y a la que Mahatma Gandhi llama Satya, la Verdad? Un día nos recordó también a los teístas: “Nuestra sensación de desamparo ante la injusticia y la agresión procede de que hemos excluido deliberadamente a Dios de nuestros asuntos corrientes”
En este contexto global sin paz ni justicia, quienes no nos resignamos a que las desigualdades sean cada vez mayores necesitamos un nuevo paradigma y unos nuevos instrumentos y métodos de «lucha». Para ello, las enseñanzas de Gandhi son sumamente esclarecedoras. Y más aun su vida. No hay que olvidar que en él ambas estaban verdaderamente integradas. Unos meses antes de ser asesinado, alguien le pidió que resumiera su mensaje para el mundo. Era su día semanal de silencio, por lo que escribió su respuesta en un papel: “Mi vida es mi mensaje”. Fue él quien sistematizó lo que hoy podemos llamar la doctrina de la no violencia e hizo de ella un instrumento de «lucha» en el difícil y corrompido pero decisivo ámbito de la política.
Para Gandhi la verdad y la misericordia son fuerzas tan poderosas como las que estudia la física. “La ley del amor actuará como la ley de la gravedad, tanto si la aceptamos como si no. La persona que descubrió la ley del amor era un científico mucho mayor que cualquiera de nuestros científicos modernos. Lo que sucede es que nuestras exploraciones no han avanzado lo suficiente, y por eso no todos pueden ver todos sus efectos”. En este sentido es significativo el título que dio a su autobiografía: “La historia de mis experimentos con la verdad”.
Esa poderosa fuerza no depende de nuestras propias limitaciones ni se ve afectada por ellas: “Una sola persona, si actúa guiada por esta ley de nuestro ser, puede desafiar a todo el poder de un imperio injusto para salvar su honor, su religión, su alma, y sentar las bases para la caída o regeneración de tal imperio”. Más aún, esa fuerza no puede actuar más que a través de esas limitaciones, que nos obligan a depositar nuestra confianza sólo en la Verdad. Por eso, y por su anhelo de compartir la suerte de los últimos, Gandhi rehusó siempre cualquier forma de poder y así lo recomendó encarecidamente a los suyos. Albert Einstein, contemporáneo y gran admirador de Gandhi, estableció las bases del paradigma científico que aún sigue vigente actualmente. ¿No será a su vez Gandhi quien haya sentado las bases del otro nuevo paradigma, esta vez filosófico, espiritual y político a un tiempo?