Presentación

Haruf, Kent; Bendición; Literatura Random House; 2019; 272 páginas.

Bendición es el tercer volumen de la Trilogía de Holt, que se inicia con La canción de la llanura (Literatura Random House, 2017) y Al final de la tarde (Literatura Random House, 2018). Kent Haruf (1943-2014) explora, en sus obras, las emociones y las relaciones humanas de una pequeña comunidad rural de Colorado.

 Hay que situar este extracto en la situación vivida en Estados Unidos después del atentado de las Torres Gemelas.

 Extracto

 Al final nadie sabía qué había pretendido Lyle con aquel sermón. Pero aún no había llegado ni a la mitad cuando algunos miembros de la congregación, sobre todo hombres, empujando a sus mujeres y niños, pero también algunas mujeres, comenzaron a levantarse de los bancos, a darle malas miradas y salir de la iglesia.

(…)

El Evangelio era el de Lucas.

 Pero a vosotros que escucháis os digo: Amad a vuestros enemigos, haced bien a los que os odian, bendecid a los que os maldicen, orad por los que os calumnian. Al que te pegue en una mejilla, preséntale también la otra, y si te quita el manto, no le niegues el vestido. Si amáis a los que os aman, ¿qué mérito tenéis? ¡También los pecadores aman a los que los aman! Y si hacéis bien a los que os lo hacen, ¿qué hacéis de extraordinario?

 Continuó leyendo y llegó al final del texto.

 Pero vosotros, amad a vuestros enemigos, haced bien y prestad sin esperar nada a cambio. Así será grande vuestra recompensa y seréis hijos del Altísimo, que es bueno con los desagradecidos y los malos. Sed compasivos, como lo es vuestro Padre.

 Entonces se detuvo y se quedó un rato en silencio, mirando a la congregación.

(…)

 Se giró y dejó la Biblia sobre el púlpito. Entonces empezó a hablar.

 Este fragmento, dijo, normalmente se conoce como el sermón de la montaña. Agustín fue el primero que lo llamó así. Lo encontramos en los Evangelios de Mateo y de Lucas, pero los dos textos presentan algunas diferencias. El de Mateo tiene unos cien versículos. El de Lucas tiene sólo unos treinta. Mateo dice que Jesús habló a las multitudes y a sus discípulos desde una colina, una montaña. El autor del Evangelio de Lucas nos dice que Jesús se encontraba en un lugar plano y que habló desde allí. Ambos Evangelios comienzan con las Bienaventuranzas. Los Felices. En Mateo hay nueve, y en Lucas, cuatro. Pero lo parte más importante de estos textos bíblicos dice, esencialmente, la misma cosa. Y es esto que acabo de leer. El punto crucial del tema para nosotros. El alma de nuestra lección y la esencia de la enseñanza de Jesús.

 Amad a vuestros enemigos. Orad por los que os hacen daño. Dad la otra mejilla. Dad dinero y no esperéis que os lo devuelvan.

 Pero ¿de qué habla Jesucristo? No lo dice en sentido literal. Esto sería imposible. Debía hablar de alguna idea utópica, de una fantasía. Debía ser una metáfora. Sugerente de un sueño dulce. Todos los que hoy estamos aquí lo sabemos. Estamos despiertos a la realidad y sabemos que el mundo no permitiría algo así. No lo ha permitido ni lo permitirá nunca. De esto podemos estar seguros.

 Porque volvemos a estar en guerra. Y conocemos muy bien las insoslayables imágenes de la guerra y la violencia. Las hemos visto con demasiada frecuencia.

 La niña desnuda corriendo, aterrada, hacia nosotros, gritando y llorando, huyendo del fuego que tiene detrás.

 El niño en una habitación de hospital con su hermano pequeño y la madre asustada. Ha quedado ciego, tiene la cara quemada. ¿Ahora soy feo, madre?, le pregunta.

 Vemos imágenes del cuerpo sin cabeza tirado en la cuneta del borde de la carretera.

 Hemos visto al soldado, la cosa negra y tiesa, monstruosa, que antes era un hombre, quemado y colgado, arrastrado por las calles con un camión. Hemos visto, horrorizados, las figuras humanas saltando de las torres encendidas.

Y también conocemos la satisfacción del odio. Conocemos el gozo dulce de la revancha. Lo bien que nos sentimos cuando devolvemos el golpe. Ah, es una idea muy bonita, la de Jesús. En teoría está muy bien, pero no podemos amar a la gente que hace mal. No es sensato ni práctico. No es prudente respecto al mundo amar a la gente que hace cosas tan terribles. Es imposible que podamos amar a nuestros enemigos. Volverán a hacer maldades y cosas repulsivas. Y lo que es peor es que se pensarán que pueden hacer daño y todo tipo de males impunemente, porque nos verán débiles y miedosos. ¿A dónde llegará, el mundo?

 Pero yo quiero preguntar, hoy, esta mañana calurosa de julio en Holt: ¿Y si Jesús no hacía broma? ¿Y si no hablaba de un país de nunca jamás? Y si lo decía en serio, aquello, hace dos mil años? ¿Y si era completamente prudente respecto al mundo y conocía de primera mano la crueldad, las maldades, el mal y el odio? ¿Y si conocía todo esto de primera mano por experiencia personal? ¿Y si, a pesar de todo lo que sabía, decía amad a vuestros enemigos, dad la otra mejilla, orad por los que os calumnian? ¿Y si las decía con pleno convencimiento, cada una de sus palabras? ¿A dónde llegaría, el mundo?

¿Y si lo probáramos? Y si dijéramos a nuestros enemigos: Somos la nación más poderosa de la Tierra. Podemos destruir. Podemos matar a vuestros niños. Podemos convertir en escombros vuestras ciudades y vuestros pueblos, y cuando los hayamos arrasado, no sabréis ni hacia dónde mirar para encontrar los lugares donde estaban. Tenemos la fuerza para cogeros el agua y para quemaros la tierra, para robaros los fundamentos de la vida. Podemos convertir el día en noche. Podemos hacer todas estas cosas. Y más.

 Y si dijéramos, Escuchad: En lugar de estas cosas, os daremos cosas de buena gana y con generosidad. Invertiremos el gran tesoro nacional estadounidense, la voluntad y las vidas humanas que habríamos dedicado a la destrucción, y lo enfocaremos todo hacia la creación. Os arreglaremos los caminos y las carreteras, os ampliaremos las escuelas, os modernizaremos los pozos y el suministro de agua, salvaremos vuestros artefactos antiguos así como el arte y la cultura, preservaremos vuestros templos y mezquitas. De hecho, os amaremos. Y lo volvemos a decir, no importa lo que haya pasado hasta ahora, no importa lo que hayáis hecho: Os amaremos. Y lo haremos de todo corazón. Os trataremos como hermanos y hermanas. Daremos nuestra mejilla colectiva nacional para que nos peguéis por segunda vez, si es necesario, y os la ofreceremos. Escuchad, nosotros…

 Pero entonces se detuvo en seco. Un miembro de la congregación se había puesto a caminar. ¿Que se ha vuelto loco? ¡Está chiflado!

(…)

 El hombre se puso de pie, era alto, llevaba un vestido de verano ligero y miraba a Lyle fijamente. ¡Está como una cabra! Se giró de golpe, cogió la mano de su mujer, la estiró para hacerla levantar e hizo un gesto irritado a su hijo pequeño. Abandonaron el banco y recorrieron el pasillo central entre los bancos como posesos hasta la puerta y salieron de la iglesia.

 Toda la congregación los vio marchar. Entonces se empezaron a mirar unos a otros. Volvieron a mirar a Lyle.

 ¿Qué opináis los demás?, preguntó Lyle. ¿Qué decís? Ahora estaba de pie junto al púlpito.

 No me da miedo decirlo, contestó un hombre. Usted es un maldito simpatizante de los terroristas. Se levantó, en medio de la iglesia, apoyándose en el respaldo del banco de delante. Un hombre alto y corpulento. No deberíamos haber permitido que viniera aquí. Usted es un enemigo de nuestro país.

 Ahora el viejo ujier, que estaba sentado detrás de todo en su asiento de siempre, se levantó y se puso a correr, cojeando, por el pasillo central. ¡Un momento! ¡Calle! ¡No puede hablar así, en la iglesia!

 El hombre corpulento del banco del medio se giró e hizo una mirada al viejo con un traje negro, reluciente de tan gastado. Vuelve a sentarte en tu lugar, Wayne. No hablo contigo. Pero no me quedaré ni un momento más, aquí. No quiero oír historias de mierda, una mañana de domingo. Giró la cabeza para mirar a toda la sala. Y vosotros, si sabéis lo que os conviene, tampoco os quedaréis. Se abrió paso para salir del banco y se fue.

 Ambas Johnson estaban sentadas en el banco de delante de todo. Willa se puso de pie, el pelo blanco recogido en un moño, los ojos chispeante detrás de las gafas gruesas. Que se vayan, dijo. Si son así, que se vayan. Nosotros hemos de escuchar las palabras del sacerdote. Aunque no estemos de acuerdo, las hemos de escuchar y reflexionar. Debemos ser respetuosos los unos con los otros.

 ¡No!, gritó una mujer desde atrás. ¡Cállate! ¡Muérdete la lengua!

 ¿Qué? No. No callaré, dijo Willa. Se giró para mirar a la congregación. Pienso hablar. ¿Quién es la que me quiere hacer callar, allí detrás?

 Nadie le contestó.

 Entonces Alene se puso de pie al lado de su madre y miró a toda la gente, pero ahora había otros que habían comenzado a levantarse y a lanzar malas miradas a Lyle, y esta gente comenzó a dejar los bancos y a desfilar por los pasillos hacia fuera. Al fondo de la iglesia uno de estos, un hombre, se detuvo y se dio la vuelta. ¡Idos al diablo!, gritó. ¡Idos al diablo!

 Aun así, la mayoría de la congregación, más de la mitad de los asistentes de aquella mañana, aún estaban sentados en los bancos, esperando, escandalizados e incrédulos, y también curiosos para ver qué haría Lyle.

(…)

 Cantaron el último himno.

(…)

 La congregación comenzó a arrastrar los pies hacia la calle. Taciturnos, incómodos, sin decirse nada unos a otros, avanzando en una masa inquieta. Unos cuantos se detuvieron a mirar al predicador, un par le dijeron algo, pero la mayoría salió en silencio. Las Johnson se acercaron y dieron la mano a Lyle.

 Siempre pasa eso, en tiempos de guerra, dijo Willa. En los años cuarenta también pasó. Y durante la guerra de Vietnam. Esta mezcla de nacionalismo, de odio y de miedo.

 ¿Qué hará ahora?, le preguntó Alene.

 No sé, dijo Lyle. Esto no cambia mis creencias.

 No. No se desanime.

(…)

La mujer de Lyle y su hijo, los últimos en salir, fueron hacia él, John Wesley delante, más alto que su padre. Lyle le tendió la mano para encajarla.

  No, le dijo el chico. No me toques. Ostras, como te odio cuando… Se interrumpió. ¿Cómo te atreves? Se apartó violentamente y bajó corriendo los escalones de cemento hacia la calle.

(…)

 Después se acercó su esposa. Al principio no decía nada; parecía muy tranquila. Delgada, de pelo liso, con una blusa de verano y unas faldas. Esto también lo has estropeado, ahora, dijo. ¿Cómo creías que reaccionaría la gente? ¿De verdad creías que te darían la razón? ¿Que los convencerías con tu elocuencia y tu pasión? ¡Madre mía!

 No. No me lo pensaba. Pero lo tenía que decir.

 ¿Por qué? ¿Se puede saber por qué diablos tenías que decirlo?

 Porque lo creo.

 Lo crees. ¿Quieres decir que lo interpretas literalmente?

 Sí. Es la verdad. Sigue siendo la única respuesta.

 Ay, Señor. La mujer movió la cabeza y miró para otro lado. Eres un imbécil.