Albert Einstein acertaba una vez más cuando ironizó sobre el hecho de que las inercias mentales son aun más fuertes que las poderosas inercias físicas. Esto es especialmente cierto cuando se trata del imaginario colectivo social-histórico que ha sido inducido mediante avanzadas técnicas de manipulación de la información y de control de las masas. Haga usted mismo la prueba. Explique a alguien que el general estadounidense de cuatro estrellas Wesley Clark, que llegó a ser comandante supremo de la OTAN durante la guerra de Kosovo, denunció que algunos altos cargos de su Gobierno, como Donald Rumsfeld y Paul Wolfowitz, le habían revelado que ya estaba planificada la destrucción, en los próximos años, de los gobiernos de siete países: además del Afganistán ya atacado, y continuando por Irak, Siria, Líbano, Libia, Somalia y Sudán, el proyecto terminaba con el ataque a Irán. Yo ya hice esa prueba. Reacción de mi interlocutor: “Eso es discutible”. Fue el traductor quién tuvo que intervenir: “Juan simplemente se ha referido a lo que dijo el general ante una cámara de televisión. ¿Qué sería lo discutible, qué al general se le haya hecho tal revelación o que él lo haya denunciado públicamente?”. Usted también puede explicar a alguien que el 21 de julio de 2011 la Oficina Gubernamental de Rendición de Cuentas informaba que la Reserva Federal (el banco central de Estados Unidos) había inyectado calladamente a un conjunto de poderosos bancos… ¡más de 16 billones de dólares en dos años y medio! Yo hice la prueba de comentárselo a un gran experto en economía. Reacción: no conocía dicha auditoría, a pesar de que tal cantidad supera a la suma de los presupuestos estadounidenses correspondientes a cuatro años. Sin embargo ese desconocimiento no fue obstáculo para que enseguida afirmarse con toda energía: “Eso no puede ser, es demasiado dinero”.
Finalmente usted también podría exponer a alguien las conclusiones que la Comisión del Congreso estadounidense para la supervisión de los Servicios Financieros hizo públicas el jueves 27 de enero de 2011, tras investigar la actual crisis financiera. En su informe final queda claro que la crisis no fue el resultado de una especie de fuerzas naturales impredecibles o de los inexorables procesos de “los mercados” sino de las actuaciones irresponsables y deshonestas, e incluso a veces ilegales, de muchos responsables de la banca y las finanzas, con la colaboración del estamento político: la desregulación en el año 2000 de los controles estrictos ya existentes sobre las políticas de supervisión de créditos e hipotecas de alto riesgo; la ambición y la avaricia de los banqueros que se enriquecieron con exorbitantes beneficios mediante inversiones arriesgadas y acompañadas de presuntas violaciones de la ley; la oposición de dichos banqueros a una supervisión exhaustiva de sus actividades, por considerar que la interferencia gubernamental sofocaría la “innovación financiera”… La Comisión concluye que las estructuras básicas del sistema financiero que llevaron al derrumbe no solo siguen firmemente en pie sino que la concentración de activos financieros, en los bancos comerciales y de inversión más grandes, es significativamente mayor ahora que antes de la crisis, como resultado del vaciamiento de algunas de las instituciones, y de la unión y fusión de otras para conformar entidades más grandes. Yo hice también la prueba, esta vez con alguien muy cercano. Reacción: “Eso huele a conspiración; lo que nos dicen quienes saben de economía e intervienen cada día en las televisiones, radios y diarios es que hemos vivido por encima de nuestras posibilidades y que ahora estamos sufriendo las consecuencias”.
Por esas extrañas sincronías, mientras escribo estas líneas, en el canal National Geographic se proyectan imágenes de los últimos días del Régimen nazi y del Imperio japonés. Son las imágenes del último de los episodios del documental “Apocalipsis, la Segunda Guerra Mundial”. Contemplo el estupor tanto del pueblo alemán como del japonés, cuando la terca realidad provocó el desmoronamiento de sus absurdos imaginarios, forjados gracias a tanta y tan poderosa propaganda. Sus universos, en torno a su führer y a su emperador, eran al parecer los mejores posibles. Estaban tan convencidos de ello, que aún después del hundimiento eran prácticamente incapaces de reconocer que ellos eran “los malos”. También, hace tres décadas, un hombre recto, un analista del Departamento de Defensa y de la Corporación Rand, Daniel Ellsberg, chocó contra la misma obcecación cuando entregó al secretario de Estado de Defensa, Robert McNamara, las conclusiones de su investigación sobre la marcha de la guerra de Vietnam: no es que Estados Unidos esté apoyando a “los malos”, es que nosotros somos “los malos”. A continuación filtró 30.000 documentos secretos del Pentágono, convirtiéndose así, según su compañero-enemigo Henry Kissinger, “en el hombre más peligroso de América”.
Es el mismo esquema que hemos visto repetirse recientemente con las revelaciones de WikiLeaks, que dejan en evidencia el proyecto de dominación mundial del Imperio occidental y sus grandes manipulaciones de la información. Julian Assange afirma que el Imperio occidental es un monstruoso Estado de seguridad oculto cuyo centro de gravedad está en Estados Unidos pero cuyos tentáculos se extienden cada vez más por todo el mundo. Se calcula que Estados Unidos tiene 817.000 personas trabajando en labores de seguridad top secret. Este Imperio anglosajón, que no repara en agresiones internacionales, crímenes masivos o golpes de mercado, y que está edificado sobre grandes mentiras globales, pasará. Los grandes financieros-“filántropos” (“los mercados”), que son el verdadero núcleo profundo de ese Imperio, que hacen y deshacen a su antojo en esta hora trágica para nuestro mundo, pasarán. Al igual que han pasado todos los pequeños y grandes tiranos que han aparecido a lo largo de la historia. Pero mientras nuestra gran masa social no sea capaz de reconocer claramente quiénes y por qué nos están llevando al desastre, el sufrimiento de nuestros pueblos, y en especial de los más desprotegidos, se prolongará aún durante años. Antes de intentar hacer algo frente a un fuego, hay que identificar el foco y dejar de confundirlo con el humo o con las llamas. Mi último libro, La Hora de los grandes “filántropos”, es mi modesta aportación en esta importante batalla.