El pasado sábado 8 de febrero, justamente dos días antes del fallecimiento de Diana Garrigosa (que junto a su esposo Pasqual Maragall vivía en la parte trasera del Archivo Joan Maragall), mi esposa Susana, Joan Casòliva y yo visitamos esa casa-museo en la que vivió el gran poeta catalán, abuelo de Pasqual, ex president de la Generalitat. Era una invitación especial de Pere, el hermano menor de Pasqual. Junto a su esposa Nuria disfrutamos de unas maravillosas horas. En un momento dado, Pere, conocedor del hecho de que yo fui el tercer objetor de conciencia español (sin contabilizar a los testigos de Jehová), nos recomendó encarecidamente que no dejásemos de ver la película Vida oculta y nos explicó escuetamente el argumento: la impresionante historia del austriaco Franz Jägerstätter, objetor de conciencia, que se negó a luchar para los nazis durante la Segunda Guerra Mundial y acabó siendo ejecutado por ellos en 1943; pero en el año 2007 Franz fue declarado mártir y beatificado por la Iglesia. Así que, hicimos un hueco en nuestra agenda y el domingo siguiente bajamos a Palma… al cine, como hacíamos años atrás.

En esta extraordinaria película de Terrence Malick queda ejemplificado (como pocas veces he visto ya sea en el ámbito literario o en el cinematográfico) lo que en mi libro Los cinco principios superiores califico como el quinto y más elevado de esos cinco principios: la fidelidad gratuita e “ineficaz” a aquello que mahatma Gandhi llamaba la suave voz interior. O en otros términos menos místicos: la dignidad. O en otras palabras más fáciles de entender para mucha gente: el hacer siempre lo correcto, sean las que sean las consecuencias. Muy pocos entienden hoy el gran poder de esa ley superior al igual que casi nadie entendió en su momento la grandeza del “ridículo” posicionamiento de Franz y de su “absurda” obstinación. Bastaba poner su firma bajo un texto en el que se prometía lealtad a Adolf Hitler para poder seguir actuando, desde un hospital, por ejemplo (tal y como le proponían), de un modo posibilista y “realista”  frente al nazismo que dominaba en Austria. De un modo “pragmàtic”, como dicen ahora algunos independentistas catalanes. Ahora que incluso políticos que antes fueron del Partido Socialista de Cataluña (que, por tanto, antes solo se consideraban autonomistas o federalistas) apuestan decididamente por el independentismo. Como seguramente sería el caso del ex president Pasqual Maragall (otro líder digno que también fue abandonado por los suyos, el PSOE, en un momento crítico), si no sufriese la enfermedad de Alzheimer.

La dramática lucha interior de Franz y de su esposa Fani así como la tremenda soledad que vivieron, rechazados por todos, son tratadas magistralmente. Los posicionamientos tanto por parte del “prudente” sacerdote de su católico pueblito de no más de 500 habitantes, Sankt Radegund, en los espectaculares Alpes austriacos, como por parte del obispo católico de Salzburgo, que podría ser calificado casi de colaboracionista, a los que un angustiado Franz pedía consejo, son para mí uno de los momentos más reveladores de la película. Muchos nos auto calificamos como cristianos y creemos entender perfectamente todo lo que vivió Jesucristo. Pero, en realidad, estamos repitiendo los mismos comportamientos de quienes lo dejaron solo en el momento decisivo.

Seguro que, frente a las cobardes razones del obispo, Jesús habría reaccionado con la misma dureza que reaccionó frente Pedro, cuando este no entendía que el maestro debía ser fiel a su trágica misión: “Apártate de mí Satanás. Tus pensamientos no son los de Dios, sino los de los hombres” (Evangelio de san Mateo 16, 23). La película acaba con una cita que coincide plenamente con aquello que yo catalogo como el primer principio superior: todo está profundamente interrelacionado. La cita es de George Eliot, pseudónimo de Mary Ann Evans: “que el bien siga creciendo en el mundo depende en parte de actos […] de aquellos que vivieron fielmente una vida oculta y descansan en tumbas que nadie visita”.

Así pues, el domingo 16, en el cine, nos sumergimos en una realidad tan interpelante como la del Evangelio. Pero al día siguiente, el lunes 17, la realidad cotidiana no lo era menos: Kizito Mihigo, el músico más conocido de Ruanda, había sido asesinado en la prisión. De las prisiones y campos de exterminio nazi, con sus muchos millones de víctimas inocentes, pasamos abruptamente a los grandes crímenes actuales del monstruo Paul Kagame, igualmente con millones de víctimas. La diferencia, la dolorosa diferencia, es que nuestro mundo conoce ya muy bien quien fue y qué hizo Adolf Hitler, pero Paul Kagame sigue gozando aún de las mismas numerosas complicidades y sumisiones de las que gozó en su momento el monstruo nazi. Claman al cielo los frecuentes y grandes honores que sigue recibiendo en Occidente este engendro que nada tiene que envidiar al mismo Adolfo Hitler en lo que a perversión se refiere. El siguiente espaldarazo de sus padrinos anglosajones será en junio: la próxima reunión de los 53 presidentes de la Commonwealth será en Ruanda y Paul Kagame ostentará la presidencia durante los próximos dos años.

El lunes 17 el monstruo dio un paso más en su delirio. El gran delito de Kizito Mihigo: una canción-plegaria por todas las víctimas (hutus y tutsis). Con lo cual cuestionó el núcleo de la gran mentira que sostiene a esa dictadura infernal: en Ruanda existen unas víctimas, los tutsis, y unos genocidas, los hutus. Y con las imágenes aún frescas de la película, en la que la soledad de Franz me hería en lo más hondo, una de las primeras sensaciones que me invadieron, tras conocer la noticia del asesinato de Kizito Mihigo, fue esta: ¡Qué triste que en marzo del 2017 el papa Francisco pidiese perdón por el genocidio de los tutsis al mayor responsable de él, Paul Kagame, apuntalando la ya tambaleante gran mentira oficial que lo sostiene y perpetuando así su impunidad y sus crímenes! ¡Qué triste que los sucesores de Pedro (que acabó dando su vida generosamente) lleguen siempre tarde! ¡Ojalá que un día el Cristo resucitado nos salga al encuentro, nos seduzca con su luz y retornemos hacia las víctimas! Como le salió al encuentro a Pedro en la Via Appia, marchando hacia Roma, mientras Pedro huía de ella, al igual que había hecho antes en Jerusalén. ¡Ojalá que, al igual que Pedro, nos atrevamos a preguntarle: “¿Quo vadis, Domine (A dónde vas, Señor)?”. Ojalá que le escuchemos cuando Él nos responda: “A Roma, la ciudad que tú abandonas, para hacerme crucificar de nuevo”! ¡Ojalá que nos conceda la decisión y la fuerza necesarias para seguirle!

Sigo rogando a Dios que desenmascare al entorno que tiene engañado al papa Francisco y le haga entender que lo que ocurrió en el Chile de Victor Jara y en la Argentina de Jorge Cafrune está sucediendo ahora en Ruanda y Congo. Kizito Mihigo era de Kibeho. Durante la primavera de 1994 su familia fue allí diezmada por los extremistas hutus. Pero en abril de 1995 Paul Kagame cometió también allí mismo atrocidades mucho mayores aún: en un par de días asesinó a unos 8.000 civiles hutus ante los cascos azules impávidos, que en teoría custodiaban el campo de desplazados bajo la bandera de la ONU. La carnicería fue semejante a la de Srebrenica, pero totalmente silenciada.

A Victor Jara le rompieron los dedos y le cortaron la lengua, pero su noble voz y los bellos acordes que sus dedos liberaron de las cuerdas de su guitarra siguen resonando por siempre en el universo. Jorge Cafrune selló su condena a muerte cuando en el festival de Cosquín de enero de 1978 desobedeció las normas de la dictadura y cantó la prohibida Zamba de mi esperanza. Fue su última intervención. Poco después fue atropellado por una camioneta cuando cabalgaba en una marcha de homenaje al liberador de Argentina, Chile y Perú, el general San Martín. Cabalgando ya para siempre en los espacios infinitos, su voz profunda jamás dejará de sonar en nuestros corazones. Parecían ser los perdedores. Sin embargo, todos los asesinos de uno y otro han desaparecido ya de la escena, en la mayor deshonra. Y la esperanza, que nunca morirá, sigue inspirando a nuevos héroes como Kizito Mihigo.

En una foto que ya circula por Internet puede verse en el suelo el cadáver del “suicida” Kizito que “se ahorcó con las sábanas en su celda”: los brazos atados a sus espaldas a la altura de los codos y la caja torácica rajada de arriba a abajo. Es el akandoyi, el ancestral y terrible método de los Inkotanyi (la casta de guerreros de la minoritaria aristocracia tutsi) para asesinar a la plebe hutu. El cruel método cuyo solo nombre los aterroriza: con los brazos atados en la espalda y el vientre bien expuesto, los golpes de azada, agafuni, dividen la caja torácica en dos (como se carnea al ganado abriéndolo en canal). Al igual que los aterroriza el nombre de Inkotanyi. Los “cultos” occidentales ignoramos todo esto, nuestros magníficos grandes medios no informan sobre nada de esto. Pero el estado del cadáver de Kizito es todo un mensaje, un aviso, es la firma de los Inkotanyi. Por eso tampoco entendimos nunca que sin el terror al retorno del antiguo sometimiento que los guerreros del FPR-Inkotanyi impondrían tras su avance a sangre y fuego, jamás se hubiese producido el genocidio de los tutsis en la primavera de 1994.

La cúpula criminal que domina Ruanda desde julio de 1994 es especialista en lograr que este tipo de “mensajes” de dominación por el terror sean exclusivamente para consumo interno ruandés mientras en el ámbito internacional consiguen imponer sus repugnantes mentiras gracias al poder mediático y político de sus grandes padrinos. Así por ejemplo, de puertas adentro se jactan de haber “descendido” a Ikinani, el apodo que las gentes del FPR daban a quien era el “padre de la patria” para la mayoría de ruandeses, el presidente Juvénal Habyarimana. Entre tanto, han expandido por todo el mundo la versión de que el doble magnicidio que desencadenó el genocidio el 6 de abril de 1994 fue obra del núcleo duro del propio entorno del presidente. Junto a la violencia y la crueldad, la mentira y la manipulación son para estas gentes valores fundamentales. Es la ancestral cultura de la ubwenge de la casta feudal y ahora en la cúpula criminal del FPR, el culto a la mentira y la manipulación que Pierre Péan se atrevió a dejar en evidencia. Y, por supuesto, muchos ruandeses, empezando en 1958 por el sacerdote tutsi Stanislas Bushayija. Mientras tantos en nuestro mundo son escépticos respecto a la fuerza de la verdad (el cuarto principio superior), la ahimsa tan predicada por mahatma Gandhi, los Inkotanyi y sus padrinos internacionales son bien conscientes de que tanto la verdad como la mentira son fuerzas muy poderosas.

Unos poderosos padrinos anglosajones patrocinaron a los grandes criminales del Plan Condor, que descabezó a las sociedades latinoamericanas e impuso el más duro neoliberalismo. Ahora son sus sucesores los que desde hace tres décadas apadrinan a Paul Kagame, que no solo descabezó a la sociedad ruandesa de líderes (políticos, sociales, religiosos, intelectuales) sino que aniquiló un increíble porcentaje del total de la población ruandesa y congoleña, llevando a cabo el expolio sistemático de los valiosos y estratégicos recursos naturales del Congo. Es lo que ahora llaman la responsabilidad de proteger a los pueblos oprimidos. Parece ser que últimamente los sabios y entendidos que sientan cátedra desde los grandes medios califican con frecuencia de hiperventilados a quienes ponen pasión frente a cosas como la mentira, la injusticia o el sufrimiento de los más desvalidos ¡Qué le vamos a hacer! Para algunos de nosotros eso no tiene remedio, ya que pretendemos seguir los pasos de un super ventilado que gritaba con fuerte voz calificativos como “raza de víboras” o “sepulcros blanqueados por fuera, pero llenos de carroña”.

Ya en 1973 el ministro López Rega, creador del grupo terrorista de la Triple A, supo verlo: «Cafrune es más peligroso con una guitarra que un ejército con armas». El sádico pero cobarde Paul Kagame también temía a Kizito Mihigo. Desde su total ceguera creerá haber acabado con él. Pero se equivoca. Son Kizito Mihigo y otros muchos valientes los que ya han acabado con él. Sus días están contados. Y no quisiera estar en su piel cuando le llegue su hora. Una hora que cada día está más cerca. Nuestros amigos ruandeses no deben olvidarlo. El monstruo prohibió y pretendió hacer desaparecer de la faz de la tierra la sentida canción-plegaria de Kizito El significado de la muerte. Y tenía razones para ello porque las palabras solo llegan a donde llegan, pero la canción-plegaria del nuevo mártir toca los corazones que a ella se abren.