Esta es una versión abreviada de un discurso pronunciado por John Pilger en Sídney el 10 de marzo con motivo de la presentación en Australia de la escultura de Davide Dormino en que se representa a Julian Assange, Chelsea Manning y Edward Snowden, «figuras de coraje».
Conozco a Julian Assange desde que le entrevisté por primera vez en Londres en 2010. Inmediatamente me gustó su sentido del humor seco y oscuro, a menudo dispensado con una risita contagiosa. Es un intruso orgulloso: agudo y reflexivo. Nos hemos hecho amigos y me he sentado en muchos juzgados para escuchar cómo las tribunas del Estado intentaban silenciarle a él y a su revolución moral en el periodismo.
Mi momento culminante fue cuando un juez de los Tribunales Reales de Justicia se inclinó sobre su estrado y me gruñó: «No eres más que un australiano peripatético como Assange». Mi nombre figuraba en una lista de voluntarios para pagar la fianza de Julian, y este juez se fijó en mí por ser quien había denunciado su papel en el sonado caso de los isleños de Chagos que fueron expulsados. Sin querer, me hizo un cumplido.
No hace mucho vi a Julian en la prisión de Belmarsh. Hablamos de libros y de la opresiva idiotez de la prisión: los eslóganes alegres en las paredes, los castigos insignificantes; todavía no le dejan usar el gimnasio. Tiene que hacer ejercicio solo en una zona parecida a una jaula donde hay un cartel que advierte de que no se debe pisar la hierba. Pero no hay hierba. Nos reímos; por un breve momento, algunas cosas no parecían tan malas.
La risa es un escudo, por supuesto. Cuando los guardias de la prisión empezaron a hacer sonar sus llaves, como les gusta hacer, indicando que se nos había acabado el tiempo, se quedó callado. Cuando salí de la sala, mantuvo el puño en alto y cerrado como siempre. Es la encarnación del coraje.
Entre él y la libertad se interponen aquellos que son la antítesis de Julian: en quienes el coraje no tiene cabida, junto con los principios y el honor. No me refiero al régimen mafioso de Washington, cuya persecución de un buen hombre pretende ser una advertencia para todos nosotros, sino más bien a aquellos que todavía pretenden dirigir una democracia justa en Australia.
Anthony Albanese pronunciaba su tópico favorito, «basta ya», mucho antes de ser elegido primer ministro de Australia el año pasado. Nos dio a muchos de nosotros una esperanza preciosa, incluida la familia de Julian. Como primer ministro, añadió la frase de que «no simpatizaba» con lo que había hecho Julian. Al parecer, teníamos que entender su necesidad de cubrir sus espaldas en caso de que Washington le llamara al orden.
Sabíamos que Albanese necesitaría un valor político, si no moral, excepcional para levantarse en el Parlamento australiano -el mismo Parlamento que se presentará ante Joe Biden en mayo- y decir:
«Como primer ministro, es responsabilidad de mi gobierno traer a casa a un ciudadano australiano que es claramente víctima de una gran injusticia vengativa: un hombre que ha sido perseguido por el tipo de periodismo que es un verdadero servicio público, un hombre que no ha mentido, ni engañado, como tantos de sus homólogos en los medios de comunicación, sino que ha dicho a la gente la verdad sobre cómo se maneja el mundo.»
«Pido a Estados Unidos», podría decir un Primer Ministro Albanese valiente y moral, «que retire su solicitud de extradición: que ponga fin a la farsa maligna que ha manchado los antaño admirados tribunales de justicia británicos y permita la liberación de Julian Assange sin condiciones para su familia. Que Julian permanezca en su celda de Belmarsh es un acto de tortura, como lo ha calificado el relator de Naciones Unidas. Así se comporta una dictadura».
Por desgracia, mi sueño de que Australia haga lo correcto por Julian ha llegado a su límite. La burla de esperanza de Albanese se acerca ya a una traición por la que la memoria histórica no le olvidará, y muchos no le perdonarán. ¿A qué espera entonces?
Recordemos que Julian recibió asilo político del gobierno ecuatoriano en 2013 en gran parte porque su propio gobierno lo había abandonado. Eso por sí solo debería avergonzar a los responsables: a saber, el gobierno laborista de Julia Gillard.
Tan ansiosa estaba Gillard por colaborar con los estadounidenses en el cierre de WikiLeaks por contar la verdad, que quiso que la Policía Federal Australiana (AFP) detuviera a Assange y le retirara el pasaporte por lo que ella calificó de publicación «ilegal». La AFP señaló que no tenía tales poderes: Assange no había cometido ningún delito.
Es como si se pudiera medir la extraordinaria cesión de soberanía de Australia por la forma en que trata a Julian Assange. La pantomima de Gillard arrastrándose ante ambas cámaras del Congreso de Estados Unidos es un teatro que da escalofríos en YouTube. Australia, repitió, era el «gran amigo» de Estados Unidos. ¿O era «pequeño amigo»?
Su ministro de Asuntos Exteriores era Bob Carr, otro político de la maquinaria laborista a quien WikiLeaks desenmascaró como informante estadounidense, uno de los chicos útiles de Washington en Australia. En sus diarios publicados, Carr se jactaba de conocer a Henry Kissinger; de hecho, el Gran Agresor invitó al ministro de Asuntos Exteriores a acampar en los bosques de California, según nos enteramos.
Los gobiernos australianos han afirmado en repetidas ocasiones que Julian ha recibido pleno apoyo consular, que es su derecho. Cuando su abogado Gareth Peirce y yo nos reunimos con el cónsul general australiano en Londres, Ken Pascoe, le pregunté: «¿Qué sabe del caso Assange?».
«Sólo lo que leo en los periódicos», respondió riendo.
Hoy, el primer ministro Albanese está preparando a este país para una ridícula guerra con China dirigida por Estados Unidos. Se van a gastar miles de millones de dólares en una maquinaria bélica de submarinos, cazas y misiles que puedan alcanzar China. El salivante belicismo de los «expertos» del periódico más antiguo del país, The Sydney Morning Herald, y del Melbourne Age es una vergüenza nacional, o debería serlo. Australia es un país sin enemigos y China es su mayor socio comercial.
Este delirante servilismo ante la agresión está recogido en un extraordinario documento llamado Acuerdo de Postura de Fuerzas entre Estados Unidos y Australia. En él se establece que las tropas estadounidenses tienen «control exclusivo sobre el acceso a [y] el uso» de armamento y material que pueda utilizarse en Australia en una guerra de agresión.
Es casi seguro que esto incluye las armas nucleares. La ministra de Asuntos Exteriores de Albanese, Penny Wong, «respeta» a Estados Unidos en esto, pero claramente no respeta el derecho de los australianos a saber.
Esa actitud servil siempre ha existido –no es atípica de una nación de colonos que aún no ha hecho las paces con los indígenas originarios y propietarios de los lugares donde viven–, pero ahora es peligrosa.
China como el Peligro Amarillo encaja como un guante en la historia de racismo de Australia. Sin embargo, hay otro enemigo del que no hablan. Somos nosotros, los ciudadanos. Es nuestro derecho a saber. Y nuestro derecho a decir no.
Desde 2001, se han promulgado en Australia unas 82 leyes para arrebatar tenues derechos de expresión y disidencia y proteger la paranoia de la Guerra Fría de un Estado cada vez más secreto, en el que el jefe de la principal agencia de inteligencia, ASIO [Australian Security Intelligence Organisation], da lecciones sobre las disciplinas de los «valores australianos». Hay tribunales secretos, pruebas secretas y errores judiciales secretos. Se dice que Australia es una inspiración para el amo al otro lado del Pacífico.
Bernard Collaery, David McBride y Julian Assange –hombres profundamente morales que dijeron la verdad– son los enemigos y las víctimas de esta paranoia. Ellos, y no los soldados eduardianos que marcharon por el Rey, son nuestros verdaderos héroes nacionales.
Sobre Julian Assange, el primer ministro tiene dos caras. Una cara se burla de nosotros con la esperanza de su intervención con Biden que conducirá a la libertad de Julian. La otra cara se congracia con el presidente de Estados Unidos y permite a los estadounidenses hacer lo que quieran con su vasallo: fijar objetivos que podrían resultar catastróficos para todos nosotros.
¿Apoyará Albanese a Australia o a Washington en el caso de Julian Assange? Si es «sincero», como dicen los partidarios más obcecados del Partido Laborista, ¿a qué espera? Si no consigue la liberación de Julian, Australia dejará de ser soberana. Seremos pequeños estadounidenses. Será oficial.
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Fuente: John Pilger
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