Muchos de mi generación empezamos a actuar en política, a mediados de los años setenta, cuando el franquismo agonizaba. Nos motivaban dos grandes ideales: la democracia y la lengua catalana. Quizás surgían otras derivadas como la justicia social, la amnistía, la libertad de expresión, la protección del territorio, la autonomía… pero todas pasaban por conseguir la democracia y proteger la lengua catalana.

Hoy parece como si el tiempo no hubiera pasado en muchos de estos aspectos. Parece que no hemos consolidado ninguno de estos objetivos. Podríamos volver a cantar aquella canción de Lluís Llach que dice aquello de «no es esto compañeros, no es esto…». Especialmente se extiende la sensación de derrota en la lucha por la perpetuación de la lengua catalana. Quizás nunca habíamos tenido tantos escritores en nuestra lengua, ni tantas publicaciones, ni tanta presencia en la escuela, ni algunos medios audiovisuales en catalán… pero la sensación es que perdemos su uso en la calle, en el ámbito familiar, en la administración pública… Podríamos decir que hemos entrado en una situación de emergencia lingüística, la cual, como la emergencia climática, puede ser irreversible si no se actúa con urgencia. Lo más grave, sin embargo, es que así como en la emergencia climática la mayoría de la población ya ha tomado conciencia de su gravedad, en la emergencia lingüística no hay suficiente conciencia social. Incluso, entre la gente progresista hay demasiada gente que se ha convertido en instrumento involuntario del etnocidio lingüístico que se está cometiendo. Porque, hay que abrir los ojos, la decadencia en el uso de la lengua catalana no se produce por una evolución natural, sino por la injerencia política de un estado, el español, que durante siglos ha maquinado y maquina para sustituir la lengua catalana por la castellana.

Además, la entrada de la extrema derecha en las instituciones ha estimulado la beligerancia ciudadana contra nuestra lengua. Siempre se ha escuchado el «Háblame en cristiano», pero nunca como ahora se habían producido tantas denuncias de discriminación lingüística por parte de profesionales de todos los ámbitos, desde el orden público hasta la atención sanitaria, dos ámbitos especialmente graves cuando los discriminadores son funcionarios públicos. Igualmente, en los medios de comunicación audiovisual, sobre todo TV3 e IB3, cada vez se observa más presencia de intervinientes en castellano en distintos programas. La excusa es que «hay que dar normalidad a lo que es normal en la calle». Pero el problema es que los otros, los medios en castellano, no actúan recíprocamente, sino que suelen ser beligerantes contra la lengua catalana. Y, lo más grave es que en el ámbito político parece que no se da suficiente importancia a la gravedad de la situación. Incluso con respecto a los partidos autóctonos, Més y el Pi, parece que han adoptado un perfil bajo en la lucha por la normalización de la lengua catalana. Como la defensa de la lengua propia no figura entre las prioridades de la gente, pues deja de figurar como prioridad en la agenda política de estos partidos. Pero, los partidos, no deberían olvidar que su misión, o la razón de su fundación, no es adaptarse a la realidad, sino transformarla. Si quienes estamos convencidos renunciamos a propagar nuestras ideas y los contrarios cada día son más beligerantes, el resultado está cantado.

En definitiva, al igual que mucha gente cada día está más preocupada por la desaparición de especies animales y vegetales, la misma buena gente debería estar preocupada por la desaparición de nuestra lengua. Deberían convertirse, también, en ecologistas lingüísticos.