¿Se acuerdan de la perturbadora escena de la película Gandhi de sir Richard Attenborough (premiada con ocho Oscars, incluyendo los de mejor película, mejor director y mejor actor) en la que el joven abogado Mohandas Gandhi recibe bastonazo tras bastonazo mientras una y otra vez levanta su brazo testarudamente para quemar las tarjetas de registro que eran obligatorias para los indios? Era la ley. La estaba infringiendo, por muy no violenta que fuese su actitud. Sus repetidos encarcelamientos eran plenamente legales. Sin embargo no recuerdo que Gandhi pidiese perdón por violar la ley. Durante siete años miles de indios fueron encarcelados y azotados por estas protestas. Algunos incluso murieron.
Con nuestra perspectiva de hoy diríamos que quienes deberían haber pedido perdón eran más bien las autoritarias y violentas gentes del gobierno del Transvaal sudafricano de 1906. El progreso de la humanidad se puede medir por ciertos hitos. Esos hitos son precisamente los cambios de las leyes injustas. El listado sería interminable: esclavitud, voto femenino, obligatoriedad del servicio militar… El crimen de todos estos casos: intentar forzar con acciones pacíficas el cambio de una legalidad injusta y agobiante. Hay gentes que parecen tener un serio problema de puro lenguaje o pura comprensión: no llegan entender que una cosa es legalidad y otra legitimidad. Señores… ¡qué son palabras distintas aunque se parezcan!
No hace mucho, hemos visto al papa Francisco pedir perdón a Paul Kagame por el odio de ciertos religiosos hutus. Pidió perdón a aquel que es el odio personificado, que lo proclama públicamente y que desencadenó con sus atroces crímenes el odio de los hutus extremistas. Y hace solo unas semanas a Oriol Junqueras pidiendo generosamente perdón al 20% de catalanes (que no tienen en cuenta al 80% que quieren un referéndum) por no haberlos tenido en cuenta. Si he de ser sincero, yo no acabo de entender este tipo de pacifismo. Aunque eso no significa gran cosa, puesto que yo siempre me he considerado tan solo un aprendiz de la no violencia. Sin embargo no recuerdo que mahatma Gandhi hiciese nunca algo parecido. Ni tampoco Jesús de Nazaret, que tanto le inspiró. Y que se encaró con aquel que lo había golpeado: “Si he hablado mal, muéstrame en qué; pero si he hablado bien, ¿por qué me pegas?” (Evangelio de Juan 18, 23).
Pero demos ahora un salto de bastantes décadas. Vayamos al Congreso de los Diputados en Madrid, el 23 de febrero de 1981. “¡Se sienten, coño!”, gritó el coronel Tejero aquel día. Histórica exclamación, reveladora del talante autoritario en el que demasiados millones de españoles crecieron y fueron moldeados. Esa histórica frase tiene en estos días otra equivalente, igualmente penosa, referida a los indultados: “¡Se arrepientan, coño!”. Y esto lo dicen quienes aceptarían el indulto con esa condición de petición de perdón y propósito de enmienda. De quienes quisieran que estos presos se pudriesen en la cárcel ya no vale la pena ni hablar. Paradoja pura: el agredido debe pedir perdón.
Por eso, de las muchas valiosas frases pronunciadas en estos días de indultos, hoy me quedo con la de Josep Rull: son ellos quienes deben pedir perdón. ¿Pedir perdón por haber sido apaleados, como lo fueron Gandhi y los suyos, o por las bárbaras condenas recibidas, como acaba de denunciar el Consejo de Europa? ¿Que la Constitución no es una ley cualquiera, sino el fundamento de todas ellas y por tanto no puede ser violada? Pues bastó una simple carta al presidente Zapatero de un simple lacayo de “aquellos que cuentan” (palabras de Aznar), para que en menos de tres semanas se modificase la sacrosanta Constitución.
José Luis Rodríguez Zapatero cerró su segunda legislatura cediendo a las coacciones de los grandes poderes financieros: precipitadamente, y cuando ya estaba a punto de disolverse el Parlamento, modificó la “intocable” Constitución dieciocho días después de recibir en agosto de 2011 una carta “estrictamente confidencial” en la que el presidente del Banco Central Europeo, Jean-Claude Trichet, le instaba enérgicamente “a tomar con rapidez y decisión las medidas necesarias […] para garantizar el saneamiento de las finanzas públicas”. Firmaba también dicha carta el exgobernador del Banco de España, Miguel Fernández Ordóñez. Había que garantizar ante todo los intereses de estas élites… con la excusa de un colapso sistémico.
¿Que no se puede permitir que los independentistas rompan España? Eso es lo que suelen decir los maltratadores a sus parejas cuando estas ya no pueden más y tan solo pretenden liberarse de su maltratador. Según ellos, lo que estas quieren es romper la familia. Dicen amarlas. Pero la primera prueba de que se quiere a alguien es el respeto. Quienes no respetan la voluntad del pueblo de Catalunya, que no hablen jamás de unidad patria. Pero para frases buenas, la de Pere Sampol, con la que quiero acabar este “ofensivo” artículo: España no tiene remedio. Es tan certera que con ella dio título a uno de sus magníficos libros.
Joan Carrero fue el tercer objetor de conciencia de España, salvo los Testigos de Jehova. Tuvo que exiliarse a Argentina donde trabajó durante tres años con comunidades quechuas de los Andes argentinos, colaborando con Adolfo Pérez Esquivel, premio Nobel de la Paz 1980. El mismo Pérez Esquivel presentó la candidatura de Joan Carrero al Nobel de la Paz en 2000 por su trabajo a favor de la Verdad en el África de los Grandes Lagos.
Preside la Fundació S’Olivar d’Estellencs, en la Sierra de Tramuntana de Mallorca, desde la que ha encabezado iniciativas como la presentación de una querella contra el gobierno de Paul Kagame de Ruanda por genocidio y crímenes contra la humanidad que llevó al Auto de procesamiento de 40 militares ruandeses emitido por el juez Fernando Andreu de la Audiencia Nacional española, o la creación de una mesa de diálogo entre las diferentes partes del conflicto de Ruanda. Es autor de 4 libros: África, la madre ultrajada (2010), La hora de los grandes «filántropos» (2012), Los cinco principios superiores (2015) y El «Shalom» del resucitado (2018).