Si bien el atentado contra el avión del presidente Habyarimana, el 6 de abril de 1994, fue la chispa que incendió la región de los Grandes Lagos durante muchos años, hay que señalar que ningún organismo internacional (ONU, OUA o incluso la UE) ha considerado oportuno desde entonces aplicar los medios necesarios para identificar a los patrocinadores de este acto terrorista. Sin embargo, ha sido la causa de una serie de acontecimientos que han costado la vida a varios millones de personas (de 6 a 8 millones según las estimaciones). En comparación, cabe señalar que apenas un mes y medio después del atentado de febrero de 2005 que costó la vida al exprimer ministro libanés Rafiq Hariri, así como a una veintena de personas más, el Consejo de Seguridad de Naciones Unidas decidió crear una comisión internacional de investigación para poner de relieve las responsabilidades en este asunto. Para Ruanda y Burundi todavía nada. Recordemos que el presidente Ntaryamira de Burundi, que también murió en el atentado, fue el segundo presidente hutu asesinado en el espacio de 6 meses!
Una verdadera ley del silencio parece afectar al ataque del 6 de abril de 1994. Esta actitud es tanto menos justificable en la medida que nadie niega hoy que fue el factor desencadenante del genocidio ruandés, seguido de un largo período de guerras, masacres, sufrimientos y luto del pueblo de Ruanda y las provincias orientales del Congo.
Bélgica pagó un alto precio como resultado de ese atentado. Diez cascos azules belgas fueron asesinados cobardemente, al igual que doce de nuestros compatriotas que vivían en Ruanda. Aunque las circunstancias del asesinato de nuestros expatriados no se conocen realmente, no se puede decir lo mismo de nuestras fuerzas de mantenimiento de la paz. De hecho, si la soldadesca presente en el campamento de Kigali se abalanzó sobre ellos para lincharlos, es porque un militar ruandés, perfectamente identificado desde 1994, los señaló como responsables de la muerte del presidente Habyarimana. El atentado del 6 de abril de 1994 es, por tanto, la causa directa de la masacre de nuestros soldados. Sin embargo, nuestro país nunca ha sido señalado internacionalmente por su disposición a exigir una total claridad sobre los engranajes de este atentado.
Esta falta de voluntad de saber por parte de la comunidad internacional no es más que la triste confirmación de que todavía está en manos del sistema de pensamiento único que intentan imponer quienes no tienen interés en que se conozca la verdad. Sin embargo, a lo largo de los años, los testimonios de muchos actores sobre el terreno nos han permitido, como piezas de un rompecabezas, obtener una visión mucho más pertinente, no sólo del atentado en sí, sino también de los trágicos acontecimientos que lo siguieron y que trastornaron fundamentalmente esa región del África central.
El retorno a la realidad de principios de abril de 1994 nos permitirá comprender mejor lo que realmente se esconde bajo las cartas que algunos agitan ante nuestros ojos durante tantos años.
En primer lugar, cuando me encontré en la reunión del comité de crisis celebrada en la sede de las Fuerzas Armadas Ruandesas (FAR), inmediatamente después del atentado, no pude evitar notar que estaba en presencia de hombres profundamente angustiados y perturbados por lo que acababa de suceder y no en presencia de conspiradores. Su enfoque no tenía otro propósito que evaluar las consecuencias de la desaparición del jefe de Estado y del jefe del Estado Mayor del Ejército para evitar que este vacío de poder condujera a la anarquía. Sin la más mínima ambigüedad posible, pidieron a la MINUAR (Misión de Naciones Unidas para Ruanda) que les ayudara a gestionar la crisis resultante del atentado y también a transmitir al Consejo de Seguridad la expresión de su deseo de que se establecieran cuanto antes las instituciones de transición, de conformidad con los acuerdos de Arusha. Si los organizadores del atentado hubieran estado alrededor de la mesa en ese momento, esta reunión habría tenido lugar de una manera muy diferente y, además, en tal eventualidad, tengo serias dudas de que el general Dallaire y yo hubiéramos sido invitados a participar.
Por otro lado, técnicamente hablando, un golpe de Estado es algo que cumple con unos criterios generales. Si se quiere garantizar el éxito de la operación, no se corre ningún riesgo. Todos los elementos militares y paramilitares en los que pueden confiar los organizadores se inyectan en el escenario desde el principio, de modo que no hay riesgo de sorpresa y el país se enfrenta a un hecho consumado. Esta es, aunque no del todo, la situación que prevalecía en Kigali en las horas posteriores al atentado. Muchos testigos directos declararon que la noche del 6 al 7 de abril de 1994 había sido particularmente tranquila. Yo mismo crucé parte de la ciudad alrededor de las 2 de la mañana sin la más mínima escolta armada y pude ver por mí mismo la ausencia de cualquier dispositivo militar que se asemejase a un estado de sitio en cualquier forma o manera. No, definitivamente no fue un golpe de estado organizado por un núcleo de extremistas de línea dura.
A esta falta de control del poder por parte de una u otra facción conocida por su oposición al proceso de paz o a la persona del jefe del Estado, corresponde en contraposición el lanzamiento inmediato de una ofensiva militar a gran escala por parte del Frente Patriótico Ruandés (FPR). Esta ofensiva, en total contradicción con los Acuerdos de Paz de Arusha, terminará tres meses después con una conquista sin reparto del poder. Como militar, la simultaneidad entre el atentado y el lanzamiento de esta ofensiva militar me lleva a hacer las siguientes consideraciones.
- En primer lugar, es imposible aprovechar una oportunidad, como la desaparición del presidente Habyarimana y del general Nsabimana (jefe de Estado Mayor de las FAR), para improvisar una ofensiva general que involucre a muchas unidades con misiones totalmente diferentes. Por el contrario, un compromiso de este tipo sólo puede ser el resultado de un gran proceso de preparación que implica el diseño de la maniobra a nivel estratégico, la difusión de las órdenes hasta los niveles más bajos y el despliegue de miles de hombres en las posiciones de partida listos para reaccionar a la orden de ejecución. Todo esto no se organiza en un abrir y cerrar de ojos, sino que requiere plazos considerables e incomprimibles. No hay que ser un gran estratega para entender este tipo de limitación, es una cuestión de sentido común elemental.
- Segunda consideración. El FPR no habría podido asegurar la fuerza y la continuidad de su ofensiva sin acumular primero grandes reservas de municiones, armas, equipo y materiales diversos. En resumen, una logística a la escala de los recursos humanos desplegados durante más de tres meses de operaciones. No hay ningún milagro en este sentido, ninguna operación militar sin la logística adecuada. Este es exactamente el temor que el general Nsabimana me había expresado unos días antes. En una entrevista el 30 de marzo exactamente, sólo siete días antes del atemptat. Me confió su profunda convicción de que el FPR reanudaría la guerra en los días siguientes. Basó esta convicción en las grandes reservas logísticas que el FPR había estado acumulando durante semanas a lo largo de la frontera con Uganda. A mi respuesta de que el FPR no podía permitirse tal aventura bajo el escrutinio directo de la comunidad internacional, me contestó textualmente esto: «Al FPR no le importan tales consideraciones; el error que vosotros (Minuar) cometéis es atribuirles el mismo razonamiento que el vuestro, pero la realidad es muy diferente. El FPR es un movimiento revolucionario y es como tal que razona y define sus propios objetivos; contra los revolucionarios, concluyó, si no adoptas los mismos métodos siempre perderás.» Creo que no es necesario explicar que esta conversación me interpeló al máximo, no sólo en el momento mismo, sino especialmente semanas después cuando recordé estas palabras y las confronté con la realidad de los acontecimientos.
- Tercera consideración sobre las condiciones de esta ofensiva militar y más particularmente sobre sus objetivos declarados o no declarados. Cuando el FPR reanudó las hostilidades en Kigali el 7 de abril de 1994, hacia las 16.30 horas, justificó su decisión unilateral por la necesidad de poner fin a las matanzas de tutsis. Sin embargo, el 12 de abril, el quinto día de su ofensiva general, ya había infiltrado, que yo sepa, tres batallones adicionales en Kigali. Digo «que yo sepa» porque es una observación personal. Esto no excluye de ninguna manera, como algunos afirman, que el FPR tuviera muchos más combatientes en Kigali. En todo caso, con estos tres batallones infiltrados y el que ya estaba en el terreno, el Frente tenía una fuerza capaz de actuar contra las masacres que se estaban generalizando cada vez más en la capital. Por otra parte, el mismo 12 de abril, diez oficiales superiores de las FAR firmaron un manifiesto que puede calificarse, en las circunstancias del momento, de muy valiente. En este documento, hicieron un llamamiento directo y solemne al FPR para que aplicara un alto el fuego inmediato y conjugara sus esfuerzos para «evitar seguir derramando inútilmente la sangre de los inocentes». Este llamamiento no obtuvo respuesta por su parte, con la consecuencia directa de que los asesinatos se intensificaron. En ningún momento vi que el FPR estuviera tratando de oponerse de alguna manera a las masacres de tutsis en Kigali. Sin embargo, las fuerzas que tenía sobre el terreno eran perfectamente capaces de asegurar ciertos barrios situados cerca de las zonas que controlaba militarmente y crear así zonas de refugio. Es evidente que el destino reservado a estos parientes lejanos del interior no era una de sus prioridades. Además, la agresividad con la que estas mismas autoridades del FPR exigieron la salida de las tropas extranjeras que habían venido a evacuar a los expatriados, en lugar de pedir su colaboración para detener la carnicería, es sumamente sospechosa; como si el FPR temiera que la comunidad internacional lo frustrara en sus planes de conquistar el poder por la fuerza de las armas. Esto es lo que hace decir al general Dallaire en las conclusiones de su libro “J’ai serré la main du diable“: Pero las muertes ruandesas también se pueden atribuir a Paul Kagame, este genio militar que no aceleró su campaña cuando la magnitud del genocidio fue manifiesta y que, en algunas ocasiones, incluso me habló con franqueza sobre el precio que sus compañeros tutsis podrían tener que pagar por la causa.
El FPR no sólo no buscó en ningún momento el apoyo de la MINUAR para frenar el caos que se estaba instalando, sino que, por el contrario, lo alimentó. El 10 de abril, el FPR lanzó un ultimátum a la MINUAR en el sentido de que si el batallón ghanés desplegado en la zona desmilitarizada no abandonaba sus posiciones en un plazo de 24 horas, quedaría sometido a su fuego de artillería. Dios sabe si un alto el fuego habría puesto fin al martirio de la población. Sólo puedo atestiguar que todas las peticiones de alto el fuego expresadas por el general Dallaire o por las FAR no obtuvieron ninguna respuesta del FPR. Esta no es una interpretación tendenciosa de la realidad, es un hecho. El general Nsabimana no se equivocó: el FPR estaba llevando a cabo su guerra de acuerdo con sus únicos objetivos, sin la más mínima preocupación por el destino de la población local o la opinión de la comunidad internacional.
Tengo muchas más consideraciones que hacer sobre el aspecto militar de estos eventos. Sin embargo, creo que la relación de lo expuesto es lo suficientemente explícito como para darse cuenta de que la versión de los hechos que algunos quisieran que se aceptara como verdad histórica es, cuando menos, cuestionable. La comunidad internacional que, es cierto, demostró una inmensa cobardía en el momento del genocidio, no tiene motivos para dejarse intoxicar con la retórica de quienes afirman, urbi et orbi, haber puesto fin al genocidio, cuando todo hace pensar que ellos fueron los principales responsables. Es inaceptable que la justicia internacional se niegue a comprometerse en el enjuiciamiento de todos los responsables del holocausto (6 a 8 millones de personas) perpetrado en la región de los Grandes Lagos desde 1994. Al hacerlo, este sistema de justicia internacional está renunciando sin contemplaciones al desafío histórico que le corresponde.
Si la realidad de la situación hubiera estado en consonancia con la versión oficial que se nos ha presentado, hay razones para creer que, a pesar de la extraordinaria magnitud de los acontecimientos que han sacudido esta parte de África durante tantos años, la situación se habría estabilizado con el tiempo. Hay que decir que esto está lejos de producirse. Por lo tanto, en lugar de mantener esta inicua incertidumbre, ¿no sería más responsable tratar de dar respuestas concretas a las muchas preguntas que persisten? Imaginemos la altura de una pila de 6 a 8 millones de cadáveres. ¿No sería hora de hacer justicia por fin a estos millones de víctimas de la sed de poder de algunos y la indiferencia culpable de muchos otros? ¿No es hora de que aquellos que deliberadamente sumieron al África de los Grandes Lagos y a sus poblaciones en el caos (y también aquellos que los mantienen así) respondan finalmente por sus acciones ante sus víctimas, pero también ante la Historia?
Coronel Luc Marchal, excomandante del sector Kigali/MINUAR.
Fuente: Jambonews