Tras despachar a Corbyn, la industria del desprestigio apunta a iconos como Ken Loach y Roger Waters por su apoyo a los derechos de los palestinos y su oposición a la maquinaria bélica de la OTAN.
¿Qué significa ser antisemita en la Gran Bretaña moderna? La respuesta parece cada vez más confusa.
Hemos llegado al punto aparentemente absurdo de que un líder político famoso por su antirracismo, una estrella del rock cuya obra más célebre se centra en los peligros del racismo y el fascismo, y un cineasta de renombre comprometido con causas socialmente progresistas sean calificados ahora de antisemitas.
Otra ironía es que quienes están detrás de las acusaciones no parecen haber hecho del antirracismo una prioridad, al menos hasta que demostró ser un medio eficaz para derrotar a sus enemigos políticos.
Y sin embargo, la lista de los supuestamente expuestos como antisemitas –a menudo sólo por asociación– sigue ampliándose para incluir objetivos cada vez más improbables.
Esto es especialmente cierto en el Partido Laborista, donde incluso los vínculos más vagos con cualquiera de las tres figuras icónicas de la izquierda mencionadas anteriormente –Jeremy Corbyn, Roger Waters y Ken Loach– pueden ser motivo de medidas disciplinarias.
A uno de los políticos de más éxito del Partido Laborista, Jamie Driscoll, alcalde de North of Tyne, se le prohibió el mes pasado presentarse a la reelección después de que compartiera plataforma con Loach para hablar sobre el lugar que ocupa el Norte en las películas del director.
No por casualidad, Driscoll ha sido descrito como «el corbynista más poderoso del Reino Unido», es decir, partidario de las políticas de izquierda de Corbyn. El punto más bajo de este proceso puede haberse alcanzado en el Festival de Glastonbury.
Ya en 2017, Corbyn, entonces líder del Partido Laborista, fue el principal protagonista al exponer una nueva e inspiradora visión de Gran Bretaña. Seis años después, los organizadores cancelaron la proyección de una película, Oh Jeremy Corbyn: The Big Lie (Oh Jeremy Corbyn: la gran mentira), en la que se ponía de relieve la sostenida campaña para desprestigiar a Corbyn como antisemita y acabar con su programa de izquierdas.
La decisión se tomó después de que grupos de presión proisraelíes lanzaran una campaña para calificar la película de antisemita. El festival decidió que su proyección causaría «división».
¿Qué está pasando?
Para entender cómo hemos llegado a este oscuro momento, en el que parece que cualquier cosa o persona puede ser tachada de antisemita, es necesario analizar el significado del término, que cambia constantemente, y los usos políticos que se dan a esta confusión.
Una gran ironía
Hace unas décadas, la respuesta a la pregunta de qué constituía el antisemitismo habría sido sencilla. Era el prejuicio, el odio o la violencia hacia un grupo étnico específico. Era una forma de racismo dirigido contra los judíos porque eran judíos.
El antisemitismo adopta diferentes formas: desde la hostilidad descarada e intencionada, por un lado, hasta el prejuicio informal e irreflexivo, por otro. Sus expresiones también variaban en gravedad: desde marchas neonazis por la calle principal hasta la suposición de que a los judíos les interesa más el dinero que otras personas.
Pero esa certeza se fue erosionando poco a poco. Hace unos 20 años, el antisemitismo empezó a abarcar no sólo la hostilidad hacia un grupo étnico, los judíos, sino la oposición a un movimiento político, el sionismo.
Había una enorme ironía.
El sionismo es una ideología, defendida por judíos y no judíos, que exige derechos territoriales y políticos exclusivos o superiores para los inmigrantes, en su mayoría judíos, en una región de Oriente Próximo habitada por una población nativa, los palestinos.
La premisa clave del sionismo, aunque rara vez se declare explícitamente, es que los no judíos son intrínsecamente susceptibles al antisemitismo. Por tanto, según la ideología sionista, los judíos deben vivir separados para garantizar su propia seguridad, aunque sea a costa de oprimir a los grupos no judíos.
La progenie del sionismo es el autoproclamado «Estado judío» de Israel, creado en 1948 con la generosa ayuda de las potencias imperiales de la época, especialmente Gran Bretaña.
El establecimiento de Israel como Estado judío exigió la limpieza étnica de unos 750.000 palestinos de su tierra natal. El pequeño número que consiguió permanecer en el nuevo Estado fue hacinado o enjaulado en reservas, de forma muy similar a lo que ocurrió con los nativos americanos.
Jerarquías raciales
Nada de esto debería sorprender. El sionismo surgió hace más de un siglo en una Europa colonialista muy imbuida de ideas de jerarquías raciales.
En pocas palabras, los fundadores de Israel aspiraban a reflejar esas ideas y aplicarlas de forma que beneficiaran a los judíos.
Al igual que las naciones europeas consideraban a los judíos inferiores y una amenaza para la pureza racial, los sionistas consideraban a los palestinos y a los árabes inferiores y que ponían en peligro su propia pureza racial.
Sólo cuando se comprende el racismo sistemático e intrínseco del sionismo se entiende por qué Israel se ha mostrado no sólo reacio sino incapaz de firmar la paz con los palestinos. Lo que, a su vez, ayuda a explicar la reciente evolución del significado del antisemitismo.
Después de que Israel hiciera fracasar las conversaciones de paz de Oslo en 2000 para impedir que se estableciera un Estado para los palestinos en un trozo de su antigua patria, los palestinos lanzaron un levantamiento, o intifada, que Israel sometió brutalmente.
El aplastamiento por Israel de la lucha de los palestinos por la autodeterminación coincidió con la llegada de nuevos medios de comunicación digitales que hicieron mucho más difícil que antes ocultar la crueldad de la represión israelí.
Por primera vez, el público occidental se vio expuesto a la idea de que Israel y la ideología que lo sustenta, el sionismo, podían ser más problemáticos de lo que se les había alentado a creer.
Las ilusiones románticas sobre Israel como simple refugio para los judíos empezaron a desmoronarse.
Ello culminó en los últimos años con una serie de informes de importantes grupos de derechos humanos que caracterizaban a Israel como un Estado de apartheid. Sin embargo, los partidarios de Israel, judíos o no judíos, han tenido dificultades para reconocer las feas y anacrónicas ideas de raza, apartheid y colonialismo en el corazón de un proyecto en el que fueron educados para apoyarlo desde la infancia.
En su lugar, han preferido ampliar el significado de antisemitismo para excusar el abuso de Israel contra los palestinos.
Así que, paralelamente al aplastamiento por Israel del levantamiento palestino, sus apologistas intensificaron la difuminación de la distinción entre hostilidad hacia los judíos y oposición a Israel y al sionismo.
Iniciaron una campaña para redefinir el antisemitismo de modo que tratara a Israel como una especie de «judío colectivo».
En esta nueva y perversa forma de pensar, cualquiera que se opusiera a la opresión de los palestinos por parte de Israel era tan antisemita como cualquiera que marchara por la calle principal gritando consignas antijudías.
Al antagonismo con Israel se le negó el derecho a presentarse como prueba de antirracismo o de apoyo a los derechos de los palestinos.
Injerencia colonial
Esta evolución culminó con la adopción por parte de un número creciente de gobiernos y organismos oficiales de una definición de antisemitismo totalmente nueva y extraordinaria que daba prioridad a la oposición a Israel sobre el odio hacia los judíos.
Siete de los once ejemplos de antisemitismo de la Alianza Internacional para la Memoria del Holocausto se centran en Israel. El más problemático es la afirmación de que es antisemita argumentar que Israel es «una empresa racista».
Este punto de vista ha sido un elemento básico del pensamiento antirracista y socialista durante décadas, además de servir durante 16 años como base de una resolución de las Naciones Unidas.
Tal vez no resulte sorprendente que Israel desempeñara un papel fundamental entre bastidores en la formulación de la definición de la Alianza Internacional para el Recuerdo del Holocausto (IHRA).
La nueva definición podría haber tenido poca tracción, de no ser por dos factores clave.
Uno era que no sólo a los sionistas les interesaba proteger a Israel del escrutinio o de críticas serias. Para Occidente, Israel era el eje para proyectar su poder militar en Oriente Medio, rico en petróleo.
Los beneficios que Occidente recibía de esa proyección de poder -continuar la intromisión colonial en la región- también podían disimularse dirigiendo la atención hacia Israel y alejándola de la mano rectora de Occidente.
Mejor aún, la reacción contra el papel de Israel en la inflamación de Oriente Próximo podía sofocarse tachando de antisemita a cualquier crítico. Era la tapadera perfecta de Occidente y la herramienta ideal para silenciarlo, todo en una sola calumnia.
El segundo factor fue la explosión de Corbyn en la escena política en 2015, y su casi fracaso dos años después en unas elecciones generales, cuando obtuvo el mayor aumento de votos para los laboristas desde 1945. Le faltaron 2.000 votos para ganar.
El inesperado éxito de Corbyn -contra todo pronóstico- subrayó agudamente los urgentes intereses compartidos del establishment británico y el movimiento sionista.
Un gobierno de Corbyn frenaría los privilegios de una élite gobernante; amenazaría la maquinaria bélica colonial de Occidente, la OTAN; y trataría de poner fin al apoyo militar y diplomático del Reino Unido a Israel, el aliado clave de Occidente en Oriente Medio.
Tras las elecciones de 2017, la clase política –el Gobierno, los medios de comunicación, la derecha laborista y los grupos proisraelíes– no escatimó esfuerzos para sugerir constantemente que Corbyn y los cientos de miles de nuevos miembros de izquierdas del Partido Laborista que atrajo eran antisemitas.
Bajo la creciente presión de los medios, la definición de la IHRA fue endilgada al partido en otoño de 2018, creando una trampa en la que la izquierda estaba destinada a caer cada vez que adoptara una postura de principios sobre Israel y los derechos humanos.
Incluso el autor principal de la definición de la IHRA, Kenneth Stern, advirtió que estaba siendo «utilizada como arma» para silenciar a los críticos de Israel.
La campaña contra el antisemitismo restó energía e impulso a la campaña de Corbyn para las elecciones generales de 2019. El otrora inspirador líder izquierdista se vio obligado a adoptar una postura permanente de actitud defensiva y evasiva.
Purga de miembros
Corbyn fue expulsado de los bancos laboristas en 2020 por su sucesor, Keir Starmer, que había sido elegido líder con la promesa de aportar unidad.
Él hizo lo contrario.
Emprendió una guerra contra el ala izquierda del partido. Los pocos aliados de Corbyn en el gabinete en la sombra fueron expulsados. Luego, el equipo de Starmer comenzó una purga implacable y de alto perfil de los miembros del partido que apoyaban a Corbyn, incluidos los judíos antisionistas, bajo el argumento de que eran antisemitas.
El debate sobre las purgas se prohibió en las circunscripciones locales, con el argumento de que podría hacer que los «miembros judíos» –en realidad, los apologistas de Israel– se sintieran inseguros.
Este proceso alcanzó un nuevo nivel de surrealismo con la prohibición, el mes pasado, de que la popular figura de Jamie Driscoll, primer alcalde de North of Tyne, se presentara a la reelección con una plataforma socialista.
Driscoll había avergonzado a los funcionarios de Starmer al demostrar que gestionar la sociedad en beneficio de todos podía ser una forma de ganar votos. Había que castrarle. La cuestión era cómo conseguirlo sin dejar claro que Starmer no estaba librando realmente una guerra contra el antisemitismo, sino contra la izquierda.
Así que se fabricaron una serie de asociaciones tendenciosas con el antisemitismo para justificar la decisión.
Driscoll fue castigado no por decir o hacer nada antisemita -incluso según la nueva definición ampliada de la IHRA- sino por compartir una tribuna para hablar de las películas del director Ken Loach. Cabe señalar que Loach no había sido expulsado del partido por antisemitismo.
La expulsión de Loach en 2021 se había justificado porque había acusado a los funcionarios de Starmer de llevar a cabo una caza de brujas contra la izquierda del partido. El tratamiento de Loach demostró así la misma acusación por la que fue expulsado.
Pero para reforzar el débil pretexto para atacar a Driscoll, que incluso en la versión oficial era totalmente ajeno al antisemitismo, los medios de comunicación ignoraron los motivos declarados de la expulsión de Loach. En su lugar, hicieron hincapié en las fantasiosas afirmaciones de que el director había sido sorprendido negando el Holocausto.
No sólo se prohibió a Driscoll volver a presentarse como alcalde, sino que, según los informes, cualquier mención de su nombre puede dar lugar a medidas disciplinarias. Se ha convertido, en una aterradora frase de la novela distópica de George Orwell 1984, en una «no persona».
Paralelamente, Starmer ha supervisado la carrera del partido de vuelta a los brazos del establishment. Ha abrazado ostentosamente el patriotismo y la bandera. Exige un apoyo incondicional a la OTAN. La política laborista vuelve a ser esclava de las grandes empresas y contraria a las huelgas de los trabajadores. Y, desde la muerte de la reina, Starmer ha tratado de inclinarse lo más bajo posible ante el nuevo rey sin caerse.
Todo su enfoque parece diseñado para fomentar una atmósfera de desesperación en la izquierda. El fin de semana, en una señal de lo rápido que se están expandiendo las purgas, se supo que la policía de Starmer había estado llamando a la puerta de una figura cercana al establishment del partido, el antiguo redactor de discursos de Gordon Brown, Neal Lawson.
Disidencia cultural
Nada de esto es sorprendente. Los laboristas, bajo Corbyn, fueron los únicos que resistieron la toma total de la política británica por parte de la ortodoxia capitalista neoliberal y depredadora cuyo socialismo ligero era una aberración demasiado obvia.
Ahora, con Starmer, esa amenaza política ha desaparecido.
Existe un consenso bipartidista, es decir, del establishment. El gobierno británico votó anoche a favor de prohibir a todos los organismos públicos, incluidos los gobiernos locales, que aprueben el boicot a un país por su historial de abusos contra los derechos humanos: Israel.
La legislación protegerá de hecho a Israel de boicots incluso a productos procedentes de asentamientos judíos, construidos ilegalmente en Cisjordania y Jerusalén Este para expulsar a los palestinos de su patria histórica.
Michael Gove, secretario de Comunidades, argumentó en el debate de los Comunes que tales expresiones prácticas de solidaridad con los palestinos «dañarían la cohesión de la comunidad y alimentarían el antisemitismo» en Gran Bretaña.
El gobierno parece creer que sólo hay que proteger las sensibilidades de los elementos sionistas más extremistas dentro de la comunidad judía del Reino Unido, y no las de los palestinos británicos, los árabes británicos o los británicos que se preocupan por el derecho internacional.
El partido de Starmer, que comparte la hostilidad del gobierno hacia el boicot a Israel, consiguió que los diputados laboristas se abstuvieran en la votación, lo que permitió su aprobación. Un puñado de diputados conservadores se encargó de subrayar que el proyecto de ley socava la solución de dos Estados que el Gobierno y el Partido Laborista defienden de boquilla.
Alicia Kearns, presidenta de la Comisión de Asuntos Exteriores, afirmó que el proyecto «otorga una impunidad excepcional a Israel».
En nombre de los laboristas, Lisa Nandy se refirió a los boicots a Israel como un «problema» que había que «atajar», y en su lugar instó a introducir enmiendas a la legislación para suavizar los draconianos poderes del proyecto de ley para multar a organismos públicos.
Los laboristas de Starmer facilitaron la aprobación del proyecto de ley incluso cuando Israel lanzó ayer el mayor asalto a Cisjordania en 20 años. Al menos 10 palestinos murieron en el ataque inicial contra Yenín y más de 100 resultaron heridos, mientras miles huían de su ciudad.
El martes, las Naciones Unidas se declararon «alarmadas» por la magnitud del asalto israelí a Yenín.
Por su parte, la Organización Mundial de la Salud informó de que el ejército israelí estaba impidiendo a los equipos de primera intervención llegar hasta los heridos y tratarlos.
Con toda la disidencia política sobre Israel aplastada, lo que queda ahora son pequeños islotes de disidencia cultural, representados de forma más visible por un puñado de viejos gigantes de la escena artística.
Figuras como Loach y Roger Waters son vestigios de una época diferente, en la que ser socialista no se equiparaba a ser antisemita.
Loach era una espina en el costado de Starmer porque provocaba olas desde dentro del laborismo.
Pero el alcance de la ambición de Starmer de destripar también a la izquierda cultural del Reino Unido se puso de manifiesto el mes pasado cuando escribió al organismo judío Board of Deputies para acusar a Waters -de forma totalmente gratuita- de «difundir un antisemitismo profundamente preocupante».
Los últimos fuegos
En una muestra más de sus instintos autoritarios, Starmer pidió que se prohibieran los conciertos del músico.
Las pruebas del supuesto antisemitismo de Waters son tan inexistentes como la afirmación anterior de que el odio a los judíos se había convertido en un «cáncer» bajo Corbyn. Y son los mismos grupos del establishment que difaman a Waters los que difaman a Corbyn: el gobierno, los medios corporativos, el ala laborista de Starmer y el lobby israelí.
Waters ha sido ampliamente denunciado por vestirse brevemente con un uniforme de estilo nazi durante sus espectáculos, como viene haciendo desde hace 40 años, en una clara sátira sobre la atracción y los peligros de los líderes fascistas.
Nadie se interesó por los mensajes políticos de sus espectáculos hasta que fue necesario utilizar el antisemitismo como arma contra la izquierda cultural, una vez eliminada la izquierda política.
Al igual que Corbyn, Waters es un defensor abierto y de alto perfil de los derechos de los palestinos. Al igual que Corbyn, Waters es un antibelicista ruidoso y poco convencional, incluso crítico con los esfuerzos de la OTAN por utilizar Ucrania como campo de batalla en el que «debilitar» a Rusia en lugar de entablar conversaciones.
Al igual que Corbyn, Waters critica los excesos capitalistas y defiende una sociedad más justa y más amable, como la que la mayoría de la gente ha borrado de su memoria.
Al igual que Corbyn, y a diferencia de los políticos tecnócratas sin carisma, Waters es capaz de atraer a multitudes e inspirarlas con un mensaje político.
En el retorcido clima político actual de Gran Bretaña, cualquiera con conciencia, compasión o sentido de la injusticia –y cualquiera capaz de comprender la hipocresía de nuestros líderes actuales– corre el riesgo de ser tachado de antisemita.
La campaña aún no ha terminado. Continuará hasta que se hayan extinguido los últimos fuegos de la disidencia política.
Fuente: Jonathan Cook
Foto: Jeremy Corbyn y Keir Starmer
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