Del libro “África, la madre ultrajada” de Joan Carrero, pp. 137-142, marzo 2010
En todo caso, más allá del atentado y de la simultánea ofensiva final del FPR, que a partir de aquel mismo 6 de abril de 1994 incrementó las matanzas sistemáticas de población civil, las masacres iniciadas a su vez por los extremistas hutus a partir de ese momento fueron horribles. Es necesario enfrentarse a ellas, por perturbadoras que sean. La ONU se ha posicionado a su manera: durante años ha cedido a las presiones y al juego criminal de los ideólogos del FPR y de las potencias que lo protegen, calificando reiteradamente como genocidio planificado las masacres protagonizadas por los extremistas hutus y como simples actos aislados de venganza las matanzas cometidas por el FPR.
Me referiré en primer lugar al genocidio cometido por los extremistas hutus. Veremos en su momento la inconsistencia de la teoría que sostiene la existencia de planificación. Una planificación que, sin embargo, no es condición necesaria para que unas determinadas masacres deban ser consideradas genocidio. De momento me limitaré a tratar aquella cuestión que es en realidad el núcleo mismo de cualquier genocidio: la voluntad de destruir, total o parcialmente, un grupo nacional, étnico, racial o religioso. Es evidente que durante la primavera de 1994, en la zona aún no conquistada por el FPR, algunos de los extremistas hutus pretendían el exterminio de, al menos, una parte sustancial de la etnia tutsi. Esto es verdad a pesar de ser también cierto que otros muchos asesinaban no a los tutsis en general sino sólo a aquellos a los que consideraban cómplices de los criminales del FPR. Por esa razón, la calificación de genocidio parece ser clara. Pero, a la vez, una cosa es cierta y no debe ser ocultada: incluso para los hutus que deben ser considerados como verdaderos genocidas, cualquier tutsi era no sólo miembro de un colectivo étnico determinado diferente al suyo propio, sino que a la vez, indisolublemente, también era miembro de un colectivo agresor que había traído a los suyos una insoportable desgracia. Más adelante veremos, con ayuda de algunas anécdotas de entre las miles que podría recoger, como en la gran mayoría de los casos no se asesinaba a los tutsis por el hecho de ser tutsis sino sobre todo en función de su complicidad con el FPR.
Para entender bien lo que pasó en aquellos terribles cien días es necesario mantener ambos elementos a la vez. En un momento dado se desataron, en la zona gubernamental, todos los demonios del odio y de la crueldad. Miles o decenas de miles de hutus empezaron a asesinar desenfrenadamente a cientos de miles de conciudadanos tutsis. Muchos de los asesinos masacraban a los tutsis por el mismo hecho de ser tutsis. Pero, aún en este caso, no podemos dejar de lado el hecho de que incluso éstos verdaderos genocidas percibían a los tutsis, como unos terribles agresores sin piedad que, desde el exterior y con la colaboración de miles de tutsis del interior, acabarían a su vez con ellos mismos y con los suyos si ellos no lo hacían antes. Es necesario mantener a la vez ambos datos, aunque tan sólo sea para no caer en la trampa de una propaganda oficial que pretende equiparar el genocidio de los tutsis al genocidio de los judíos: genocidio este último en el que no hubo ninguna feroz agresión inicial por parte de las víctima, como si lo hubo por parte de los tutsis del FPR; genocidio que fue además meticulosa, anticipadamente y centralizadamente planificado por el Gobierno nazi, contrariamente a lo que sucedió en Ruanda. Desde mi punto de vista existen dos posicionamientos lícitos frente a estos hechos: el que considera que la clave está en el odio étnico y el que cree que está en el odio a los agresores. Es posible poner el acento en una u otra de estas dos motivaciones siempre y cuando no se elimine la otra, eliminación que nos haría caer en la manipulación que pretende asimilar “el” genocidio ruandés al genocidio nazi.
En segundo lugar, respecto a las supuestas motivaciones de venganza por parte de los criminales del FPR/EPR, hay que destacar que cualquier persona ecuánime que conozca mínimamente esta tragedia y que rechace ser manipulada tan burdamente no puede dejar de preguntarse: ¿de qué venganza nos hablan estos grandes expertos? ¿Qué agravios anteriores estaba vengando el FPR cuando el 1 de octubre de 1990 inició la invasión de Ruanda y las crueles masacres que ya antes del genocidio de la primavera de 1994 costaron la vida a unos doscientos mil hutus? James K. Gasana documenta estadísticamente que, sólo en el mes de febrero de 1993 y sólo en las prefecturas de Ruhengeri y Byumba, fueron masacrados por el FPR unos 42.000 hutus. Introduce el cuadro de dicha estadística con el siguiente párrafo:
A nivel humano, la angustia es enorme. Las exacciones del FPR en las prefecturas de Ruhengeri y de Byumba causan una enorme cólera en todo el país. El problema de los desplazados de guerra se vuelve complejo. Las ayudas aportadas en los campos, cuando no son insuficientes, tardan en llegar. Los índices de mortalidad en las categorías de los más vulnerables de la población es muy elevada. Los pobres, que no tiene relación alguna con el objeto de la guerra, pero son “culpables” de no pertenecer a la etnia de los rebeldes, son salvajemente masacrados. En los campos de desplazados, se escuchan los relatos más espantosos sobre las exacciones de los combatientes del Frente.1
En una nota al pie de página, James K. Gasana aclara que ha establecido dichas tablas sobre la base de una carta del 19 de febrero de 1993 dirigida al papa Juan Pablo II y a los presidentes de Francia, Rusia, Holanda, Estados Unidos, etc. por veinticuatro profesores e investigadores de etnias diferentes de la Universidad nacional de Ruanda, denunciando “un genocidio hutu” perpetrado por el FPR.
Llegados a este punto no me queda otra alternativa que expresar mi estupor. Semejante arbitrariedad en la calificación de estos crímenes me ha obligado a acuñar un término con el que más adelante titularé un apartado: el de venganzas preventivas. Siglos atrás era frecuente en la cristiandad que, ante la incomprensibilidad de algún dogma de fe o de alguna otra doctrina que contradijese toda lógica, el representante oficial de las instituciones eclesiásticas o el fanático devoto de turno ahogasen todo debate con un conocido apotegma: “Doctores tiene la Santa Madre Iglesia”. Confieso que me siento en una situación semejante a la de aquellos rebeldes insumisos que osaban cuestionar toda esa sapiencia. Lo cual ya no me perturba. La historia en general y la mía en particular me ha enseñado que no debe importarme ir a contracorriente, porque nada hay menos seguro que “el supuesto saber”. Pero veamos más detenidamente ambas calificaciones, la de genocidio y la de actos aislados de venganza.
Respecto a la calificación como genocidio de las masacres cometidas por los extremistas hutus, nos encontramos con que, por una parte, las matanzas de carácter político no están contempladas en la Convención para la Prevención y Sanción del Delito de Genocidio.2 Pero, por otra, se da el hecho de que incluso representantes tan importantes del establishment oficial que ha creado y que sigue sosteniendo la versión oficial, como son la fiscal general del TPIR, Louis Arbour, o el general Romeo Dallaire, han reconocido que estas masacres eran sobre todo de orden político y sólo secundariamente étnico. Trataré más a fondo, en su correspondiente capítulo, esta importante cuestión con la ayuda de investigadores amigos como Robin Philpot o Charles Onana.
En todo caso, ¿quién sería capaz de analizar los oscuros recovecos de las mentes de los extremistas hutus y diseccionar si esas motivaciones genocidas son debidas fundamentalmente al odio étnico o al odio al agresor y en que porcentaje? Personalmente considero que sin ese factor de la agresión inicial del FPR y sin el atentado presidencial no habría existido genocidio. Aunque respeto a quienes prefieren poner el acento en las motivaciones étnicas. De todos modos yo también considero como genocidio dichas masacres porque las motivaciones étnicas no estaban ausentes, aunque incluso no fuesen las fundamentales; porque se responsabilizó de la agresión del FPR a todo tutsi colectivamente, a culpables e inocentes; y también porque desde mi punto de vista considero que la eliminación parcial o total de otros colectivos, políticos por ejemplo, debería ser considerada genocidio.
Personalmente me cuesta aceptar que la eliminación de unas decenas de miles de seres humanos por causa de su pertenencia a un grupo étnico, racial, nacional o religioso deba ser considerado siempre el gran crimen de todos los crímenes mientras que la eliminación de millones de oponentes políticos deba ser considerado como una especie de crimen menor en relación al anterior. Esta discriminación huele demasiado a manipulación y poder, un poder capaz de marcar siempre las reglas mundiales del juego. De todos modos, más allá de que “técnicamente” la pretensión de calificar como genocidio unos crímenes masivos de carácter político fuese no sólo dudosa sino incluso insostenible, la comunidad internacional debería estar obligada a intervenir no sólo en razón de la calificación jurídica de los crímenes sino también en razón de su gravedad y magnitud. En esta misma línea, la Audiencia Nacional española sostuvo en su momento que unos asesinatos sistemáticos para destruir a un colectivo de oponentes políticos, totalmente o en parte, como hizo la dictadura argentina a finales de los años 70, son constitutivas del delito de genocidio. Pero, hoy por hoy, la calificación de genocidio sólo es aceptada por todo el mundo según una interpretación exclusivamente literal y restrictiva del artículo II de la citada Convención para la Prevención y Sanción del Delito de Genocidio.
Espero que, con el tiempo, lleguen a ser consideradas como genocidio esas masacres de carácter político. De momento, afirmar que el genocidio ruandés de la primavera de 1994 se adapta perfectamente a la Convención para la Prevención y Sanción del Delito de Genocidio sería, desde mi punto de vista, falsear la naturaleza de esas masacres dándoles a su componente de motivación étnica una centralidad que creo que no tuvo en realidad. Estoy convencido de que la mayoría de quienes asesinaron a cientos de miles de tutsis lo hicieron no tanto por el hecho de que las víctimas perteneciesen a esa etnia, sino porque estaban persuadidos de que, dada la gran fractura étnica que la agresión del FPR había producido entre hutus y tutsis y dada la intensa solidaridad étnica que por ello imperaba en aquel período, su condición étnica hacía de todo tutsi un probable colaborador de sus hermanos inkotanyi del FPR. Unos inkotanyi que eran percibidos por la población hutu como los señores de la guerra que estaban arrasando el país desde hacía ya más de tres años, que acababan de asesinar al “padre de la patria”, que se estaban infiltrando a millares en Kigali y que acabarían con todos ellos si no lo impedían. Hubo ciertamente una globalización injusta y criminal de los tutsis por parte de los extremistas hutus. Pero ésta no consistió primordialmente en globalizarlos como miembros de una etnia a la que había que eliminar, como hicieron los nazis con los judíos, sino que los globalizaron como un colectivo étnico de agresores.
El miedo, la rabia, el odio y la impotencia frente a una tropa del FPR bien armada, contra la que los machetes no podían hacer gran cosa, desencadenó la matanza de los únicos que estaban a su alcance: los presuntos colaboracionistas, los tutsis del interior de Ruanda. El hecho de que, en medio de tal desenfreno, tales masacres se fueran más o menos organizando y de que, en algunas prefecturas y municipios, incluso estuviesen implicadas las autoridades nacionales o locales en tal organización, no contradice en absoluto mi punto de vista. Esta postura consiste, pues, en la negación no del genocidio pero sí de sus motivaciones fundamentalmente étnicas, así como de su planificación. Como veremos más adelante, la constatación de la inexistencia de tal planificación es la postura general de aquellos que yo considero auténticos expertos en este conflicto.
Todo ello no coincide exactamente con lo que nuestro mundo entiende por genocidio desde que el pueblo judío fuera casi exterminado por los distintos cuerpos armados del Gobierno nazi. Millones de civiles, que no estaba en guerra con nadie, fueron eliminados por el sólo hecho de ser judíos. Una prueba de tal disparidad es que los extremistas hutus no sólo asesinaban a todo tutsi sino también a cualquier hutu sospechoso de colaboracionismo. Por desgracia, la mayoría de los tutsis era delatados por sus rasgos, mientras que para los asesinos que controlaban, por ejemplo, tantas barreras emplazadas por aquellos días en las carreteras de Ruanda, no era nada fácil el descubrir si alguien de rasgos hutus era o no un colaboracionista.
Por otra parte, respecto a la segunda cuestión, la de la venganza como supuesta motivación de las masacres sistemáticas contra cientos de miles hutus, hay que tener en cuenta ante todo que los hechos que Abdul Ruzibiza y tantos otros nos han contado son tanto o más terribles que las barbaries, tan publicitadas, cometidas por los extremistas hutus durante cien días. Pero además están revestidos de diversos agravantes, de los que me limitaré a citar tan sólo tres:
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El primero es el de la existencia de planificación. Planificación que, por el contrario, el TPIR no ha sido capaz de demostrar en el genocidio obra de los extremistas hutus. Y ello a pesar de que, para lograrlo, ha recibido durante quince años una cuantiosa financiación y todo tipo de apoyos.
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El segundo es la condición de agresión internacional. Se trata del primero de los grandes crímenes punibles por la justicia internacional, según los Principios de Núremberg.
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El tercero es el fuerte componente étnico. Seguramente, las masacres ejecutadas por el FPR/EPR se corresponden mucho más que las de los extremistas hutus a lo definido por la Convención para la Prevención y la Sanción del Delito de Genocidio. Es cierto que hay en ellas un fuerte componente político, entendiendo lo político según el modo con que el FPR lo entiende: la lucha por el poder por cualquier medio, incluidos los crímenes masivos. Pero es mi convicción que en el núcleo irreductible del FPR existe una ideología racista mucho más evidentes que en los extremistas hutus que reaccionaron a las insoportables agresiones de éste.
Pero sobre todo, el considerar las masacres planificadas y ejecutadas sistemáticamente por el FPR/EPR, muchas de las cuales fueron realizadas años antes del genocidio de la primavera de 1994, como actos aislados de venganza por ese genocidio se convierte en un enigma nada fácil de resolver. Las matanzas realizadas por esta organización durante el genocidio en las zonas que controlaba y la posterior limpieza étnica en todo el país tras su victoria fueron planificadas y sistemáticas. En absoluto pueden ser consideradas actos de venganza. Pero pretender que incluso ya las anteriores al 6 de abril revisten carácter de venganza, es puro descaro por parte del FPR y complicidad por parte de sus aliados. A no ser que, para los expertos oficiales, aquellas primeras y grandes masacres no sean dignas de consideración.
Sin embargo, ninguna comisión de la ONU debería haber ignorado una escandalosa realidad que jamás pudo tener el carácter de venganza: regiones enteras de Ruanda fueron vaciadas de su población hutu. Desde octubre de 1990 hasta abril de 1994 fueron masacrados por el FPR decenas de miles de hutus, en torno a los doscientos mil según los cálculos de quienes las vivieron de cerca y de aquellos expertos que más confianza me merecen. A esto hay que añadir la huida aterrorizada de otros muchos cientos de miles que supieron de ellas, sobre todo a partir del virulento ataque desencadenado por el FPR en febrero de 1993. El resultado fue el vaciamiento de regiones enteras de la mitad noreste de Ruanda. Robin Philpot llega a dar una cifra concreta que revela esta infamia: “Dos años y medio después de la invasión, sólo quedaban 1800 personas en una región del norte de Ruanda que contaba con 800.000 antes de la guerra”.3
Ese vaciamiento, sobre todo de Byumba aunque también de Ruhengeri, Kibungo o la zona rural de Kigali, fue tan descarado que el FPR, meses después, cuando ya había alcanzado el poder, llegó a estar seriamente preocupado porque esta realidad trascendiese internacionalmente. En el interior de Ruanda, felizmente liberada por unos salvadores amados por el pueblo… ¡faltaban millones de ruandeses! Pero los que sobrevivían en los inmensos campos de refugiados, en los países limítrofes, preferían malvivir en ellos antes que caer en manos de los inkotanyi en el interior de Ruanda. Sin pretenderlo, dejaban en evidencia a un FPR que se presentaba como un movimiento liberador, pero que solo provocaba terror a la inmensa mayoría de sus conciudadanos. Un terror que había vaciado Ruanda de más de la mitad de su población.
Estos eran algunos de los motivos por los que más tarde, con la complicidad de Estados Unidos y sus aliados, y hasta del ACNUR, se forzó el retorno de los refugiados que sobrevivían en Zaire. Pero antes hubo que crear nuevas mentiras oficiales para justificar la injustificable destrucción de los campos: los refugiados no retornaban porque eran rehenes de… ¡los genocidas! De nuevo el genocidio como justificación para las mayores barbaries. Al mismo tiempo se falseaba a la baja el número de los millones de hutus que habían huido de Ruanda.
Pero era tal el terror que el retorno inspiraban a los refugiados, que la gran mayoría de ellos prefirieron huir o morir en Zaire antes que ser repatriados. Ese es precisamente el título del valiente libro testimonio de una de estas refugiadas, Marie-Béatrice Umutesi, a quien ya he aludido en páginas anteriores. Su figura y su experiencia ocuparán un espacio central en uno de los apartados de esta obra. Otros muchos, se abandonaron, ya derrotados, en manos del FPR/EPR y de la “comunidad internacional” por puro agotamiento y resignación.
Así pues, pretender que las sistemáticas masacres llevadas a cabo por los extremistas hutus tras el atentado presidencial fueron el primer episodio de una epopeya liberadora, masacres tras la que el FPR se vio obligado a intervenir heroicamente; pretender que tales masacres surgieron repentinamente de la nada, ya sea de modo espontáneo o planificado; pretender que antes de esa fecha no hay nada grave que reprochar al FPR… es una manipulación tan burda que no resiste el más sencillo análisis de los hechos. El dominio en los grandes medios de comunicación de tan falsaria doctrina oficial es sólo la evidencia de la ignorancia de nuestro mundo. Antes del atentado presidencial, durante algo más de tres años, el FPR ya había conseguido hundir a Ruanda en el caos y la anarquía: millones de hutus, aterrorizados ante las masacres de decenas de miles de los suyos, se desplazaban constantemente, hasta el punto de que muchas prefecturas quedaron casi totalmente vacías. Sólo en el campo de desplazados de Nyacyonga, en los alrededores de Kigali, malvivían casi un millón de ellos.
Todo esto sucedía en un pequeño país cuya población en 1991 no llegaba a los ocho millones de personas. En su estrategia de búsqueda del caos, el FPR también había logrado objetivos como la destrucción de la central hidroeléctrica de Ntaruka, que alimentaba a todo el país, o la sistemática obstaculización de la recolección de cosechas, llevando el hambre a un amplio sector de la población. Y sobre todo, el FPR había conseguido, mediante el asesinato selectivo de aquellos líderes que constituían un obstáculo para sus planes y mediante la adjudicación de su autoría a las fuerzas gubernamentales, así como mediante otros muchos perversos métodos y estrategias, el herir de muerte a este sufrido pueblo al provocar una profunda escisión étnica que aún hoy sigue abierta.
Aunque aún cabe una posibilidad… Quizá sí… Quizá las masacres sistemáticas del FPR anteriores al “genocidio de los tutsis” sean en realidad sólo una venganza. Una terrible venganza que, al pretender eliminar una parte sustancial de la etnia hutu, a millones de sus miembros y sobre todo a las élites, por el hecho mismo de su pertenencia étnica, reviste las condiciones requeridas para la calificación de genocidio. Una venganza genocida, pero venganza al fin. Quizá sin pretenderlo y sin tan sólo ser conscientes de ello, los superexpertos hayan dado en la diana, hayan encontrado la clave principal, hayan hallado la razón última que movía y mueve a Paul Kagame y a su camarilla de asesinos: la venganza, el afán de represaliar a todo el pueblo que un día cometió el crimen de rechazar a la clase feudal tutsi y optar por la república. Quizá el FPR no inició el conflicto en octubre de 1990, quizá tan sólo se vio obligado a intervenir para reparar, treinta años después, una gran injusticia previa. Quizá fue el pueblo hutu el que con su “violenta” revolución de finales de los 50 destruyó la “armonía” que reinaba en la “idílica” Ruanda feudal…
Pues bien, todo esto no es una ironía por más que pueda parecerlo. Todo esto es el meollo mismo de la ideología feudal, racista y esclavista de Paul Kagame y su entorno. Todo esto es el núcleo de la nueva historiografía que el FPR impone oficialmente en Ruanda y que expertos internacionales se empeñan en enseñar al mundo. Edouard Kabagema explica los criterios con los que el FPR aplicaba su venganza:
Del mismo modo que había tutsis a los que los hutus odiaban naturalmente como consecuencia de su arrogancia, de su rechazo a integrarse en las masas hutus, de su desprecio hacia los hutus, esto es, los tutsis altivos y despectivos, los tutsis implicados de lejos o de cerca en el apoyo a la rebelión tutsi, los tutsis generalmente percibidos como “nostálgicos de la dominación del pasado” y muy afectos a la contra-revolución, había también hutus a los que los tutsis odiaban con un odio espontáneo, natural, irracional. Eran los hutus que poseían un cierto físico, un cierto rigor, una cierta intransigencia política. Los más odiados eran los partidarios del MDR,4 o los hutus cuyos padres o parientes próximos habían tenido un papel activo en el derribo de la monarquía feudal en 1959. A ellos hay que añadir los seguidores de los partidos de ideología republicana, el MRND,5 la CDR6 y los hutus de las alas duras de los partidos PL7 y PSD;8 los hutus ricos o intelectuales. E incluso los simples campesinos que habían ocupado ciertas posiciones de liderazgo bajo el poder republicano tampoco eran perdonados. En una palabra, todos los hutus adictos a la revolución, todos los hutus a los que, con razón y sin ella, se les calificaba de “extremistas” y a veces de “integristas”. Estos hutus eran el blanco designado de sus vecinos tutsis. Éstos últimos los señalaban con el dedo y los rebeldes tutsis venían a secuestrarlos para degollarlos. Los tutsis llamaban a eso kubatanga o entregar los indeseables hutus a los rebeldes tutsis.9
1 Obra citada, página 185.
2 Según el artículo II de la misma, “se entiende por genocidio cualquiera de los actos mencionados a continuación, perpetrados con la intención de destruir, total o parcialmente, a un grupo nacional, étnico, racial, o religioso, como tal: (a) Matanza de miembros del grupo; (b) Lesión grave a la integridad física o mental de los miembros del grupo; (c) Sometimiento intencional del grupo a condiciones de existencia que hayan de acarrear su destrucción física, total o parcial; (d) Medidas destinadas a impedir los nacimientos en el seno del grupo; (e) Traslado por fuerza de niños del grupo a otro grupo”.
3 Ça ne s´est passé comme ça à Kigali, página 43.
4 Movimiento Democrático Republicano.
5 Movimiento Revolucionario Nacional para el Desarrollo. Con el establecimiento del multipartidismo, el 5 de julio de 1991, debió cambiar su designación: se añadió una segunda D para introducir el término Democracia.
6 Coalición para la Defensa de la República.
7 Partido Liberal.
8 Partido Social Demócrata.
9 Página 140.