¿Cuándo fue que partes de la izquierda llegaron a despreciar tanto el principio de «autonomía corporal»? Respuesta: Justo en el momento en que empezaron a fetichizar las vacunas como la única vía de salida de la actual pandemia.
Hace sólo dos años, la mayoría de la gente entendía la «autonomía corporal» como un derecho humano fundamental e incuestionable. Ahora se trata como una especie de lujo libertario perverso, como prueba de que los «deplorables» han estado viendo demasiado Tucker Carlson o que han llegado a idealizar los peores excesos del énfasis del neoliberalismo en los derechos del individuo por encima del bien común.
Esto es un peligroso disparate, como debería ser obvio si damos un paso atrás e imaginamos cómo sería nuestro mundo si el principio de «autonomía corporal» no se hubiera establecido a través de siglos de lucha, al igual que el derecho al voto y el derecho a la asistencia sanitaria.
Porque sin el principio de autonomía corporal, podríamos seguir arrastrando a las vírgenes por las altas escaleras para que fueran sacrificadas para aplacar a los dioses del sol. Sin el principio de autonomía corporal, podríamos seguir tratando a los negros como animales, bienes de consumo que se utilizan y explotan para que una clase terrateniente blanca pueda enriquecerse con su trabajo forzado. Sin el principio de autonomía corporal, todavía tendríamos médicos experimentando con los «inferiores» –judíos, gitanos, comunistas, gays– para que las «razas superiores» pudieran beneficiarse de la «investigación». Sin el principio de autonomía corporal, todavía podríamos tener el derecho de los hombres a violar a sus esposas como uno de los votos matrimoniales no escritos.
Muchas de estas batallas y otras se ganaron hace mucho más tiempo de lo que la mayoría de nosotros quiere recordar. Soy lo suficientemente mayor como para recordar que escuchaba en el coche, de camino al colegio, debates «serios» en BBC Radio 4 sobre si estaba justificado que los tribunales presumieran el derecho de un marido a violar a su mujer.
Las discusiones sobre la autonomía corporal de quién tiene la primacía –la de la mujer o la del feto que lleva dentro– son el centro de los actuales e incendiarios debates sobre el aborto en Estados Unidos. Y la protección de la autonomía corporal fue la principal razón por la que cualquier persona con una pizca de fibra moral se opuso al régimen de tortura estadounidense que se normalizó en la guerra contra los morenos conocida como «guerra contra el terror».
Mala fe
Hay una buena razón por la que, en las sociedades occidentales, el consumo de vacunas es más bajo entre las minorías étnicas. Las pistas se encuentran en los tres párrafos anteriores. Los poderosos Estados-nación, dirigidos por las élites blancas en beneficio de las élites blancas, llevan siglos pisoteando la autonomía corporal de los negros y los morenos, a veces porque esas élites eran indiferentes al daño que estaban causando, y a veces porque pretendían ayudar a esos pueblos «inferiores», como en la promoción de la «guerra contra el terror» de la «democracia» neoliberal como base para invadir países cuyo petróleo codiciamos.
Los pretextos cambian pero la mala fe es la misma.
Basándose en sus largas historias de sufrimiento a manos de los estados coloniales occidentales, las comunidades negras y morenas tienen todas las razones para seguir presuponiendo la mala fe. Ignorar o trivializar sus preocupaciones y su distanciamiento de las instituciones estatales no es solidaridad ni protección. Es una fea arrogancia. El desprecio por sus preocupaciones no hará que éstas se evaporen. Las reforzará.
Pero, por supuesto, también hay algo de arrogancia en tratar las preocupaciones de las minorías étnicas como algo excepcional, tratándolas con condescendencia al concederles algún tipo de dispensa especial, como si necesitaran que se les consienta el principio de la autonomía corporal cuando el resto de nosotros somos lo suficientemente maduros como para descartarlo.
El hecho es que cada generación llega a comprender que las prioridades de sus antepasados estaban equivocadas. Cada generación tiene una élite poderosa, o una mayoría cuyo consentimiento ha sido fabricado, que se regodea en la falsa certeza de que la autonomía corporal puede sacrificarse con seguridad por un principio superior. Hace medio siglo, los defensores de la violación conyugal defendían la protección de la tradición y los valores patriarcales porque, supuestamente, eran el cemento que mantenía unida a la sociedad. Con 50 años de retrospectiva, podemos ver los debates actuales sobre los mandatos de las vacunas -y el corolario completamente anticientífico de que los no vacunados son impuros y portadores de la peste- de forma muy parecida.
El creciente consenso político sobre los mandatos de vacunación ignora intencionadamente la enorme propagación del virus tras dos años de pandemia y la consiguiente inmunidad natural de grandes sectores de la población, independientemente de su estado de vacunación. Este mismo consenso ofusca el hecho de que lo más probable es que la inmunidad natural resulte más duradera y eficaz contra cualquier variante de Covid que siga surgiendo. Y el consenso distrae del hecho inconveniente de que la efímera eficacia de las vacunas actuales significa que todo el mundo es potencialmente «impuro» y portador de la plaga, como la nueva variante Ómicron está subrayando con toda claridad.
Sin solidaridad
La verdad es que la posición de cada uno de nosotros en la división política sobre la autonomía corporal refleja en menor medida la prioridad que damos a los derechos humanos, al bien común o a la solidaridad con los débiles y los impotentes, y en cambio tiene mucho más que ver con otras cuestiones mucho menos racionales desde el punto de vista objetivo, como por ejemplo:
– Cuánto tememos personalmente los efectos de la Covid en nosotros mismos o en nuestros seres queridos.
– Si creemos que los plutócratas que dirigen nuestras sociedades han priorizado el bien común sobre el deseo de soluciones tecnológicas rápidas y lucrativas, y la apariencia de un liderazgo fuerte y una acción decisiva.
– Si estamos seguros de que la ciencia tiene prioridad sobre los intereses de las corporaciones farmacéuticas, cuyos beneficios se disparan a medida que nuestras sociedades envejecen y enferman, y si creemos que estas corporaciones han hecho suyas las autoridades reguladoras, incluida la Organización Mundial de la Salud.
– Si pensamos que es útil o peligroso utilizar como chivo expiatorio a una minoría no vacunada, culpándola de la sobrecarga de los servicios sanitarios o del fracaso en la erradicación de un virus que, en realidad, nunca va a desaparecer.
– Y, sobre todo en el caso de la izquierda, lo tranquilos que estamos al ver que gobiernos no occidentales, oficialmente «enemigos», como Cuba, China, Rusia e Irán, también han puesto la mayor parte de sus huevos en la cesta de las vacunas, y generalmente con tanto entusiasmo como las sociedades occidentales.
Sin embargo, es posible que la forma en que ha evolucionado nuestro mundo tecnológico y materialista, gobernado por élites competitivas en Estados nacionales que compiten por el poder, signifique que siempre hubo una concepción única y global de cómo acabar con la pandemia: mediante una solución rápida y mágica de una vacuna o un medicamento. El hecho de que los Estados-nación –tanto los «buenos» como los «malos»– tengan pocas probabilidades de pensar fuera de esta opción no significa que sea la única disponible, ni que deba ser la que se imponga a todos los ciudadanos.
Los derechos humanos básicos no se aplican sólo en los buenos tiempos. No pueden dejarse de lado en tiempos difíciles como una pandemia porque esos derechos sean una molestia, o porque algunas personas se nieguen a hacer lo que creemos que es mejor para ellas. Esos derechos son fundamentales para lo que significa vivir en una sociedad libre y abierta. Si nos deshacemos de la autonomía corporal mientras nos ocupamos de este virus, habrá que volver a luchar por ese principio, y en el contexto de estados de vigilancia de alta tecnología que son, sin duda, más poderosos que ninguno que hayamos conocido antes.
Vacunación forzosa
Sin embargo, es un error centrarse exclusivamente en la autonomía corporal. El menoscabo del derecho a la autonomía corporal se está deslizando hacia un menoscabo igualmente alarmante del derecho a la autonomía cognitiva. De hecho, estos dos tipos de autonomía no pueden separarse fácilmente. Porque cualquiera que crea que hay que obligar a la gente a vacunarse, pronto estará argumentando que no se debe permitir a nadie escuchar información que pueda hacer que se resista a la vacunación.
Hay un problema esencial para mantener un debate abierto y honesto en tiempos de pandemia, con el que cualquiera que piense de forma crítica sobre la Covid y nuestras respuestas a ella debe lidiar cada vez que pone el dedo en el ordenador. El campo de juego del discurso está lejos de estar nivelado.
Aquellos que exigen mandatos de vacunación y desean desechar el principio de autonomía corporal como un inconveniente «médico», pueden dar voz a todo volumen a sus argumentos con la seguridad de que sólo unos pocos y aislados contrarios se atreverán a desafiarlos ocasionalmente.
Pero cuando los que valoran el principio de la autonomía corporal o los que palidecen ante la idea de la vacunación forzada quieren exponer sus argumentos, deben contenerse. Deben argumentar con un brazo atado a la espalda, y no sólo porque es probable que sean acosados, en particular por la izquierda, por tratar de ampliar la gama de argumentos en consideración a lo que son esencialmente debates políticos y éticos disfrazados de científicos.
Aquellos que cuestionan el consenso fabricado –un consenso que intencionadamente convierte a los no vacunados en chivos expiatorios como portadores de la enfermedad, un consenso que una vez más ha puesto patas arriba la solidaridad social entre el 99%, un consenso que se ha convertido en un arma para proteger a las élites de un escrutinio adecuado por su aprovechamiento de la pandemia– deben medir cada palabra que digan en función del efecto que pueda tener en quienes les escuchan.
Cálculos personales
Valoro mucho la autonomía, tanto la cognitiva como la física. Estoy en contra de que el Estado decida por mí lo que yo y tú podemos pensar y decir, y estoy en contra de que el Estado decida lo que entra en mi cuerpo y en el tuyo sin nuestro consentimiento (aunque también reconozco que no tengo más remedio que respirar aire contaminado, beber agua contaminada y comer alimentos alterados químicamente, todo lo cual ha dañado mi sistema inmunitario y el tuyo y nos ha hecho más susceptibles a virus como el de la Covid).
Pero al mismo tiempo, a diferencia de la mafia del mandato de las vacunas, nunca olvido que soy responsable de mis palabras y que éstas tienen consecuencias, y potencialmente peligrosas. Hay una proporción significativa de personas que casi con toda seguridad necesitan vacunarse, y probablemente con regularidad, para evitar que la exposición al virus les perjudique gravemente. Cualquier escritor responsable debe sopesar el efecto de sus palabras. No quiero ser responsable de hacer que una persona que se beneficiaría de una vacuna tenga más dudas a la hora de tomarla. Soy especialmente cauteloso a la hora de jugar a ser Dios durante una pandemia.
Sin embargo, mi reticencia a pontificar sobre un tema en el que no tengo experiencia –la seguridad de las vacunas– no confiere a otros una licencia para dirigir el debate sobre otros temas de los que parecen saber muy poco, como la ética médica y política.
El hecho es que, por mucho que a algunas personas les convenga vacunarse, existe un riesgo reconocido, aunque se supone que no debemos mencionarlo. La seguridad a largo plazo de las vacunas se desconoce y no podrá conocerse hasta dentro de varios años, y posiblemente durante mucho más tiempo, dada la negativa de los organismos reguladores de los medicamentos a publicar datos sobre las vacunas durante muchas décadas más.
La tecnología de las vacunas es novedosa y sus efectos en la compleja fisiología del cuerpo humano y en los avatares individuales de cada uno de nuestros sistemas inmunitarios no serán del todo evidentes hasta dentro de mucho tiempo. La decisión de tomar un nuevo tipo de vacuna en estas circunstancias es un cálculo que cada individuo debe sopesar cuidadosamente por sí mismo, basándose en un cuerpo que conoce mejor que nadie.
Pretender que no haya ningún cálculo –que todo el mundo es igual, que las vacunas reaccionarán de la misma manera en todas las personas– queda desmentido por el hecho de que las vacunas han tenido que ser aprobadas de urgencia, y que ha habido duros desacuerdos incluso entre los expertos sobre si el planteamiento a favor de la vacunación tiene sentido para todos, especialmente para los niños. Este planteamiento se complica aún más por el hecho de que una parte importante de la población tiene ahora una inmunidad natural a todo el virus y no sólo una inmunidad inducida por la vacuna a la proteína de la espícula.
Pero meter a todo el mundo en una solución única es exactamente lo que hacen los estados burocráticos y tecnócratas. Es lo que mejor saben hacer. Para el Estado, tú eres yo y sólo una cifra en una hoja de cálculo sobre la pandemia. Pensar lo contrario es una ilusión infantil. Aquellos que se niegan a pensar en sí mismos como un simple dígito de una hoja de cálculo –los que insisten en su derecho a la autonomía corporal y cognitiva– no deberían ser tratados como narcisistas por hacerlo o como una amenaza para la salud pública, especialmente cuando la inmunidad proporcionada por las vacunas es tan efímera, las propias vacunas son altamente permeables, y hay poca comprensión todavía de las diferencias, o incluso de los conflictos potenciales, entre la inmunidad natural y la inducida por la vacuna.
Emergencia perpetua
Sin embargo, parte de la izquierda actúa como si nada de esto fuera cierto, o incluso discutible. En lugar de ello, se unen con orgullo a la turba, liderando el clamor farisaico para afirmar el control no sólo sobre los cuerpos de los demás, sino también sobre sus mentes. Esta izquierda rechaza airadamente todo debate por considerarlo una amenaza para el consenso «médico» oficial. Insisten en la conformidad de la opinión y luego la reclaman como ciencia, negando el hecho de que la ciencia es, por naturaleza, discutible y evoluciona constantemente. Aplauden la censura, por parte de empresas de medios sociales con ánimo de lucro, incluso cuando son expertos reconocidos los que son silenciados.
Su trasfondo es que cualquier opinión contraria es una amenaza para el orden social, y alimentará la vacilación sobre las vacunas. La exigencia es que todos nos convirtamos en adoradores de los altares de Pfizer, Moderna y AstraZeneca, a riesgo de ser denunciados como herejes, como «antivacunas». No se puede permitir ningún término medio en esta época de emergencia perpetua.
Esto no sólo es preocupante desde el punto de vista ético. Es desastroso políticamente. El Estado ya es masivamente poderoso contra cada uno de nosotros como individuos. Sólo tenemos poder colectivo en la medida en que seamos solidarios entre nosotros. Si la izquierda conspira con el Estado contra los débiles, contra las comunidades negras y morenas cuyas principales experiencias con las instituciones estatales han sido abusivas, contra los «deplorables», nos dividimos y hacemos que las partes más débiles de nuestra sociedad sean aún más débiles.
El ex líder laborista Jeremy Corbyn lo entendió cuando fue uno de los pocos de la izquierda que se opuso públicamente a la reciente medida del gobierno británico de legislar los mandatos de las vacunas. Argumentó con razón que el camino correcto es la persuasión, no la coacción.
Pero este tipo de mezcla de razón y compasión está siendo ahogada en partes de la izquierda. Justifican las violaciones de la autonomía corporal y cognitiva con el argumento de que estamos viviendo tiempos excepcionales, durante una pandemia. Argumentan complacientemente que tales violaciones serán temporales, necesarias sólo hasta que el virus sea erradicado, aunque el virus ya es endémico y está entre nosotros para siempre. Asienten en silencio que los medios de comunicación corporativos reciban poderes de censura aún mayores como el precio que debemos pagar para lidiar con las dudas sobre las vacunas, asumiendo que podemos reclamar el derecho a disentir más tarde.
Pero estas pérdidas, en unas circunstancias en las que nuestros derechos y libertades ya se encuentran bajo un asalto sin precedentes, no se restaurarán fácilmente. Una vez que las redes sociales puedan borrarnos a ti o a mí de la plaza pública por afirmar hechos del mundo real que son política y comercialmente inconvenientes -como la prohibición de Twitter de que alguien señale que los vacunados también pueden propagar el virus- no habrá vuelta atrás.
Instintos políticos
Hay otra razón, sin embargo, por la que la izquierda está siendo profundamente insensata al ponerse en contra de los no vacunados y tratar los principios de autonomía corporal y cognitiva con tanto desprecio. Porque este enfoque envía un mensaje a las comunidades negras y morenas, y a los «deplorables», de que la izquierda es elitista, de que su discurso de solidaridad es hueco, y de que es sólo la derecha, no la izquierda, la que está dispuesta a luchar para proteger las libertades más íntimas de las que disfrutamos: sobre nuestros cuerpos y mentes.
Cada vez que la izquierda grita a los que dudan en vacunarse contra el Covid; cada vez que se hace eco del autoritarismo de los que exigen mandatos, sobre todo para los trabajadores mal pagados; cada vez que se niega a enfrentarse –o incluso a permitir– a los contraargumentos, abandona el campo de batalla político a la derecha.
Con su comportamiento, la izquierda estridente confirma las afirmaciones de la derecha de que los instintos políticos de la izquierda son estalinistas, que la izquierda siempre apoyará el poder de un Estado todopoderoso contra las preocupaciones de la gente común, que la izquierda sólo ve a las masas sin rostro, que necesitan ser arreadas hacia soluciones burocráticamente convenientes, en lugar de individuos que necesitan ser escuchados mientras luchan con sus propios dilemas y creencias particulares.
El hecho es que se puede estar a favor de las vacunas, se puede estar vacunado, incluso se puede desear que todo el mundo se vacune regularmente contra el virus Covid, y seguir pensando que la autonomía corporal y cognitiva son principios de vital importancia, principios que deben valorarse incluso más que las vacunas. Se puede ser un defensor de la vacunación y seguir manifestándose en contra de los mandatos de vacunación.
Algunos en la izquierda se comportan como si estas fueran posiciones totalmente incompatibles, o como si fueran una prueba de hipocresía y mala fe. Pero lo que este tipo de izquierda está exponiendo realmente es su propia incapacidad para pensar de forma políticamente compleja, su propia dificultad para recordar que los principios son más importantes que las soluciones rápidas, por muy aterradoras que sean las circunstancias, y que los debates sobre cómo organizamos nuestras sociedades son inherentemente políticos, mucho más que tecnocráticos o «médicos».
La derecha entiende que hay un criterio político en el manejo de la pandemia que no puede ignorarse si no es con un grave coste político. Una parte de la izquierda tiene una comprensión mucho más débil de este punto. Su censura, su arrogancia y su tono de intimidación, todo ello amparado en la afirmación de que sigue una «ciencia» que cambia constantemente, están alejando, como era de esperar, a aquellos a los que la izquierda dice representar.
La izquierda tiene que volver a insistir en la importancia crítica de la autonomía corporal y cognitiva, y dejar de dispararse en el pie.
El profesor Lee Jones defiende la autonomía corporal en caso de vacunaciones obligatorias (20.11.2021)