Autoritats, professors, investigadors i personal de suport de la Facultat, nous graduats, familiars i amics…
Me enfrento en este momento a las mismas preguntas que han rondado por mi mente y mi corazón en estos últimos días: ¿Qué puedo decir a unos jóvenes ante los que se abre en el día de hoy un nuevo horizonte, un horizonte tan importante para ellos, después de formarse en aquella profesión por la que optaron? ¿Qué puedo decirles que no sea tan solo un discurso teórico sino algo que les sea realmente útil en ese futuro que hoy se abre ante ellos? Y, tras esas preguntas, casi todas las respuestas que se me han ido apareciendo tienen que ver con la más profunda aspiración del ser humano: el anhelo de felicidad.
En la vida existen axiomas, proposiciones que se consideran evidentes en sí mismas y se aceptan sin requerir demostración previa. Y, seguramente, este sería uno de ellos: la aspiración a la felicidad es un profundo impulso en el ser humano. Todos sabemos que tal anhelo queda frustrado en tantas y tantas vidas; todos nos preguntamos si bienestar, confort o placer son sinónimos de la palabra felicidad; todos “traducimos” o interpretamos la palabra felicidad según nuestra propia mirada sobre la realidad… Pero, en principio y en términos generales, todos estaríamos de acuerdo en que, exceptuando las situaciones que podríamos considerar como patológicas, la profunda aspiración a “estar bien” es un hecho indiscutible.
De momento no me detendré en si ese “estar bien” lo buscamos por la vía del dios dinero, como es tan frecuente en nuestra sociedad capitalista y consumista; o si incluso lo buscamos por la vía autodestructiva de tantos paraísos artificiales, como el de las drogas; o si, por el contrario, lo buscamos por la vía de escuchar nuestro más profundo instinto que nos lleva a vivir en armonía con nuestro cuerpo, nuestro psiquismo, nuestro entorno natural y nuestros semejantes. De momento solo nos quedaremos con la constatación de que esa aspiración a la felicidad marca todas nuestras vidas.
Permitidme ahora hacer un excursus, en buena medida científico, en torno a ese profundo anhelo. Esta disertación mía no debía tener en principio ningún carácter científico o técnico ni estar relacionada de algún modo con la Óptica y la Optometría. Según las indicaciones del equipo directivo de la Facultad, debía ser tan solo un intento de aportar una visión o experiencia más humanista, una reflexión sobre el papel que podemos tener cada uno de nosotros a la hora de hacer un mundo mejor. Pero, como podréis comprobar a continuación, ambos territorios –el científico y el humanista- se solapan en buena medida en aquello que voy a exponer brevemente.
Seguramente conoceréis tanto o mejor que yo que Charles Darwin integró la botánica y la zoología en su teoría de la evolución de las especies y en la ciencia global de la vida surgida tras dicha teoría, ciencia a la que llamamos Biología. A pesar de ello, hace unas tres décadas surgió en Estados Unidos el llamado diseño inteligente, movimiento y doctrina neocreacionista que aún en sus versiones más moderadas sigue creyendo en ciertas intervenciones directas de Dios en algunos momentos puntuales del proceso evolutivo, como por ejemplo en la creación del complejo ojo de los mamíferos.
Mirad que maravilla es el ojo, objeto de vuestra profesión, que cuando los neocreacionistas han tenido necesidad de argumentar que existen cosas tan prodigiosas que solo pueden haber sido creadas directamente por Dios, han recurrido a ese gran portento que es el ojo de los mamíferos. Es evidente que se trata de un argumento religioso pseudocientífico sin base empírica. El evolucionismo ha cerrado un ciclo. La genial aportación de, sobre todo, Charles Darwin (hecha de observación, intuición, años de estudio y esfuerzo…) explica coherente y plenamente los procesos biológicos.
Pero si llevamos a cabo, una vez más, un proceso de integración o unificación en un marco cada vez más amplio, es decir, si observamos el origen y evolución de las especies en el vasto horizonte de las llamadas constantes físicas fundamentales (como son la velocidad de expansión del Universo unas fracciones de segundo después del Big Bang, la velocidad de la luz en el vacío, la constante gravitatoria, la masa del electrón, del protón o del neutrón, y un largo etc.) y si lo observamos igualmente en el marco de los diversos acontecimientos cósmicos que han marcado de manera sorprendentemente convergente la formación del Universo, de nuestra galaxia, de nuestro sistema solar y de nuestro planeta para que hoy nosotros estuviésemos aquí… es muy probable que nos sintamos llevados a usar de nuevo el término diseño. Es lo que les viene sucediendo a científicos de incuestionable solidez, que nada tienen que ver con los teóricos del fundamentalismo bíblico que no llegan a aceptar el evolucionismo. Es, por ejemplo, el caso de John A. Wheeler.
A diferencia de Albert Einstein, el futuro físico teórico John A. Wheeler fue un auténtico niño prodigio: fue promovido de cuarto a octavo grado de primaria en solo un año y a sus veintiuno ya obtuvo el doctorado en Física por la Universidad John Hopkins. Se inició muy pronto en el mundo cuántico con Niels Bohr y con él empezó a desarrollar la teoría de la fisión nuclear. Participó más tarde en el Proyecto Manhattan. Unos años después, sus atrevidas formulaciones sobre los agujeros negros, a los que él mismo dio ese nombre, se revelaron exactas. Era conocido por muchos de sus colegas como “el físico de los físicos”. En el prefacio del libro El principio cosmológico antrópico,[1] escribía lo que sigue:
“¿Se imagina un universo en el cual una u otra de las constantes físicas fundamentales se alterase en un pequeño porcentaje en uno u otro sentido? En tal universo el hombre nunca hubiera existido. Este es el punto central del principio antrópico. Según este principio, en el centro de toda la maquinaria y diseño del mundo subyace un factor dador-de-vida”.
Reflexionando sobre todo esto, en mi último libro, Los cinco principios superiores, hacía las siguientes consideraciones:
“Sabemos que las especies han ido evolucionando, hasta hacer posible la aparición del ser humano sobre la tierra, gracias a un profundo anhelo de supervivencia que mueve a todo ser vivo, impulso que hace avanzar incansablemente a la vida mediante el proceso de selección natural. Es un impulso que podemos descubrir tanto en los animales como en los vegetales. Los mejor adaptados al entorno son los que sobreviven. […] Sigmund Freud también se refirió a una pulsión de vida e hizo de ella, en su teoría psicoanalítica, un concepto importante en lo referente al desarrollo de la persona.
Pero la cuestión que ahora nos ocupa no es la de la selección natural o la de la evolución de las especies sino la referente a algo muy anterior. Y, al respecto, la pregunta que se me ocurre es esta: ¿cuál sería el ‘sujeto’ movido, ¡desde el mismo Big Bang!, por un profundo anhelo de vida semejante al impulso de supervivencia de los seres vivos?, ¿cuál sería el ‘sujeto’ que podríamos encontrar tras todas aquellas constantes físicas fundamentales que están tan exactamente ajustadas desde hace 13.700 millones de años que han permitido que surja esta vida tan sorprendente y que siguen permitiendo día tras día su supervivencia y su evolución?
Del mismo modo que sin ese impulso de adaptación y supervivencia [que mueve a los seres vivos], la evolución es incomprensible e insostenible, ¿qué lógica y coherencia tienen todos los acontecimiento anteriores a la vida y que se fueron abriendo paso hacia ella con la misma direccionalidad y energía con la que esta sigue avanzando hacia la conciencia? Estaríamos hablando, por tanto, de que [como se dice también en el libro El Universo inteligente] ‘la emergencia de la vida y la inteligencia estaba inscrita en el guion cósmico desde los primeros momentos del Big Bang’.”[2]
En todo caso, incluso si no vemos claro o hasta rechazamos el principio antrópico, sustituyamos ahora la expresión impulso de supervivencia de las especies o la expresión pulsión de vida (pulsión reconocida como un hecho hasta por un materialista como Sigmund Freud) o la expresión avance continuado hacia la conciencia por la otra expresión anhelo de felicidad, que he convertido en una cuestión central de mi disertación. No tengo ahora margen para argumentar que esa sustitución de términos no es una arbitrariedad. Pero haré, de pasada, una breve consideración espiritual, sin recurrir a ninguna de la espiritualidades teístas, que, con su creencia en un Dios personal, han resultado demasiado conflictivas incluso para personas tan espirituales como el mismo Albert Einstein. Tan solo recordaré que el Advaita, que en el hinduismo es considerada la espiritualidad superior, afirma que el Universo entero es Sat, Chit y Ananda (Ser, Conciencia y Bienaventuranza) y que todos los seres, desde la más pequeña hormiga al ser humano, evolucionan hacia una conciencia y una bienaventuranza cada vez más plenas.
Todo esto nos conduce ya al mensaje que hoy quisiera daros, un mensaje que tiene que ver con el acertar en el camino correcto hacia la felicidad. Mi mensaje es este: nos desviaríamos de esa meta, una meta bien real y maravillosa, si creyésemos que es posible una felicidad no compartida. No quisiera que vieseis en este mensaje ningún atisbo de paternalismo de mi parte, ya que nace tan solo de todo mi cariño hacia vosotros y de todo mi deseo de que encontréis esa felicidad. Como acabo de afirmar, no existe una felicidad que no sea compartida. Así que yo no podría ser feliz sin que lo seáis también vosotros. Desde hace casi dos décadas, en la portada de la página web de nuestra Fundación aparecen aquellas palabras de mahatma Gandhi con las que intentamos explicar el espíritu que nos mueve: “Me siento hermano de todos y para ser feliz necesito ver feliz al último de mis semejantes”.
Con frecuencia, las circunstancias que a muchos les toca vivir son desgraciadas e incluso terribles. En tales casos son necesarias todas las sorprendentes capacidades de superación que poseemos los seres humanos. Pero muchas otras personas, a las que la vida les ha dado prácticamente todo lo necesario para ser felices y para ser una influencia benéfica sobre su entorno, toman voluntaria, o al menos inconscientemente, caminos equivocados en esa búsqueda de la felicidad, caminos que acaban siempre en el mismo precipicio infranqueable.
Eso es lo que ocurre, por ejemplo, cuando hacemos de la búsqueda del dinero el principal objetivo de nuestros afanes, algo que por desgracia es una especie de epidemia en nuestra sociedad. Cuando hacemos eso no estamos teniendo en cuenta que hay cosas incompatibles entre sí, como son el desentendernos de los demás, el “pasar” de tantas injusticias como hay en nuestro mundo y, al mismo tiempo, gozar de la más profunda y serena satisfacción a la que puede acceder el ser humano. Podemos optar por poner guantes en nuestras manos y callos en nuestros corazones, de modo que las miserias de la vida no nos duelan tanto. Pero con tales corazas defensivas perderemos también nuestra sensibilidad. No podemos pretender protegernos con unos guantes y disfrutar a la vez de la ternura de una caricia. Son cosas incompatibles.
Aplicando este mismo análisis no ya al pequeño ámbito de lo individual sino al de la política y la economía globales, podríamos recordar aquellas palabras del Juez del Tribunal Supremo de Estados Unidos, Louis D. Brandeis: “Podemos tener democracia, o podemos tener la riqueza concentrada en pocas manos, pero no podemos tener ambas”. Hizo lúcidas y valientes declaraciones como estas hace ahora un siglo, precisamente cuando nacía la Reserva Federal, violando con nocturnidad y alevosía la constitución estadounidense que prohibía la creación de un Banco Central en manos privadas. Fue entonces cuando, desde mi punto de vista, empezó a torcerse todo, cuando se sembró la semilla de los trágicos tiempos que vivimos ahora. En aquellos mismas fechas, alguien como Albert Einstein también consideraba que precisamente esa concentración de la riqueza y el poder era la verdadera fuente del mal. Y ello sin referirnos a otras personalidades anteriores, como Karl Marx, que medio siglo antes ya había publicado El Capital.
Me he querido referir al ámbito político porque en la actualidad la concentración de la riqueza y el poder ha llegado en nuestros días a ser tan excesiva y demencial, que no podemos enfrentarla solo con asistencialismo o voluntariado. Si, al igual que mahatma Gandhi, queremos ver felices hasta el más pequeño de nuestros semejantes, seguramente algunos de los más capaces y generosos de entre vuestra generación tendrán que hacer lo mismo que él hizo: atreverse a avanzar en el ámbito de la política. En junio de 2011 en un artículo al que titulé “Los errores que nos están conduciendo hacia el desastre”, enumeré los que considero que son nuestros cinco errores principales:
“1º El desinterés por acceder a una información veraz sobre las causas y la gravedad de la situación. 2º El espejismo de que las ‘lejanas’ y cada vez más numerosas guerras no nos afectan directamente. 3º La sensación de impotencia frente esta situación. 4º La ilusión de que es posible una política sin dignidad. 5º La fantasía de que es posible la dignidad sin la política.”
Ese paso adelante de mahatma Gandhi en el compromiso político es el que también dio alguien ya más cercano a nosotros: Martin Luther King. Siempre suelo repetir que sus últimas palabras públicas, pronunciadas la misma noche antes de su asesinato, así como la filmación de esa escena, son una joya del patrimonio espiritual de la humanidad. Yo les facilito a continuación la transcripción de ellas, pero esa escena debe ser vista:
“Se nos vienen días difíciles. Pero ahora no me importa, porque he estado en la cima de la montaña. No me importa. Como a cualquier persona me gustaría vivir una larga vida. Pero eso no me preocupa ahora. Yo solo quiero hacer la voluntad de Dios. Y Él me ha permitido subir a la montaña. Y he mirado y he visto la Tierra Prometida. Puede que no llegue allí con ustedes. Pero quiero que sepan esta noche que nosotros, como pueblo, llegaremos a la Tierra Prometida. Así que esta noche estoy feliz, no me preocupa ninguna cosa. ¡No le temo a ningún hombre! ¡Mis ojos han visto la gloria de la venida del Señor!”
¿Han visto ustedes un momento tan pleno como este momento final de Martin Luther King en la vida de aquellos que nunca arriesgan su propio bienestar por los demás y su propia seguridad por la verdad y la justicia? ¿Han visto mayor libertad interior e intensidad de vida? Yo no. Pues esto debería indicarnos el camino de la más auténtica y profunda felicidad.
Pero, al igual que tantos otras personas generosas y valientes, estos dos líderes de la no violencia no solo tuvieron una vida plena sino que cambiaron muchas cosas de nuestro mundo. En especial abrieron muchas mentes y muchas conciencias. Es la ley de la multiplicación del bien que la generosidad provoca siempre. La generosidad que multiplica es el tercero de los cinco principios superiores que he elaborado a partir de las vidas y el mensaje de estos líderes.
Gracias a la ciencia, y en especial a la física, estamos descubriendo un Universo asombroso. Se trata de un modelo o paradigma más amplio y unificado, se trata de una comprensión cada vez más profunda de la realidad. Cuando vamos más allá de nuestro ámbito cotidiano, tanto hacia lo extraordinariamente grande en el espacio-tiempo como hacia lo extraordinariamente pequeño en el mundo cuántico, tanto hacia lo demasiado lejano como hacia lo demasiado íntimo, descubrimos un ámbito nuevo y más amplio regido por unas leyes sorprendentes: los relojes van más despacio si se viaja a muy altas velocidades o si se está cerca de una poderosa masa, el espacio-tiempo se curva por efecto de la masa, las partículas se comportan como ondas dependiendo del observador, los electrones están al mismo tiempo en todas partes de su propia órbita y en ninguna…
Algo muy semejante sucede en el ámbito de lo humano: cuando se trascienden tantas trivialidades y mezquindades cotidianas, cuando permitimos que la magnanimidad (el término magno no significa otra cosa que grande) se vaya adueñando de nuestra vida y destino, o cuando nos atrevemos a sumergirnos en el misterio más íntimo de la existencia (nuestro yo más profundo, la conmovedora fragilidad de nuestros seres queridos, el misterio del sufrimiento de la humanidad…), se nos abre también un ámbito extraordinariamente amplio y profundo, gobernado por unas leyes tan diferentes de las habituales que no son fácilmente reconocidas ni aceptadas, unas leyes que podríamos calificar de prodigiosas, o como mínimo, de sorprendentes.
Son unas leyes capaces de producir el “milagro” de la multiplicación desproporcionada de nuestros pequeños esfuerzos; el “milagro” de la multiplicación del bien frente al mal; el “milagro” de encontrar paradójicamente nuestra propia felicidad en el momento mismo de condicionarla a la felicidad de los más desvalidos; el “milagro” de que el más pesado de los yugos, la renuncia a nosotros mismos (una carga que es superior a nuestras propias fuerzas), se vuelva suave y ligero en el mismo momento en el que lo aceptamos y confiamos en que una Fuerza superior nos ayude a llevarlo. Son unas leyes capaces incluso de producir el “milagro” de que hasta el más pequeño de todos nosotros pueda cambiar el curso de la historia. Sin su ayuda no habrá manera de enfrentarse a aquellos otros poderes (económicos, mediáticos y militares) que parecen dominar nuestro mundo de un modo abrumador. Pero si nos dejamos conducir por ellas veremos auténticas revoluciones.
En uno de sus últimos libros,[3] el conocido escritor (autor de decenas de libros), teólogo (uno de los más destacados partidarios de la teología de la liberación) y político nicaragüense (ministro de Cultura tras la Revolución Nicaragüense, en julio de 1979) Ernesto Cardenal Martínez, se refiere tanto a la actual rebelión ciudadana (protagonizada sobre todo por los jóvenes) “contra la guerra, el neoliberalismo y la globalización” como a la confianza en que “otro mundo es posible”, y tras incluirlas en el dilatado marco de la evolución de las especies, finaliza así el capítulo titulado “Somos polvo de estrellas”:
Es la evolución la que está haciendo aparecer a todos estos hombres y mujeres con una preocupación por mejorar el mundo como nunca se había tenido antes. Es una aceleración de la evolución, y es la evolución haciéndose cada vez más y más consciente. Todos somos productos de un mismo Big Bang, desde las sub-partículas más simples que fueron las primeras en juntarse hasta las sociedades humanas más complejas que se siguen juntando. Y no sería científico pensar que nosotros somos ya el final de la evolución. El caballo tiene sesenta millones de años. Mientras que el hombre sólo tiene como dos millones de años, el Homo sapiens menos de cien mil años, y la civilización –con el invento de la agricultura y la domesticación de los animales- apenas diez mil años. ¿Podemos imaginar lo que será la humanidad dentro de diez mil años? ¿Y dentro de cien mil años? ¿Y dentro de un millón de años? ¿Cómo se puede decir entonces que estamos al fin de la historia, o que ya llegamos al final de las utopías?
La evolución tiene reversibilidades y retrocesos, pero después sigue el avance aunque sea por otros caminos.
Todo, desde el ojo de un niño africano desnutrido hasta las manifestaciones multitudinarias de un pueblo que, aquí en Catalunya, quiere tomar en sus manos las riendas de su destino soberano, es la prodigiosa manifestación de un Élan vital misterioso, de una Fuerza invisible e incomprensible a la que algunos nos dirigimos con una exclamación que surge desde nuestras entrañas: ¡Oh, Dios mío! A medida que la conciencia se vuelve más plena, el profundo anhelo de felicidad que nos mueve a todos se va transformando cada vez más en empatía con todos los seres, en misericordia entrañable, en hambre y sed de justicia y paz, en poderosa fuerza moral. Es indiferente que seamos creyentes o no, budistas, musulmanes o cristianos. En la parábola del juicio final,[4] es el mismo Jesús el que se lo explicó a los suyos:
“[…] tuve hambre y me disteis de comer, tuve sed y me disteis de beber, fui forastero y me recibisteis, anduve sin ropa y me vestisteis, caí enfermo y me visitasteis, estuve en la cárcel y vinisteis a verme.’ Entonces los justos preguntarán: ‘Señor, ¿cuándo te vimos hambriento y te dimos de comer, o sediento y te dimos de beber? ¿O cuándo te vimos forastero y te recibimos, o falto de ropa y te vestimos? ¿O cuándo te vimos enfermo o en la cárcel, y fuimos a verte?’ El Rey les contestará: ‘Os aseguro que todo lo que hicisteis por uno de estos hermanos míos más humildes, por mí mismo lo hicisteis’.”
Creo que esa importante transformación personal y colectiva, que cada vez es más urgente en este mundo nuestro en estado crítico, se juega fundamentalmente en el ámbito de la empatía con el sufrimiento de cualquier criatura, en el de la fascinación ante la belleza esencial de todo cuanto existe, en el de la sensibilidad ante la justicia, la verdad y la bondad. Nuestra mirada capta el mundo pero también, a la vez, lo transforma. Acabo ya del mismo modo como acabo mi citado último libro:
La realidad no es algo que esté “ahí afuera”, sólida e inamovible. No solo lo afirman numerosas tradiciones espirituales milenarias sino también, ya en el siglo XX, la física: el observador altera siempre lo observado, lo altera incluso solo por el hecho de observarlo. La dignidad y la generosidad aún cuentan. El antónimo de la bella palabra utopía no es realismo [como muchos piensan] sino mezquindad. Y sus sinónimos, igualmente hermosos, son empatía, magnanimidad, fe y coraje. No hay observadores neutros de la realidad.
[1] John D. Barrow y Frank J. Tipler. Oxford University Press, 1986.
[2] Página 230.
[3] Este mundo y otro, Editorial Trotta SA, 2011. Páginas 73-74.
[4] Mt. 25, 31-46