En los años de la llamada Transición llegó a los cines una genial película de Carlos Saura titulada Mamá cumple 100 años. En los instantes finales de ella, la protagonista, Rafaela Aparicio, tras pasar por lo que podría ser considerado como un experiencia cercana a la muerte, se dirigía sentidamente a sus hijos y demás familiares (todos los estamentos y perfiles de aquella Transición estaban personificados en ellos: el capitalista codicioso, el militar altivo e intransigente, el místico egocéntrico…) en una surrealista escena en la que, con una sevillana como fondo musical, la mamá descendía de lo alto sentada en una especie de trono. Con todo su cariño pero a la vez con una gran claridad y energía, lamentaba tantas rencillas familiares, tantos sinsabores de la vida, tantas miserias, y exhortaba a todos a abandonar tantas mezquindades. “No vale la pena, no vale la pena”, concluía.
Desde hace un tiempo se vienen comparando todos los acontecimientos que estamos viviendo los españoles con una especie de segunda transición. Yo creo que se trata de algo mucho más profundo y decisivo. Pero las palabras de esta mamá centenaria también pueden aportar ahora sentido y esperanza, aun cuando no nos ofrezcan soluciones puntuales y concretas.
La cuestión catalana es en este momento, junto a la del empobrecimiento de un gran sector de nuestra sociedad, el gran conflicto generador de profundas rencillas “familiares”. Por mi parte creo que quienes por boca de Pedro Sánchez vuelven, ¡una vez más!, al ya viejo y manido argumento de que son todos los españoles los que deben decidir el futuro de Catalunya no acaban de darse en cuenta de que algo muy profundo está sucediendo. O, si son conscientes de ello, deben pensar que podrán controlar aún los acontecimientos. De todos modos, no les deben importar demasiado las graves consecuencias para la convivencia que se puedan derivar de tanto empecinamiento. Tres de cada cuatro catalanes quieren decidir ya, por sí mismos, su futuro. No creen que el hecho de que, hace ahora trescientos años, las tropas de Felipe V de Borbón y sus aliados franceses tomasen Barcelona por las armas pueda legitimar nada. Ni tampoco todos los acontecimientos que a lo largo de esos tres siglos (hasta culminar en el fusilamiento del presidente Lluís Companys y todas las más recientes humillaciones a las que se ha referido el flamante presidente Carles Puigdemont), han ido estructurando la situación actual. Tres de cada cuatro catalanes están convencidos de que ya no es hora de imposiciones sino del libre asentimiento. Por más pose seductora que ponga Pedro Sánchez cuando dice “Sí, los catalanes tienen que decidir”, para añadir a continuación con gran desparpajo “junto al resto de los españoles”, y por más que pretenda presentar tal solución como algo innovador, lo cierto es que lo que nos está ofreciendo es un refrito que huele, y desde lejos, a rancio. O incluso a podrido.
Pero además esta crisis se enmarca en otra igualmente profunda que afecta a toda España. Me parece de una gran carga simbólica el hecho de que el nuevo presidente de la Generalitat y su Govern estén tomando posesión de su cargo en un momento en el que el Gobierno de Mariano Rajoy es tan solo un gobierno en funciones sin ninguna capacidad operativa. Un momento en el que no se ve claro aún cómo se las arreglarán algunos (quienes durante tantos años han movido los hilos del PSOE) para seguir sosteniendo el sistema instaurado tras la Transición sin que se note demasiado su opción por una colaboración con el PP. Ni se ve claro aún qué ejecutivo puede surgir si se acaba considerando que la gran coalición PP-PSOE no es viable. Los grandes financieros-“filántropos” anglosajones ya han dictado doctrina por la pluma de Juan Luís Cebrián. A diferencia del otro “instrumento” español de esta elite durante las últimas décadas, Bernardino León (que ha tenido que abandonar su cargo de representante especial de la ONU en Libia al descubrirse que en realidad trabajaba para una de las partes en el conflicto, un think tank creado por una coalición de siete monarquías absolutas liderada por los Emiratos Árabes Unidos), Juan Luís Cebrián aún se las arregla para mantener una imagen de gran estadista. Pero son otros tiempos y no creo que su pretendida aureola le sirva aún para seguir engañando a la gente. De hecho, Pablo Iglesia ya ha denunciado esta intrusión de Cebrián y el Grupo Prisa marcando de nuevo al PSOE la línea a seguir.
También en la Unión Europea se acentúan cada vez más una serie de graves fisuras que no presagian nada bueno. Pero, dado que considero que lo que estamos viviendo es una crisis verdaderamente mundial e incluso de la especie humana en sí misma, dejaremos por hoy las miserias de la Unión Europea. Son muchos los expertos imparciales que insisten sobre el hecho de que tras la gran “crisis” en la que Occidente se hundió en 2008 no se han implementado ningún tipo de regulaciones que impidan en lo sucesivo situaciones parecidas. Los psicópatas que asumen riesgos desmedidos en el mundo de las finanzas, y que incluso actúan de modo delictivo, siguen disfrutando de la impunidad que les da el saber que, de todos modos, son demasiado grandes para caer y que, si es necesario, volverán a ser rescatados. Su adicción al dinero es ya casi genética y, antes o después, volverán a las andadas. Pero ahora, muchas de las deudas de los estados o deudas soberanas han crecido de tal modo (en España hasta prácticamente el 100% del PIB) que, en caso de una probable nueva crisis-estafa, el “colchón” que podría amortiguar la caída está casi desinflado. Y todo esto sin hablar de la crucial problemática de la Reserva Federal, a la que ya me he referido otras veces. Ni del altísimo riesgo de un conflicto nuclear (incluso a partir de un simple accidente o error que provoque reacciones en cadena), al que se refieren también muchos altos cargos militares y reconocidos expertos. Ni de las imprevisibles consecuencias de tantas guerras con las que se pretende rediseñar el llamado Gran Oriente Medio. Ni de la amenaza climática que es cada día más grave, así como de la insostenibilidad de nuestro estilo de vida.
Estamos viviendo un punto de inflexión mucho más decisivo que el de la transición de la dictadura franquista a la democracia. La humanidad está tocando ya sus límites. El cerebro humano que surgió hace tan solo unos cientos de miles de años (el Big bang se produjo hace 13.700 millones de años) ha llevado a nuestro planeta a tan decisivo punto de inflexión. Pero ni los líderes de la economía global ni la mayoría de los políticos que nuestras sociedades han elegido parecen contemplar este dilatado horizonte. Sus afanes son tan mezquinos y sus mundos tan reducidos y agobiantes como los de los hijos y familiares de la mamá interpretada por Rafaela Aparicio. Aunque un día les tocará aprender que el empeñarse en ir contra las leyes de un universo y de una evolución que avanzan hacia una conciencia cada vez más plena es, finalmente, tan doloroso como el “dar coces contra el aguijón” (expresión proverbial bíblica, tomada de la vara puntiaguda del boyero, para referirse al empeño humano de obstinarse en negar la verdad).
Pero podemos aprender dos lecciones, como mínimo, de la metáfora final de la película Mamá cumple 100 años. La primera es un poco accesoria y tiene que ver con ese periodo de cien años que aparece en el mismo título: la humanidad está acabando un ciclo de cien años. Justo el periodo que se inició el diciembre de 1913 al ser creada la Reserva Federal por las citadas grandes familias financieras. Con ese poderoso instrumento, han conseguido imponer su voluntad en Occidente sobre los poderes democráticos nacionales. La segunda lección se refiere a la esencia misma de la metáfora final de la película: existe una mirada sobre la realidad diferente de la mirada de los hijos de aquella mamá centenaria, una mirada mucho más empática y misericordiosa, mucho más cuerda y lúcida, mucho más realista e integradora. No confundamos el “triunfo” material de unos inteligentes y poderosos personajes (pero mezquinos, insaciables y adictos de modo enfermizo al dinero y al poder) con la más profunda satisfacción en la que vive la gente íntegra que hace su camino con dignidad y respeto hacia todos y todo. Ni despreciemos la fuerza de esa sencilla mirada para generar torrentes de generosidad y coraje. La historia demuestra que ha sido capaz de desestabilizar y producir fisuras en los sistemas económicos y militares aparentemente más compactos y monolíticos.