La intención de este artículo no es de repetir los relatos horribles sobre Ruanda y Burundi. La prensa ya lo ha hecho en exceso. Nuestra intención, difícil, es de buscar en la historia lejana de Ruanda y Burundi los elementos que permitan entender algo de los acontecimientos. Entretanto, queremos llamar la atención de todos los lectores sobre el hecho de que hay una distinción entre la comprensión de los eventos y el juicio moral que finalmente se hace. La ventaja incontestable que se tiene cuando se juzgan hechos en que se conocen el origen y los motivos, es que así se es más justo en la valoración.
Composición étnica
En ambos países, los hutus -de origen bantú- constituyen una mayoría de un 85%. Los tutsis -de origen hamita- representan el 14% de la población, y un 1% de la población es twa, la población pigmea original del África Central. Toda esta gente habla la misma lengua. La diferencia entre el kinyarwanda y el kirundi es muy pequeña.
Significación histórica
Según los tutsis, la distinción entre los dos grupos étnicos es una creación del periodo colonial. Ningún hutu comparte esta visión y, de hecho, no se ajusta a la verdad. El poder colonial belga, después de retomar las colonias alemanas de Ruanda y Burundi en 1918, en parte por oportunismo y en parte por falta de medios, mantuvo la estructura estática existente. Los mwami (reyes) tutsis de Ruanda y Burundi, con su corte y su red extendida de jefes y sub-jefes tutsis, fueron los instrumentos del régimen colonial. Las autoridades religiosas siguieron la misma política. Por cuanto la población tutsi era el poder generalmente reconocido (y temido) en Ruanda y Burundi, se creyó poder cristianizar a la población cristianizando a los jefes. En los primeros años de la evangelización, los misioneros conocieron poco de lo que ocurría en el entorno de la élite tutsi, y los primeros sacerdotes y religiosos fueron, por consiguiente, hutus. Sin embargo, esto no duró mucho. Cuando la élite tutsi vio claro que conocimiento significaba poder y que el porvenir pedía necesariamente una formación escolar, se aplicó a esta formación con todas las cualidades propias de la raza. Ya que todas las escuelas en Ruanda y Burundi eran, en este periodo de los inicios, seminarios y escuelas misioneras, la evangelización de la élite fue estimulada, en gran medida, por la enseñanza.
Cuando la Iglesia ya había abierto, desde hacía algunos años, seminarios menores para la formación de sacerdotes, y cuando los primeros seminaristas habían seguido ya una formación en el seminario mayor, en Nyakibanda (cerca de Butare), el Estado belga abrió, en 1929, una escuela oficial en Astrida (ahora llamada Butare). Esta escuela fue confiada a los Hermanos de la Caridad. Es en este instituto que la élite administrativa de Ruanda y Burundi se formó. La formación de los jefes era la delicada tarea del hermano Secundianus y de sus compañeros. En la línea de la política, seguida por la Iglesia y el Estado, la parte del león de las plazas de la escuela era para la élite tutsi de los dos países. A medida que la sensibilidad democrática y social de los misioneros y de los funcionarios coloniales creció, su repulsión por el sistema estático tutsi, feudal, prevaleció por encima de las razones oportunistas que les habían llevado, al comienzo, hacia estos últimos.
Diferencias
Una de las grandes diferencias entre Ruanda y Burundi tiene su origen en la composición de la etnia tutsi que dirige los dos países. Mientras que en Ruanda, el mwami y la gran mayoría de jefes tutsis tenían un vínculo muy fuerte y pertenecían prácticamente al mismo clan, en Burundi había una gran rivalidad entre los diferentes clanes tutsis. Los clanes banyaruguru, bahima y baganwa son los principales. El mwami (mwambutsa) de Burundi provenía del pequeño clan de los baganwa y estaba en guerra con el clan banyaruguru, que era fuerte. En el curso de la historia, estos reyes baganwas tuvieron que contar mucho con el apoyo de la población hutu para no ser expulsados por los clanes tutsis, y en muchos hutus se había ido creando la convicción de que el mwami era exactamente su rey. Es eso que ha llevado a un régimen de apartheid, donde hasta ahora los tutsis tienen el poder. Sin embargo, ahora queremos centrar nuestra atención sobre la situación de Ruanda.
A raíz de la independencia en 1962, Ruanda optó por un régimen republicano y (al contrario que Burundi), se produjo un consenso popular para echar al mwami mediante la revolución. Ruanda ya había hecho, a partir de 1959, la elección definitiva de una república. Gracias a la ayuda de la administración belga, la mayoría hutu había logrado ya, a pesar del dominio tutsi, expulsar a la administración tutsi por medio de una revolución. Es de esta época que datan las colonias de refugiados tutsis de Uganda, Burundi y Zaire. Son principalmente los jefes tutsis y sus familias que, con todo su haber, atravesaron las fronteras.
Esta élite social, económica y política sigue siendo, sin embargo, una verdadera élite, tanto dentro de su país como fuera. En todos estos países donde llegaron los refugiados tutsis -con la excepción de Uganda- supieron mantenerse, de forma magistral, y a menudo ascendieron a funciones de dirigentes sociales, económicos y políticos en los países de acogida.
Pensamos en personalidades como Bisengimana y muchos otros en Zaire, en los éxitos económicos de comerciantes tutsis en Bujumbura y en los núcleos elitistas en Nairobi y, más tarde, en todos los países europeos y americanos.
Una casualidad
El drama que afecta actualmente a Ruanda encuentra sus raíces en el azar de la historia, que ha querido que los refugiados tutsis en Uganda fueran maltratados por los sucesivos dirigentes ugandeses en los campos de refugiados. La sucesión de Obote, Idi-Amin y, más tarde, otra vez Obote, significó para los refugiados tutsis una progresión que fue de mal en peor. Los tutsis que se quedaron en Ruanda, a pesar de algunos momentos de tensión y algunas explosiones locales de odio racial, tuvieron más posibilidades de desarrollo en ciertos sectores. Tanto con el presidente Kayibanda como con el presidente Habyarimana, los tutsis mantuvieron una fuerte presencia en el sector público y privado.
Pero la joven generación de tutsis refugiados en Uganda creció en el rencor. La imagen que tenía de Ruanda era la que le daban sus familias y parientes refugiados. Ella, pues, creció con sentimientos de odio, venganza y nostalgia. Cuando el hima ugandés Museveni hizo una revuelta armada contra Obote, puesto otra vez en el poder por Tanzania, los jóvenes tutsis de estos campos se aliaron con entusiasmo con este dirigente hima. Formaron, entonces, el núcleo del ejército de los rebeldes. Durante siete años, sostenidos y armados por la Libia de Gadafi, lucharon contra el ejército ugandés. Cuando, en los años ochenta, Uganda cayó en manos de Museveni, podemos decir que Uganda cayó en manos de los himas. Museveni se convirtió en lo que es gracias a la ayuda de los refugiados tutsis ruandeses y estos dispusieron entonces del ejército ugandés para incluir Ruanda en el sueño de un reino hima. Si situamos el conflicto actual en un marco más amplio, llegamos otra vez a la lucha por el poder entre las culturas hamitas y las culturas bantúes.
Cuando en 1990 los «rebeldes tutsis» invadieron Ruanda, una obra maestra de «talk and fight» (hablar y luchar) se desplegó. El ataque, bien preparado militarmente, fue superado, con mucho, por las jugadas de habilidad de la campaña de los medios informativos que, antes, durante y después de la invasión, cogió a los países europeos y americanos a contrapié. Una campaña de difamación contra Ruanda, su presidente y la élite hutu fue orquestada de una manera tan tristemente grandiosa que, el país -que algunas semanas antes del ataque aún era visto como ejemplo de desarrollo honesto y cohabitación harmoniosa- fue calificado de régimen dictatorial asesino. El catolicismo del presidente fue talmente subrayado en oposición a los anticlericales liberales y socialistas que, estos últimos, obligaron al gobierno Martens a detener toda ayuda militar a Ruanda. Rechazando el régimen de Habyarimana, Bélgica echó por tierra la esperanza de un régimen democrático para los siete millones de hutus. Los tres años de guerra y el hecho de que los hutus se sintieron abandonados por Bélgica dieron la ocasión a los fanáticos de cada lado de envenenar hasta tal punto el clima político, mediante atentados, asesinatos, violencia verbal y la creación de milicias de los partidos, que no hubo lugar para una solución pacífica.
Un error histórico
Los hechos de las últimas semanas, dan la razón a aquellos que mantuvieron siempre que Habyarimana era un hombre de paz, hostil por principio a todo tipo de derramamiento de sangre. Se ignora aún quién lo ha abatido. Dos hipótesis son lógicas y aceptables: o bien el atentado fue cometido por los rebeldes del Frente Patriótico o bien un núcleo de hutus fanáticos eliminó al presidente para poder pasar al exterminio de la minoría tutsi.
Tras el error histórico de 1990, las potencias extranjeras cometieron un segundo error, no menos dramático, al querer imponer a cualquier precio los Acuerdos de Arusha. El presidente Habyarimana, en 1990, había abierto la puerta a un pluripartidismo. El régimen de Habyarimana tenía un punto débil que empezaba a pesar fuertemente en la estabilidad del terreno político nacional. Era la regionalización que fue introducida sin vergüenza, sobre todo por miembros de los clanes bakigas (hutus del norte de Ruanda), en los años 80. El mismo Habyarimana era un mukiga. En consecuencia, el partido unitario existente, el MRND, se endureció desde la fundación de otros partidos hasta convertirse en un partido regional (del norte) que sólo podía contar con elementos salidos de la vieja estructura de poder.
El partido más grande (el Movimiento Democrático Ruandés o MDR) que contaba entre sus miembros sobre todo con muchos partidarios del centro y sur del país, proporcionó el primer ministro del gobierno de transición. Con el Partido Social Demócrata (PSD) y el Partido Liberal (PL), el MDR hizo de oposición contra el gobierno de Habyarimana. Todos los golpes eran permitidos y, desde el inicio de la experiencia democrática, esta oposición optó decididamente por la paz con el Frente Patriótico Ruandés (FPR). Más tarde, se verá que «la paz a cualquier precio» era, por encima de todo, un objetivo que esperaban que los llevaría al fin del dominio de los bakigas. Arusha era un arma contra el presidente del partido unitario. Por cuanto estos acuerdos de Arusha eran la obra de la oposición y por cuanto se consideraba que esta oposición tenía tras de sí a la mayoría democrática de Ruanda, estos Acuerdos de Arusha recibieron el apoyo incondicional de las potencias extranjeras.
Resistencia
Para el que continuaba tomando cotidianamente el pulso de la mayoría hutu en todo el país, era claro que estos acuerdos iban tan lejos que suponían una ocupación pacífica de Ruanda por la minoría tutsi. La resistencia nació por lo pronto en el ejército ruandés, pero entre los hutus de todos los partidos también se levantaron voces hablando de traición. Con los acuerdos apenas firmados, todos los partidos de la oposición se dividieron en grupos favorables o contrarios a los mismos. Una minoría de la oposición continuó defendiéndolos, mientras que una mayoría empezaba a darse cuenta de que habiéndose centrado tanto en Habyarimana, se había colocado a la mayoría hutu en una posición imposible. La inexperiencia política hizo que unos objetivos imprevisibles llevaran a arriesgar la seguridad de los derechos de la mayoría hutu.
El caos de las últimas semanas, precediendo el atentado contra la vida del presidente, fue consecuencia de la oposición creciente contra estos Acuerdos de Arusha. Ciegos a la realidad ruandesa, así como a las aspiraciones democráticas y justificadas de la mayoría hutu, Bélgica y otras potencias extranjeras continuaron sosteniendo este «caballo de Troya». Fanáticos de los dos lados tenían vía libre para exterminar a quien querían, ya hacía mucho tiempo: para los hutus la exterminación de la minoría tutsi, y para los tutsis el dominio total de un país que consideran como ofrecido a ellos por Imana (Dios).
En la Ruanda de hoy sólo hay perdedores. Si el FPR, a finales del siglo XX, espera dominar Ruanda, empieza una guerra de larga duración, como en Burundi. Es impensable que este país, después de treinta años de independencia, vuelva a un estado de apartheid como en Burundi, es decir a una nueva forma de feudalismo, más refinado. Los cientos de miles de refugiados en los campos, en las fronteras de Ruanda, no son unos esclavos y una lucha de resistencia surgirá de esta masa. Si la mayoría hutu consigue, de una manera democrática, llegar otra vez al poder en Ruanda, estará carente de la creatividad y habilidad de una élite social e intelectual. Se ha eliminado definitivamente la vía de una integración social armoniosa de las dos etnias. Una responsabilidad abrumadora recae sobre aquellos que tomaron, en 1990, la iniciativa de una guerra injustificada. En Ruanda sólo hay ruinas y todavía permanecerán mucho tiempo.
Bernard Heylen (1939-2004), Hermano de la Caridad flamenco, misionero en Àfrica de los Grandes Lagos donde destacó como director del Grupo Escolar de Butare en Rwanda.