Todos los imperios caen. Su colapso se hace inevitable una vez que sus gobernantes pierden todo sentido de lo absurdos y abominables que se han vuelto.
Sólo hay un país en el mundo en este momento, en medio de la matanza de Israel en Gaza, donde el primer ministro Benjamín Netanyahu tiene garantizadas docenas de ovaciones de pie de la gran mayoría de sus representantes electos.
Ese país no es Israel, donde Netanyahu ha sido una figura enormemente divisiva durante muchos años. Es Estados Unidos.
El miércoles, Netanyahu recibió palmadas en la espalda, palmadas de alegría, gritos y vítores mientras se dirigía lentamente –aclamado a cada paso como un héroe conquistador– al podio del Congreso de Estados Unidos.
Se trataba del mismo Netanyahu que ha supervisado durante los últimos 10 meses la matanza –hasta el momento– de unos 40.000 palestinos, aproximadamente la mitad de ellos mujeres y niños. Hay más de 21.000 niños desaparecidos, la mayoría probablemente muertos bajo los escombros.
Fue el mismo Netanyahu que arrasó una franja de territorio -originalmente el hogar de 2,3 millones de palestinos- que se espera que tarde 80 años en reconstruirse, con un coste de al menos 50.000 millones de dólares.
Fue el mismo Netanyahu que destruyó todos los hospitales y universidades de Gaza y bombardeó casi todas sus escuelas, que servían de refugio a familias que se habían quedado sin hogar a causa de otras bombas israelíes.
Es el mismo Netanyahu cuya detención solicita el fiscal jefe de la Corte Penal Internacional por crímenes contra la humanidad, acusado de utilizar el hambre como arma de guerra al imponer un bloqueo de la ayuda que ha provocado una hambruna en Gaza.
El mismo Netanyahu cuyo gobierno fue declarado la semana pasada culpable por la Corte Internacional de Justicia (CIJ) de haber intensificado el régimen de apartheid de Israel sobre el pueblo palestino en un acto de agresión a largo plazo.
Es el mismo Netanyahu cuyo gobierno está siendo juzgado por cometer lo que la CIJ, máximo órgano judicial del mundo, ha calificado de «genocidio plausible».
Y, sin embargo, sólo había un manifestante visible en la cámara del Congreso. Rashida Tlaib, la única legisladora estadounidense de ascendencia palestina, estaba sentada en silencio agarrando un pequeño cartel negro. En un lado ponía: «Criminal de guerra». En el otro: «Culpable de genocidio».
Una persona entre cientos tratando de señalar en silencio que el emperador estaba desnudo.
A salvo del horror
De hecho, la óptica era cruda.
Se parecía menos a la visita de un líder extranjero que a la de un condecorado general anciano que es recibido de nuevo en el Senado en la antigua Roma, o a la de un canoso virrey británico de la India abrazado en el parlamento de la madre patria, tras someter brutalmente a los «bárbaros» en los confines del imperio.
Era una escena conocida en los libros de historia: la brutalidad imperial y el salvajismo colonial, presentados por la sede del imperio como valor, honor y civilización. Y parecía tan absurda y detestable como cuando recordamos lo que ocurrió hace 200 o 2.000 años.
Fue un recordatorio de que, a pesar de nuestras autocomplacientes pretensiones de progreso y humanitarismo, nuestro mundo no es muy diferente de lo que ha sido durante miles de años.
Fue un recordatorio de que a las élites poderosas les gusta celebrar la demostración de su poder, al abrigo tanto de los horrores a los que se enfrentan los aplastados por su poder como del clamor de protesta de los horrorizados por la imposición de tanto sufrimiento.
Fue un recordatorio de que no se trata de una «guerra» entre Israel y Hamás, y mucho menos, como Netanyahu quiere hacernos creer, de una batalla por la civilización entre el mundo judeo-cristiano y el mundo islámico.
Se trata de una guerra imperial de Estados Unidos –parte de su campaña militar de «dominio global de espectro completo»– llevada a cabo por el Estado cliente más favorecido de Washington.
El genocidio es totalmente un genocidio estadounidense, armado por Washington, pagado por Washington, con cobertura diplomática de Washington y –como subrayaron las escenas en el Congreso– vitoreado por Washington.
O como declaró Netanyahu en un momento de franqueza involuntaria ante el Congreso: «Nuestros enemigos son vuestros enemigos, nuestra lucha es vuestra lucha, y nuestra victoria será vuestra victoria».
Israel es el mayor puesto militar de Washington en Oriente Medio, rico en petróleo. El ejército israelí es el principal batallón del Pentágono en esa región de importancia estratégica. Y Netanyahu es el comandante en jefe del puesto avanzado.
Lo que es vital para las élites de Washington es que el puesto avanzado sea apoyado a toda costa; que no caiga en manos de los «bárbaros».
Lluvia de mentiras
Hubo otro pequeño momento de verdad inadvertida en medio del torrente de mentiras de Netanyahu. El primer ministro israelí afirmó que lo que estaba ocurriendo en Gaza era «un choque entre la barbarie y la civilización». No se equivocaba.
Por un lado, está la barbarie del actual genocidio conjunto israelí-estadounidense contra la población de Gaza, una dramática escalada de los 17 años de asedio israelí del enclave que lo precedieron, y las décadas de gobierno beligerante bajo un sistema israelí de apartheid antes de eso.
Y en el otro lado, están los pocos asediados que intentan desesperadamente salvaguardar los supuestos valores occidentales de «civilización», de derecho internacional humanitario, de protección de los débiles y vulnerables, de los derechos de los niños.
El Congreso de Estados Unidos demostró decisivamente dónde estaba: con la barbarie.
Netanyahu se ha convertido en el líder extranjero más aclamado de la historia de Estados Unidos, invitado a hablar ante el Congreso en cuatro ocasiones, superando incluso al líder británico en tiempos de guerra, Winston Churchill.
Es plenamente la criatura de Washington. Su salvajismo, su monstruosidad es totalmente made in America. Como él imploró a sus superiores de EE.UU.: «Dennos las herramientas más rápido y terminaremos el trabajo más rápido».
Acabar el trabajo del genocidio.
Disidencia performativa
Algunos demócratas prefirieron mantenerse al margen, entre ellos la poderosa Nancy Pelosi. En su lugar, se reunió con familias de rehenes israelíes retenidos en Gaza –no, por supuesto, con familias palestinas cuyos seres queridos en Gaza habían sido masacrados por Israel.
La vicepresidenta Kamala Harris explicó su propia ausencia como un conflicto de agenda. El jueves se reunió con el primer ministro israelí, al igual que el presidente Joe Biden.
Después, afirmó haber presionado a Netanyahu sobre la «terrible» situación humanitaria en Gaza, pero también subrayó que Israel «tenía derecho a defenderse», un derecho que Israel no tiene específicamente, como señaló la CIJ la semana pasada, porque Israel es quien viola permanentemente los derechos de los palestinos mediante su prolongada ocupación, su régimen de apartheid y su limpieza étnica.
Pero la disidencia de Pelosi -y de Harris, si es que fue eso- fue puramente performativa. Es cierto que no sienten ningún amor personal por Netanyahu, que tan estrechamente se ha aliado a sí mismo y a su gobierno con la derecha republicana estadounidense y con el expresidente Donald Trump.
Pero Netanyahu sirve simplemente de coartada. Tanto Pelosi como Harris son partidarias incondicionales de Israel, un Estado que, según la sentencia de la CIJ de la semana pasada, hace décadas instauró un régimen de apartheid en los territorios palestinos, utilizando una ocupación ilegal como tapadera para limpiar étnicamente a la población de allí.
Su agenda política no consiste en poner fin a la aniquilación de la población de Gaza. Se trata de actuar como válvula de escape para el descontento popular entre los votantes demócratas tradicionales conmocionados por las escenas de Gaza.
Se trata de engañarles haciéndoles creer que, a puerta cerrada, existe algún tipo de lucha política sobre la gestión israelí de la cuestión palestina. Que votar a los demócratas conducirá algún día -un día muy lejano- a una «paz» indefinida, una legendaria «solución de dos Estados» en la que los niños palestinos no seguirán muriendo en aras de preservar la seguridad de las milicias ilegales de colonos israelíes.
La política estadounidense hacia Israel no ha cambiado en ningún sentido significativo durante décadas, tanto si el presidente ha sido rojo como azul, tanto si Trump ha estado en la Casa Blanca como si lo ha estado Barack Obama.
Y si Harris se convierte en presidenta –hay que admitir que es un gran «si»–, las armas y el dinero estadounidenses seguirán fluyendo hacia Israel, mientras que Israel decidirá si la ayuda estadounidense a Gaza se permite alguna vez.
¿Por qué? Porque Israel es el eje de un proyecto imperial estadounidense de dominio global de espectro completo. Porque si Washington cambiara de rumbo respecto a Israel, también tendría que hacer otras cosas impensables.
Tendría que empezar a desmantelar sus 800 bases militares en todo el planeta, del mismo modo que la CIJ ordenó a Israel la semana pasada que desmantelara sus muchas docenas de asentamientos ilegales en territorio palestino.
Estados Unidos tendría que acordar una arquitectura de seguridad mundial compartida con China y Rusia, en lugar de tratar de intimidar y someter a estas grandes potencias con sangrientas guerras indirectas, como la de Ucrania.
La caída que se avecina
Pelosi, recordemos, difamó a los estudiantes de los campus estadounidenses que protestaban contra el plausible genocidio de Israel en Gaza por estar vinculados a Rusia. Instó al FBI a investigarlos por presionar a la administración Biden para que apoyara un alto el fuego.
Netanyahu, en su discurso ante el Congreso, demonizó de forma similar a los manifestantes, en su caso acusándoles de ser «idiotas útiles» del principal enemigo de Israel, Irán.
Ninguno de los dos puede permitirse el lujo de reconocer que millones de personas corrientes en todo Estados Unidos piensan que está mal bombardear y matar de hambre a los niños, y utilizar una guerra con un objetivo inalcanzable como tapadera.
Hamás no puede ser «eliminado» mediante el actual brote de horrible violencia de Israel por una razón muy obvia: el grupo es un producto, un síntoma, de anteriores episodios de horrible violencia israelí.
Como han tenido que reconocer incluso los expertos occidentales en contraterrorismo, las políticas genocidas de Israel en Gaza están fortaleciendo a Hamás, no debilitándolo. Los jóvenes que pierden a su familia por las bombas israelíes son los nuevos reclutas más fervientes de Hamás.
Por eso Netanyahu insistió en que la ofensiva militar de Israel –el genocidio– en Gaza no podía terminar pronto. Exigió armas y dinero para mantener a sus soldados en el enclave indefinidamente, en una operación que denominó «desmilitarización y desradicalización».
Descifrado, esto significa un continuo espectáculo de horror para los palestinos, que se ven obligados a seguir viviendo y muriendo con el bloqueo israelí de la ayuda, el hambre, las bombas y las «zonas de exterminio» sin marcar.
Significa también un riesgo indefinido de que la guerra de Israel contra Gaza se convierta en una guerra regional y, potencialmente, en una guerra mundial, a medida que aumentan las trampas que conducen a la escalada.
Sin embargo, el Congreso de Estados Unidos está demasiado cegado por la defensa de su pequeño Estado fortificado en Oriente Próximo como para pensar en estas complejidades. Sus miembros rugen «¡USA!» a su sátrapa de Israel, igual que en su día los senadores romanos rugían «¡Gloria!» a los generales cuyas victorias suponían que continuarían para siempre.
Los gobernantes del imperio romano no veían la caída que se avecinaba, como tampoco la ven sus homólogos modernos de Washington. Pero todos los imperios caen. Y su colapso se hace inevitable una vez que sus gobernantes pierden todo sentido de lo absurdos y abominables que se han vuelto.
Fuente: Jonathan Cook
Netanyahu defiende la guerra en Gaza ante un Congreso estadounidense dividido (AFP, 25.07.2024)