Desde que, hace ahora medio siglo exactamente, (impactado por la terrible realidad de las guerras y del sufrimiento de los países más empobrecidos en un mundo con un exorbitante gasto militarista) empecé a quedar fascinado por la doctrina y el movimiento de la No violencia, siempre me ha llamado la atención un fenómeno muy propio de nuestro Occidente secularizado.
Por una parte, muchos de aquellos que se sienten atraídos por la espiritualidad no suelen darse a la acción política. No porque se trate de una vocación a la que no se sienten llamados. Cosa absolutamente respetable. Sino porque, con demasiada frecuencia, la consideran un activismo de naturaleza inferior, un activismo demasiado mundano. Lo cual delata, desde mi punto de vista, que su espiritualidad es más bien un espiritualismo desencarnado en el que no ha sido integrada una dimensión, la política, que nos configura como seres sociales que somos. Un espiritualismo en el que el sufrimiento de los más oprimidos y más desamparados no es lo suficientemente central como para llevarnos al descubrimiento de que en la política se juega la consecución o no de un mundo más justo y en paz.
Pero, por otra parte, en el mundo del accionar político se considera con demasiada frecuencia que las “creencias” y sobre todo las experiencias que podríamos llamar místicas, deben permanecer en el ámbito de lo privado. Hasta el punto de que no es bien visto ni se considera muy realista el referirse públicamente a ellas y el mezclarlas con las puras y duras realidades sociopolíticas. Aunque lo más desconcertante de todo es que muchos de quienes así piensan saben que los maestros de la No violencia fueron auténticos místicos y que hicieron públicas sus más íntimas experiencias espirituales, pero que al mismo tiempo su lucha política fue modélica y los resultados de ella merecen gran respeto.
El problema viene cuando se trata de aceptar que esos maestros jamás lo hubiesen sido sin la fuerza interior que manaba, como un torrente, de tales experiencias. Y, sobre todo, el problema viene cuando se trata de acepar la esencialidad de esa dimensión mística no en tales personalidades tan reconocidas universalmente, ya alejadas en el tiempo e incluso idealizadas, sino en el hoy y el aquí de nuestras propias luchas por la justicia y la paz. Me he encontrado con frecuencia con el hecho de que las mismas personas que respetan a Martin Luther King, o a Pere Casaldàliga y a Ramon Llull en nuestro ámbito más local, reaccionan con incomodidad cuando se afirma que ellos son incomprensibles sin sus experiencias místicas cristianas. O cuando, en mitad de nuestras propias luchas, se recurre a aquella misma dimensión espiritual que era la que sostenía a aquellos gigantes.
No es casual que nuestro íntimo amigo y maestro en la práctica de la No violencia, premio Nobel de la Paz en 1980, Adolfo Pérez Esquivel, escogiese para su biografía el título de El Cristo del poncho. Adolfo puede ser considerado un “soñador” al estilo de mahatma Gandhi y de Martin Luther King (“He tenido un sueño…”). Un “soñador” profundamente realista. Como lo fueron también ellos. Por más que, al tratarse de unos visionarios y seres humanos excepcionales, su vida y su mensaje sean desconcertantes para quienes se mueven en un realismo demasiado chato. Su “sueño” del Cristo del poncho fue una anticipación del futuro, un “sueño” premonitorio que nos muestra que la realidad es un continuum espaciotemporal, como lo formuló Albert Einstein. El hecho de que este “sueño” haya dado título a su libro biográfico, es un indicador de la centralidad que tuvo para Adolfo tal visión. Lo explica él mismo en un destacado lugar de dicha obra:
«En uno de mis primeros viajes a Ecuador, me sucedió que tuve un sueño: yo veía un Cristo en cruz revestido de un poncho. Más tarde, en una de las fraternidades de Charles de Foucauld, al entrar en la capilla, descubro sobre la pared el Cristo del poncho que yo había visto en el sueño. Desde entonces, esa imagen me ha acompañado siempre. Tras mi salida de la prisión de La Plata, me puse a pintar el Cristo del poncho. Es el Cristo de los pobres, el Cristo sin rostro, sin manos y sin pies. Pero su rostro, sus manos y sus pies, son los de los indios y los campesinos de América Latina.»
La referencia pública a realidades espirituales en mitad del fragor de la lucha política, el recurrir a cosas como el juicio de Dios o a su intervención en la Historia en favor de la justicia y derrocando a los poderosos (evangelio de Lucas 1, 56), casi siempre provocan reticencias, o incluso claro rechazo. Hasta entre cristianos practicantes, que a todo lo largo del año litúrgico escuchan textos proféticos o del Nuevo Testamento, que mucho tienen que ver con todo esto. “Ahora dejemos el Evangelio y pasemos a la realidad”, decía un sacerdote amigo para ironizar sobre la gran incoherencia evangélica de los cristianos. O como, mucho más en serio, afirman demasiados teólogos, “Una vez creado el mundo, con sus propias leyes y dinámicas evolutivas, Dios ya no interviene directamente ni en el Universo ni en la Historia”. Lástima, ellos se lo pierden. Lo peor es que confunden y escandalizan a los anavim, los “pequeños” e indefensos. Porque Dios realmente escucha nuestras plegarias e interviene en nuestras vidas. El caso concreto de Martin Luther King puede ejemplificarlo perfectamente.
La plegaria sigue siendo practicada también hoy por multitud de personas en nuestro mundo racionalista y positivista, de ciencia y tecnología, en el que existe tanto desprecio hacia la religión e incluso hacia la espiritualidad. Muchas de esas personas, por cierto, han sido y son unos realistas, desinteresados y tenaces luchadores por un mundo más justo. Como Martin Luther King, que en el capítulo décimo de su autobiografía, a la que tituló La fuerza de amar, relató cómo, en el momento culminante de su vida, oró al Señor desde lo más hondo y Él lo cambió radicalmente todo, bendiciendo para siempre su misión de luchar por la justicia y la verdad:
«Después de un día particularmente fatigoso, me fui a acostar muy tarde. Mi mujer ya se había dormido y yo empezaba a hacerlo cuando sonó el teléfono. Una voz irritada dijo: ‘Escucha, negro, hemos tomado medidas contra ti. Antes de la semana próxima maldecirás el día en que llegaste a Montgomery’. Colgué, pero ya no pude dormir. Parecía como si todos los temores me hubiesen caído encima a la vez. Había alcanzado el punto de saturación.
Salté de la cama y empecé a ir y venir por la habitación. Finalmente entré en la cocina para calentar un poco de café. Ya estaba dispuesto a abandonarlo todo. Intenté pensar en la forma de esfumarme de todo aquel tinglado sin parecer un cobarde. En este estado de abatimiento, cuando mi valor ya casi había muerto, determiné presentar mi problema a Dios. Con la cabeza entre las manos, me incliné sobre la mesa de la cocina rezando en voz alta. Las palabras que dije a Dios aquella noche están aún vivas en mi memoria: ‘Estoy aquí tomando partido por lo que creo es de justicia. Pero ahora tengo miedo. La gente me elije para que los guíe, y si me presento delante suyo falto de fuerza y valor, también ellos se hundirán. Estoy en el límite de mis fuerzas. No me queda nada. He llegado a un punto en que ya me es totalmente imposible enfrentarme yo solo a todo’.
En aquel instante experimenté la presencia de la Divinidad como jamás la había experimentado hasta entonces. Parecía como si pudiese sentir la seguridad tranquilizadora de una voz interior que decía: ‘Toma partido a favor de la justicia, pronúnciate por la verdad. Dios estará siempre a tu lado’. Casi al momento sentí que mis temores desaparecían. Desapareció mi incertidumbre. La situación seguía siendo la misma, pero Dios me había dado la tranquilidad interior.
Tres noches más tarde pusieron una bomba en mi casa. Por extraño que parezca, acogí con tranquilidad el aviso de bomba. Mi experiencia con Dios me había dado nuevo vigor y nuevo empuje. Ahora sabía que Dios nos puede dar los recursos interiores necesarios para enfrentarnos con las tempestades y los problemas de la vida.
[…] Cuando las nubes bajas ensombrezcan nuestros días y las noches se hagan más oscuras que mil medias noches, recordemos que existe en el universo un Poder grande y bondadoso, cuyo nombre es Dios, que puede encontrar un camino donde no lo hay y transformar los ayeres lóbregos en mañanas esplendorosas. Él es nuestra esperanza para convertirnos en hombres mejores. Este es nuestro mandato para intentar hacer un mundo mejor.»
Sin dejar aún el caso particular de Martin Luther King vamos llegando así a la cuestión central de este artículo: ¿Cómo podemos dejar de pensar que lo que él pretendió tan solo ha quedado finalmente en pura utopía? Es cierto que con su propio sacrificio se consiguió el derecho al voto para los negros. Pero, mediante otros mecanismos más complejos y sutiles, se sigue logrando el sometimiento de los negros, su exclusión social, su masificación en las cárceles, etc. Y probablemente para Martin Luther King peor aún que eso sería el hecho de la traición de muchos de los suyos: Condoleezza Rice, Barack Obama… Traición en aquello que él consideraba aún más grave que la falta de derechos civiles: las guerras de agresión de Estados Unidos y su armamentismo descontrolado: “Una nación que gasta más dinero en armamento militar que en programas sociales se acerca a su muerte espiritual”.
Pero no: a pesar de todo, su “sueño” no se quedó tan solo en una utopía irrealizada. Los tiempos de Dios son los evolutivos, no los personales. Mahatma Gandhi lo sabía bien: “Debemos hacer lo que nos corresponde y dejar en manos de Dios el resto. La plegaria ha salvado mi vida”. Esa fue la única respuesta que fui capaz de dar a Victoire Ingabire Umuhoza cuando me hizo la confidencia de que estaba turbada por el temor de que, al entrar en Ruanda, de nuevo se desencadenasen matanzas masivas en el caso de que ella fuese asesinada. Y aunque este artículo esté centrado en ella, ya que la conozco bien y ya que ahora vuelve a estar en peligro, en mi mente y corazón están también en este momento muchos otros ruandeses. Especialmente algunos a los que he tenido el honor de conocer, creyentes convencidos y que actualmente sufren prisión. Como Deo Mushayidi o Paul Rusesabagina.
Aunque todo esto tiene una dimensión de sacrificio personal que es inasumible para casi cualquier ser humano. Sin la gracia divina, ese supuesto triunfo de la justicia en un utópico Mundo Nuevo futuro es, si en realidad algún día llega, algo demasiado etéreo en un tiempo demasiado dilatado como para fundamentar en él la entrega absoluta de nuestra propia vida. Y menos aún nuestra felicidad. Sin embargo esto tampoco es algo cierto y, mucho menos, algo cristiano. Para probarlo, acabo ya con las últimas palabras públicas de Martin Luther King, pronunciadas la misma noche de su asesinato. Palabras que evidencian que ese sacrificio personal es más bien una plenitud personal colmada hasta de un consuelo incomprensible, inimaginable para quienes no están dispuestos a dar semejante paso. Un consuelo que, hablando de realismo, es por cierto mucho más real que la casi totalidad de las cosas que solemos considerar reales. Aquellas palabras y la filmación de aquella escena son una joya, un verdadero patrimonio espiritual de la humanidad:
“Se nos vienen días difíciles. Pero ahora no me importa, porque he estado en la cima de la montaña. No me importa. Como a cualquier persona me gustaría vivir una larga vida. Pero eso no me preocupa ahora. Yo solo quiero hacer la voluntad de Dios. Y Él me ha permitido subir a la montaña. Y he mirado y he visto la Tierra Prometida. Puede que no llegue allí con ustedes. Pero quiero que sepan esta noche que nosotros, como pueblo, llegaremos a la Tierra Prometida. Así que esta noche estoy feliz, no me preocupa ninguna cosa. ¡No le temo a ningún hombre! ¡Mis ojos han visto la gloria de la venida del Señor!”
Basta ver el rostro de Martin Luther King o el de Victoire Ingabire Umuhoza, liberada por fin de su encarcelamiento de ocho años en una pequeña y oscura celda y aún en situación de extremo peligro para su vida; basta ver la serenidad, fuerza y dignidad que ambos irradian, dispuestos al sacrificio de su vida; basta escuchar como ambos se refieren a sus profundas convicciones espirituales (con total libertad frente a los convencionalismos políticamente correctos de nuestras sociedades y a las arrogantes peroratas de nuestros racionales intelectuales)… para comprobar que ellos, en sus difíciles situaciones personales, están mucho mejor interiormente que “los grandes” de la realpolitik o que todos aquellos que depositan en estos “grandes” una autoridad que en realidad no detentan; para comprobar que ellos, los “soñadores”, son los verdaderos realistas; para comprobar que su “ineficaz” fidelidad a lo que mahatma Gandhi llamaba la suave voz interior es la que al final cambia el curso de la historia para beneficio de todos, incluidos los prudentes y sensatos que no fueron capaces de captar la grandeza de sus extrañas, conflictivas, utópicas y místicas vidas.