Se dice que el Parlamento es la cámara de la soberanía popular. Allí donde se sientan los representantes elegidos por el Pueblo, los cuales, a su vez, eligen al presidente del Gobierno. Los diputados y senadores «de inviolabilidad por las opiniones manifestadas en el ejercicio de sus funciones», según establece el artículo 71.1 de la Constitución Española. El objetivo de esta prerrogativa, establecida en prácticamente todas las constituciones de las democracias parlamentarias, es preservar la independencia de los representantes electos. Independencia de la Monarquía, en el caso de las monarquías parlamentarias, e independencia del Poder Judicial. El parlamentarismo, además, defiende que en el Parlamento se ha de poder expresar y defender con total libertad cualquier opinión, por estrambótica que pueda parecer. De eso se trata, que los parlamentarios electos puedan trasladar al resto de la Cámara las propuestas y opiniones que les han delegado sus electores.

La semana pasada tuvo lugar en el Congreso de los diputados la solemne sesión constitutiva de la nueva legislatura. Una sesión en la que los diputados electos juran o prometen acatar la Constitución. Ya es tradición, tanto en las Cortes Generales como en diferentes parlamentos autonómicos y ayuntamientos, que algunos electos acaten la Constitución utilizando alguna fórmula que ponga el énfasis en la defensa de algún rasgo diferencial. Las más comunes son «por imperativo legal», o «sin renunciar al derecho de autodeterminación». Fórmulas, por cierto, declaradas perfectamente constitucionales por sentencia del mismo Tribunal Constitucional.

Pues bien, dicha sesión constitutiva del Congreso se convirtió en un gran escándalo, tanto por la algarabía organizada por buena parte de las llamadas «señorías», como por el desprecio a los valores del parlamentarismo. Cuando los diputados de ERC y de Junts per Catalunya tomaban la palabra para acatar la Constitución, utilizando fórmulas particulares, los gritos, los insultos, los golpes sobre los escaños y las patadas impidieron que se pudiera escuchar la voz de los representantes de buena parte de los electores. La sensación que describió uno de estos diputados, Jordi Turull, fue «de ambiente de taberna». Empezaron los diputados de Vox, la extrema derecha, secundados de manera entusiasta por los diputados de Ciudadanos y del Partido Popular. Entre todos consiguieron tapar las voces de diputados que representan a más de un millón y medio de ciudadanos, y esto es imperdonable en una democracia.

Aún peor es el odio que transmiten determinadas actitudes, especialmente de Rivera, totalmente crispado, fuera de sí, señalando con el dedo a los diputados soberanistas, con una falta absoluta de educación. Tal es la imagen que esta nueva derecha transmite al conjunto de la sociedad. Si nuestros representantes en el Congreso gritan, insultan, hacen todo el ruido posible con golpes y patadas, con este ejemplo ¿qué puede pasar en las tabernas cuando se produzcan discusiones políticas, o de cualquier tipo?

Para redondear el esperpento en que se está convirtiendo la política-justicia española, finalmente la Mesa del Congreso acordó suspender a los diputados que están siendo juzgados en el Tribunal Supremo. Unos diputados electos –presuntamente inocentes hasta que no sean condenados– han sido suspendidos, no por un tribunal, ni por el Pleno del Congreso, simplemente por la Mesa, que sólo es un órgano de gobierno de la Cámara. De paso, se han alterado las mayorías parlamentarias. Se ha manipulado la voluntad popular. Y todavía no lo hemos visto todo. El próximo capítulo tratará de cómo se impide a Puigdemont y Junqueres ejercer de eurodiputados.