El título que desde la dirección de esta revista han propuesto para el presente artículo expresa muy bien la esencia de lo que tengo intención de exponer. Ello me permite entrar directamente en el núcleo fundamental de la no violencia, en su corazón profundo, tal como creo que fue y es íntimamente vivido por sus diferentes testigos en las diversas religiones. Empecemos por observar que no supone lo mismo el uso del término “testigo” que el de “líder”. Creo que en este caso ambas expresiones son correctas. Yo mismo he recurrido alguna vez a la segunda para referirme a los más conocidos protagonistas de la no violencia. La palabra “líder” expresa bien el papel social e incluso político que de hecho muchos de estos seres excepcionales han desempeñado o están desempeñando en la convulsa historia humana. Pero la de “testigo” creo que manifiesta mucho mejor su más íntima vivencia.
La no violencia surge desde el ámbito religioso
La no violencia es un movimiento lo suficientemente amplio y rico como para no caer en la imprudencia de hacer fáciles generalizaciones. Son notables las diferencias teóricas que podemos encontrar en los diversos análisis que hacen muchos que se sienten pertenecer a este movimiento. Por lo que el título de este apartado sólo es válido si, en primer lugar, no le hacemos decir más de lo que en realidad está diciendo. Que la no violencia haya nacido en el ámbito de la experiencia religiosa, no significa que sólo las personas religiosas puedan practicarla y puedan dejarse guiar por ella. No es mi intención enredarme en debates sobre supuestas confesionalidades o aconfesionalidades de la no violencia. Debates bienintencionados si intentan evitar los integrismos religiosos o si pretenden universalizar la no violencia, pero que suelen acabar siendo bastante académicos e incluso negando datos evidentes, como el de que la vida y la no violencia del mahatma Gandhi estaban profundamente arraigadas en la espiritualidad y la plegaria. En segundo lugar, ese título sólo es válido si entendemos el fenómeno religioso en el sentido en que lo entiendo y explico a continuación. Y por último, si observamos que me estoy limitando a hablar de los “padres” y más conocidos protagonistas de la no violencia, y no de los muchos y valiosos teorizadores o activistas que les han seguido.
Creo que si algo tienen en común estos principales protagonistas es la certeza de saberse no precisamente unos carismáticos líderes, sino más bien unos pequeños testigos-instrumentos de Algo que los trasciende completamente, los llama, los capacita, los sostiene. Se sienten también pueblo, uno más entre los suyos, pequeño entre los pequeños. Existe una gran dificultad para encontrar un lenguaje común, aunque sea mínimo, para referirnos a experiencias religiosas tan diferentes como pueden ser la del cristianismo (un teísmo que llama Abba, Papá, al Absoluto) o la del budismo zen (una mística de la que los expertos discuten incluso si puede ser considerada propiamente una religión). Y no es éste el lugar para desarrollar un debate que busque ese mínimo común denominador de los múltiples fenómenos religiosos, si es que eso es posible, a pesar de que toda esta cuestión tenga una relación más que directa con el objeto de este artículo.
Sólo cabe apuntar aquí que esa difícil homologación tiene su causa en la imposibilidad de aprehender, describir e incluso hablar, si no es aproximativamente, de aquel Absoluto al que se refieren todas las religiones. Pero sí hay, al menos, unos síntomas comunes que nos permiten detectar que nos hayamos frente a una auténtica experiencia religiosa, aun cuando no exista una fe explícita en un Dios personal. “Yo no he visto a Dios ni lo conozco…Pero aunque no lo haya visto, siento una fuerza, misteriosa e inefable, que penetra todo cuanto existe” dirá el mismo Gandhi. Algo que no debería extrañarnos a los cristianos. Recordemos el versículo 12 del capítulo 4 de la 1ª carta de san Juan: “A Dios nadie le ha visto nunca”. Algunos de los síntomas comunes que encontramos en todos los testigos de la no violencia, sea cual sea su religión, son estos: Una forma especial de ser, de estar y percibir la realidad, una forma colmada de asombro y misericordia. Una capacidad de conmoverse íntimamente ante todo cuanto existe, ante una pequeña criatura o ante realidades como la bondad, el sufrimiento o la belleza. Una inspiración que viene más de la intuición que de la capacidad de raciocinio. Una convicción de que la fuerza del espíritu es poderosa. Una preocupación mayor por la fidelidad a la voz interior que por una eficacia demasiado mesurable e inmediata. Una capacidad de aceptación generosa de situaciones límite como son el fracaso humano o la muerte. Una esperanza y un coraje sostenidos…
La relación entre los testigos de la no violencia y las religiones, que aparece en el título mismo de este artículo, no es accidental. Todos ellos son seres profundamente religiosos. Así pues, ya tenemos una importante e incluso fundamental pista de aproximación a la rica y compleja realidad de la no violencia: se trata de una realidad ante todo religiosa. Aunque esta constatación nos introduce en un universo que nos obliga a ir más allá de la lógica y hasta del leguaje ordinarios con el que definimos las cosas. Por ello tendremos que limitarnos a hacer una especie de teología o teodicea negativa de la no violencia. Teología, porque hablar de la no violencia es hablar de la esencia misma de la realidad: la verdad, el amor, la belleza. Son atributos que desde siempre los teólogos han adjudicado a Dios. “El nombre más noble que corresponde a Dios es el de Verdad”, dirá también Gandhi. Negativa, porque esa profunda raíz de la existencia es de por sí inefable.
Tendremos que limitarnos de momento a decir lo que no son la doctrina y el movimiento de la no violencia: no son una realidad reducible sólo al ámbito o nivel socio-político, son “algo más”. No son imprescindibles las motivaciones explícitamente religiosas, pero en esas motivaciones debe haber “algo más” que una eficacia demasiado “material” a cualquier precio. Los cambios o resultados que en ese nivel estructural haya producido son sólo sus frutos visibles. Frutos que no serían posibles si la no violencia no tuviese una poderosa y oculta raíz que la sustenta, en toda la amplia riqueza de esta expresión. No sólo la sostiene sino que también la nutre. Es la paradoja de lo real, totalmente sagrado y a la vez de apariencia plenamente profana. La paradoja de que el espíritu se encarne y sea eficaz, pero de una manera diferente. La paradoja de estar en el mundo pero no ser del mundo. La paradoja en la que se movía Gandhi cuando reclamaba “la obediencia a un poder superior” y, a la vez, reivindicaba la eficacia política de su lucha no violenta. “La no violencia es mi credo, el aliento de mi vida. Pero yo no la he propuesto jamás a la India como un credo…Yo la he propuesto al Congreso como un método político destinado a resolver problemas políticos…Ella nos ha servido en el pasado, ella nos ha permitido recorrer numerosas etapas hacia la independencia…”
Tendremos que acercarnos a este universo de la no violencia con todo el respeto y reverencia de la que seamos capaces. Descalzos nuestros pies, desnuda nuestra mente y nuestro corazón, desde la mirada tierna y misericordiosa que nace de nuestras más profundas entrañas. Como Moisés frente a la zarza en el Horeb. Porque acercarnos a la no violencia es acercarnos a las más sagradas realidades: el sufrimiento del mundo (desde el de la más pequeña criatura hasta el de los pueblos más oprimidos), la terca perseverancia en la escucha silenciosa de aquella voz que resuena siempre en el corazón de nuestras vidas, la grandeza de la pequeña y cotidiana fidelidad a la verdad y la justicia, la sorpresa ante la Luz y la Presencia innombrable que transfiguran la realidad y que sostienen nuestro coraje y nuestra esperanza, el gozo de la liberación… Acercarnos a Gandhi o Luther King es acercarnos a seres vivos en Dios (Mt. 22, 32), capaces de escuchar el grito de nuestro dolor, como tantas veces lo hicieron antes. Es acercarnos a Dios, que es un Dios de vivos y no de muertos. Es acercarnos al Espíritu que los movió a ellos y sigue actuando en nuestras vidas. Así descubrimos que, aunque con demasiada frecuencia se le adjudiquen a las religiones la responsabilidad de toda clase de conflictos bélicos, la realidad es que las experiencias religiosas originarias y auténticas han sido siempre fuente de grandes intuiciones humanizadoras como la de la no violencia, han sido creadoras de verdadera civilización y han puesto freno la barbarie. Los conflictos que no pueden ni deben evitar son los ocasionados por defender la verdad, la justicia y la libertad.
Mahatma Gandhi
Cuando hablamos de la no violencia nos referimos habitualmente a la teoría-método que el mahatma Gandhi sistematizó y practicó, convirtiéndolo en un poderoso movimiento espiritual y social y en un instrumento capaz de alcanzar objetivos incluso políticos tan significativos como el de la misma independencia de India. Sin embargo, el mismo decía: “Nada nuevo tengo que enseñar al mundo. La verdad y la no violencia se remontan a la noche de los tiempos”. El concepto de “a-himsa”, que para él no era sólo un concepto negativo sino también una realidad positiva aunque difícil de definir, una especie de “benevolencia hacia todo cuanto existe”, aparece ya en el hinduismo y muy especialmente en el jainismo de la India del siglo VI antes de Cristo. Ese término sánscrito, compuesto del prefijo negativo “a” y la palabra “himsa”, significa literalmente “no-deseo de dañar a ningún ser vivo”. El budismo, nacido en el seno de las tradiciones religiosas hindúes, heredará ese espíritu y dará un lugar central al concepto y a la práctica de la compasión hacia todo y hacia todos. También el Evangelio, y en especial el sermón de la montaña, influenciará notablemente a Gandhi.
Pero Gandhi va más allá de la actitud de “resistencia pasiva” del movimiento de los sufragistas que descubrió en Inglaterra, del “no-hacer daño” que conoció en su India natal, e incluso de la compasión que auxilia activamente a los seres concretos que lo necesitan. Siente tal intensidad de “benevolencia” hacia todo aquel que sufre y tal rebelión interna ante la injusticia, que da un paso más. Elabora una teoría y un método que aplicará de forma sistemática en aquel ámbito que es el origen de tantas injusticias y sufrimientos, el ámbito de las estructuras sociales, políticas y económicas. Y para llevar a cabo semejante batalla contra todas las corrupciones que indefectiblemente pervierten casi siempre el poder, Gandhi tiene necesidad de una fuerza que soporte y alimente su ahimsa activa. Esa poderosa fuerza la encontrará en la Verdad, “Satya”. Es por ello que cimentará su vida y misión en la fidelidad no sólo a Ahimsa sino también a Satyagraha. Se trata de otro término sánscrito compuesto de “satya” y “agraha”, adhesión inquebrantable.
“El mundo no se encuentra fundamentado sobre la fuerza de las armas, sino sobre la fuerza de la verdad y del amor. Así como hay una fuerza de unión en la materia, así también hay una entre los seres vivos, y esa fuerza es el amor. Las armas de la verdad y del amor son invencibles”. Y con esa inquebrantable certeza, Gandhi transformará la realidad. Y lo hará no como quien intenta alcanzar una lejana utopía, sino como aquel que restaura la realidad primigenia que los seres humanos hemos dañado. Lo que para la gran mayoría es la realidad, injusta e irremediable, para los profetas y testigos de la no violencia es sólo la realidad que los hombres hemos construido, una distorsión de la verdadera realidad. Y aquello a lo que la mayoría llama utopía, para ellos es certeza y realidad ya de algún modo misteriosamente presente. No es exactamente que vean algo más, ven lo mismo que todos pero bajo una luz nueva. Los cristianos a la luz de aquellas comidas pascuales con su maestro, el Señor Jesús, el Resucitado. Los hindúes y budistas a la luz de lo que ellos llaman la experiencia de la realidad esencial. Realidad que es a la vez Sat (Ser)-Chit (Conciencia)-Ananda (Bienaventuranza). Satya (verdad) viene de “sat” (ser). Estamos, pues, hablando de la verdad y a la vez de la realidad. Estamos hablando del verdadero ser. Estamos hablando de lo real en oposición a lo ilusorio o aparente. Este es también otro de los rasgos distintivos de todos los místicos de la no violencia, su profundo realismo.
Las fuentes evangélicas de la no violencia
Ese profundo sentido de realidad y una inteligencia más práctica que teórica, hacen de estos testigos unos insobornables defensores de la gran masa de los más desheredados y desvalidos frente a todo poder. Poder que siempre genera una importante dosis de narcisismo, pérdida de sentido de la realidad e incluso cinismo. La empatía de estos testigos con el sufrimiento de los más pequeños los inmuniza contra todas las mentiras de ese poder. Hace ya dos milenios, en los límites de la periferia oriental del poderoso imperio de turno, alguien se atrevía a llamar a las cosas por su nombre: “Sabéis que los que son tenidos como jefes de las naciones las gobiernan como señores absolutos, y los grandes las oprimen con su poder” (Mc. 10, 42). Y además “se hacen llamar Bienhechores” (Lc. 22, 25). Era el mismo que, hacía no mucho tiempo, en las colinas del noroeste del pequeño Mar de Galilea, en plenitud de inspiración y entusiasmo, al inicio de su pública misión, había proclamado aquellas paradójicas “bienaventuranzas” a las que contraponía una especie de “malaventuranzas”. Según este anuncio, que tanto conmovió a Gandhi, los supuestos “triunfadores” que se desentienden del sufrimiento de los excluidos de nuestro mundo son en realidad unos “desgraciados” a los que previene de una gran desdicha con aquel terrible “Ay de vosotros…”. Aviso profético y a la vez maldición bíblica “eficaz”, capaz de provocar lo que proclama. Por el contrario los pobres, los pacíficos, los que lloran, los perseguidos, heredarán la tierra. En este llamado sermón de la montaña hay tantos elementos esenciales a la no violencia que fue una de las más importantes fuentes en las que Gandhi se inspiró. ¿Qué mejor definición de ahimsa que aquello de “sed misericordiosos” o “amad también a los que os odian”?
Ya desde los mismos inicios históricos del pueblo de Israel, en el que crecerá Jesús; pueden vislumbrarse intuiciones que parecen manar de esa misma fuente. Y ¿cómo no recordar aquí tantos maravillosos textos del profetismo bíblico? “En los últimos días… de sus espadas forjarán azadas y de sus lanzas podaderas. Ninguna nación empuñará la espada contra otra, ni se ejercitarán más para la guerra” (Is. 2, 1-5). Aún en pleno contexto bélico aparece con frecuencia el germen de la no violencia. Así por ejemplo, David, ante la sorpresa de sus compañeros de armas, rehusa quitar la vida al rey Saúl, que lo perseguía para matarlo. Esta generosidad de David produce posteriormente en Saúl un profundo cambio de actitud y trae la reconciliación al reino. A lo largo de los siglos, un espíritu de misericordia genera una lógica y una energía nuevas en seres profundamente convencidos del poder de la verdad. Poder que reposa en última instancia en Dios, Señor de la verdad y de la historia, que siempre hace justicia. Jesús, en los últimos momentos de su vida, indefenso ante Pilato, se comporta sin embargo con la autoridad de aquel que tiene el control de los acontecimientos. El evangelio de Juan pone en boca de Jesús esta respuesta a Pilato: “No tendrías ningún poder sobre mí, si no se te hubiese concedido desde arriba”.
Su descenso en aquellas trágicas horas a la más profunda tumba del fracaso humano, parecerá desmentir sus pretensiones de construir el Reino de Dios en este mundo. Pero unos días después, a la plena luz de la pascua, sus discípulos comienzan a comprender que su maestro es ahora el Señor de la historia. Aquel conmovedor “shalom” del maestro resucitado a sus amigos es ya el triunfo definitivo de la misericordia sobre el odio, de la paz sobre la guerra, de la vida sobre la muerte, de la verdad sobre la mentira, de la justicia sobre la impunidad. ¿Qué mejor evidencia que ésta de la fuerza de la verdad y el amor, es decir de la satya gandhiana? Ese “shalom” es el pequeño grano de mostaza que un día se hará un poderoso árbol en el que anidarán en paz todas las criaturas. Es la Palabra que crea un universo nuevo. Es el proyecto de una sociedad humana y una comunidad internacional diferentes, a cuya construcción dedicaran a lo largo de los siglos sus mejores esfuerzos tantos seguidores de Jesús de Nazaret, testigos de una no violencia que es misericordia entrañable, activa, imaginativa, provocadora, inconmovible en la esperanza…
Instrumentos de la Paz
Para los seguidores de la no violencia, la benevolencia hacia todo lo que existe y la firme adhesión a la verdad deben impregnar hasta los más pequeños y cotidianos actos. Pero no rehuyen el reto de internarse, indefensos, en el peligroso ámbito del poder, de sus estructuras y de sus corrupciones. Se esfuerzan por transformar ese mundo según los principios de la no violencia y en conseguir una auténtica paz cimentada sobre la verdad y la justicia. El ámbito de lo que en un sentido estricto podemos llamar no-violencia gandhiana no es propiamente el de lo asistencial, o el de lo humanitario, o el de la cooperación, o incluso el de los derechos humanos, sino el de las raíces más profundas de los conflictos. Es decir, el de las causas a la vez humanas y estructurales (sociales, económicas y políticas) de toda injusticia, engaño, opresión o violación de esos derechos humanos. Es cada vez más extensa la lista de cristianos que se han manifestado seguidores de ella: Lanza del Vasto, Rosa Parks, Martin Luther King, Dorothy Day, Adolfo Pérez Esquivel, Albert John Luthuli, Desmond Tutú, Helder Cámara, Hildegard y Jean Goss-Mayr…Estos discípulos de Jesús, profundamente enraizados en el Evangelio, han sabido sacar de su propio tesoro no sólo las antiguas joyas sino también la nueva de la no violencia sistematizada por Gandhi (Mt.13, 52). En el nombre del Dios que es misericordia entrañable, estos nuevos profetas son una permanente denuncia, revulsivo y desafío contra toda forma, vieja o nueva, de exclusión.
Han sido capaces de atravesar la sensación humana de impotencia frente a realidades que parecen superar totalmente nuestras pobres fuerzas y posibilidades. Ante grandes farsas mediáticas internacionales y grandes genocidios casi ningún mortal de a pie inicia nada. ¿Quién va a poder cambiar las decisiones y las agendas de las grandes potencias? Frente a esa trampa Gandhi dirá un día: “Nuestra sensación de desamparo ante la injusticia y la agresión procede de que hemos excluido deliberadamente a Dios de nuestros asuntos corrientes”. Es la sorprendente audacia que, tras una aparente ingenuidad, podemos por ejemplo encontrar en Francisco de Asís, que tantas veces pidió al Señor que hiciera de él un instrumento de su paz. Entre las sonrisas condescendientes de cruzados y eclesiásticos, envueltos en sus reforzadas armaduras militares o dogmáticas, Francisco atraviesa a pie descalzo el campo de batalla para intentar que el sultán Melik el-Kamil lo escuche. El Señor no le pide que lo logre, sino que se ponga en marcha. Y así lo hace. Gracias a Francisco y a los suyos (y no a los reyes, ejércitos y autoridades religiosas de la cristiandad, que tantas heridas provocaron a los hermanos del Islam), somos millones los cristianos que aún hoy podemos orar y abrirnos a la presencia del Señor resucitado en el Cenáculo, sobre el monte Sión, o en Tabgha , a orillas del Kinneret.
Sin embargo es ineludible hablar de los límites de la no violencia. No conocemos ni los caminos ni la hora de la Verdad. Gandhi, en sus últimos días, tuvo que ser testigo de más violencia y desolación entre sus hermanos hindúes y musulmanes de la que jamás hubiese imaginado ver. Su tarea de pacificación aldea por aldea, siendo ya anciano, fue heroica pero no suficiente. Y los cristianos confesamos que el Dios omnipotente, que se ha manifestado en Jesús, fue traicionado, torturado y crucificado, por seres humanos libres y autónomos. Eso nos obliga a ser aun más prudentes y realistas cuando lo que está en juego ya no es la propia vida sino la de todo un pueblo. Y sobre todo, a no hacer teorizaciones espiritualistas, alegatos de salón o manifestaciones pacifistas, exigiendo desde nuestra segura cotidianidad una renuncia sobrehumana a la justa defensa a aquellos pueblos que son verdaderamente masacrados en medio de la indiferencia de la comunidad internacional. Hay en nuestro mundo demasiados seres humanos violentos. Pero también hay algunos pacifistas mucho más ortodoxos que el mismo Gandhi, aunque mucho menos comprometidos. Y demasiada espiritualidad angelical e ingenuas negociaciones y reconciliaciones de origen nada claro. No hay lugar aquí para analizar los textos “heterodoxos” del mahatma, pero algún día habrá que hacerlo.
Me he limitado a intentar explicar desde mi propia experiencia, en primer lugar, cómo creo que vivió la no violencia alguien que no puede ser fácilmente considerado un teísta, Gandhi. Y en segundo lugar, como puede ser vivida desde unas coordenadas cristianas. Aunque existen muchas y ricas experiencias de no violencia en todas las religiones, casi todas ellas pueden ser comprendidas, sin forzarlas demasiado, desde los dos tipos anteriores. O bien desde las categorías del hinduismo y el jainismo que hemos visto en Gandhi o desde la fe en un solo y misericordioso Dios que el cristianismo comparte con las otras religiones monoteístas. Algunas de estas experiencias son de gran actualidad, como la del Dalai Lama y el actual budismo tibetano. O la de la comunidad Gush Shalom, en Israel, donde conviven israelíes y palestinos. Respecto al pasado, escribiendo desde España y habiéndome ya referido anteriormente al judaísmo, es de justicia recordar los frutos de tolerancia y diálogo que el Islam nos ofreció en al-Analus. Y también al gran sufí Ibn Arabi, nacido en Murcia en 1.165, apóstol de la fraternidad universal. Fuera de nuestro país hay que citar, entre tantos y tantos sufíes, auténticos hombres de paz, al gran defensor de la no violencia que fue Basri Hasan al, personaje fundamental ya en los orígenes del Islam (643-728) que vivió en Basora . Y Abu-l-Fadl Allami, que vivió en la India en la segunda mitad del siglo XVI y que enseñó la paz, la tolerancia con todas las religiones y el amor hacia todos.
La no violencia confrontada a una creciente globalización y a un presente en grave crisis
Desde mi punto de vista el actual grave conflicto internacional es desde luego una crisis aguda, pero es más el síntoma de un desajuste crónico mucho más grave aun. Con la perspectiva que ya nos da el paso de un trimestre desde el fatídico 11-S, hay que constatar que nuestros líderes políticos y económicos, y un sector importante de nuestras acomodadas sociedades, especialmente de la estadounidense, no han querido preguntarse en serio: ¿Porqué unos seres humanos están dispuestos a asumir un alto riesgo de perder la vida en un penoso viaje en una patera o un hermético container a cambio de la posibilidad de encontrar aquí un trabajo tantas veces nada digno? ¿Porqué otros, palestinos, saudís, argelinos…han optado por el “morir-matando” de un atroz suicidio?
El sistema político-económico internacional, cada vez más globalizado, está deslegitimado por multitud de trampas que originan un océano de miseria, enfermedad, ignorancia y sufrimiento casi imposible de mesurar. Hoy no vale nada la vida de los 5.000.000 de hutus y otros bantús desaparecidos en Rwanda y la RD del Congo (ex Zaire) desde que a mediados de 1994 se hizo con el poder el Frente Patriótico Rwandés, el gran protegido de los EEUU y de los poderosos lobbies que han logrado el control de los valiosos yacimientos del Kivu. O la de los 500.000 niños fallecidos por causa de las sanciones económicas impuestas por los EEUU a Irak, de cuyo sacrificio la ex secretaria de estado estadounidense, Madeleine Albright, dijo que “era un precio que valía la pena pagar”. Como ayer no valía nada la vida de aquellos que, como Jesús de Nazaret, formaban parte de la gran masa que no gozaba del privilegio de la ciudadanía romana. Pero la muerte de las 5.000 víctimas de Las Torres Gemelas ha movilizado a toda “la comunidad internacional” sin casi excepción. Hablar sólo del derecho a la autodefensa, desligándolo de todo un contexto más amplio de relaciones causa-efecto y responsabilidades propias anteriores y actuales, es crear un falso debate sin salida. Así como es una falacia negar esas relaciones y esas responsabilidades.
La exclusión siempre ha generado y seguirá generando todo clase de reacciones violentas y ha hecho caer imperios. Muchos de los terroristas que están tras los atentados del 11-S vienen de países como Arabia Saudí o Argelia, en los que la falta de democracia está sostenida por las grandes potencias democráticas. O de Palestina, que no tiene ni estado. Nuestros grandes líderes, con unas democracias internas bastante “domesticadas” y unas sociedades que se desentienden demasiado de todo aquello que creen que no afecta directamente a su seguridad y bienestar, imponen una y otra vez su voluntad al resto del mundo de una manera nada democrática. El abismo entre países ricos y pobres se agiganta aceleradamente y la principal responsabilidad de ello corresponde precisamente a las grandes y democráticas potencias, que casi nunca han apoyado a la sociedades civiles de estos países pobres o que tantas veces han boicoteado sus incipientes democracias. Los lobbies que rigen la globalización económica de nuestro mundo se convierten cada día más en un poder no sólo superior y autónomo respecto a los gobiernos nacionales, sino incluso capaz de poner a éstos a su servicio una vez pasado el trámite de las elecciones. Y de la información ¿qué vamos a decir cuando un genocidio de cinco millones de víctimas ni tan siquiera existe en los grandes medios? Es notable el gran perfeccionamiento y sofisticación de los métodos para lograr que el llamado “pensamiento oficial” acabe imponiéndose, dedicándose a ello, a “full time”, miles de superexpertos. Cada día es más poderosa la maquinaria propagandística, financiera, diplomática y finalmente militar que son capaces de poner en marcha los poderosos lobbies que, con demasiada frecuencia, están detrás de las decisiones de la llamada “comunidad internacional”.
Este nuevo imperio, más global que ningún otro anterior, más difuso, que no tiene un solo centro de poder, que con frecuencia no necesita ni tan siquiera imponerse por la fuerza, parece invencible. Pero las palabras del mahatma siguen resonando para dar ánimo a todos aquellos que no se resignan ante la injusticia: “Cuando me desanimo recuerdo que a lo largo de la historia siempre ha habido tiranos que por un tiempo parecían invencibles, pero siempre, siempre, han acabado derrumbándose”. Y el Señor Jesús continúa invitándonos a nosotros, sus discípulos, a construir el Reino de Dios y diciéndonos cual es el camino de la victoria sobre toda esclavitud: “La verdad os hará libres” (Jn. 8, 32). Creo que este es el gran reto para todas las organizaciones que trabajamos en el ámbito de la justicia, la paz y los derechos humanos: construir unas sociedades bien informadas, unas sociedades conscientes de que en esta aldea global todos somos interdependientes (para bien o para mal), unas sociedades decididas a exigir a sus gobernantes un mundo más justo y solidario. Debemos crear en nuestros conciudadanos la conciencia de que es más importante negar el voto a políticas insolidarias y cómplices de genocidio que donar unos cientos de euros o dólares anuales a la solidaridad. Por ello nuestra pequeña fundación cultural pretende contribuir a provocar un cambio de conciencia y paradigmas en nuestra sociedad, no tanto mediante escritos o declaraciones como mediante gestos-metáfora de espiritualidad evangélica, solidaridad fraterna, no violencia activa, denuncia insobornable y respeto reverente a la hermana-madre tierra.