Diversos amigos me han preguntado durante estos días: ¿por qué motivos el papa Francisco puede haber actuado de una manera tan hiriente y dolorosa para millones de ruandeses y congoleños? Al final de la segunda parte de este artículo ya enunciaba dos de las que creo que podrían ser las causas de una actuación tan desafortunada. Hoy analizaré aquella que considero la primera y principal de ellas: los más poderosos medios globales de comunicación han ejercido tal presión, han llevado a cabo una campaña tan poderosa para imponer la tendenciosa interpretación de los acontecimientos elaborada por los herederos de la aristocracia feudal tutsi, élite de una astucia y un maquiavelismo legendarios, que ni la misma diplomacia vaticana habría sido capaz de escapar de la falsaria versión de “el genocidio de los tutsis” que aún sigue dominando en el mundo.
Tan solo por haberse referido, en su último libro sobre Ruanda, a esta cultura de la mentira y de la manipulación propia de las élites cortesanas tutsis, el investigador y escritor Pierre Péan tuvo que sufrir el más increíble acoso por parte del Gobierno de Ruanda y de algunas ONGs verdaderamente mafiosas que dicen defender los derechos humanos pero que en realidad colaboraban con el Gobierno ruandés. A pesar de que la justicia francesa le dio finalmente la razón, tuvo que soportar un agotador juicio por supuesta difamación contra la etnia tutsi y una terrible campaña contra su persona. En un artículo titulado “Ruanda: el método Kagame”, el periodista Hubert Martin escribía en Liberté politique.com el 26 de septiembre de 2009, con motivo de citado juicio a Pierre Péan: “Todos aquellos que toman a los africanos como aficionados no conocen nada sobre quién es Kagame y el equipo que dirige actualmente Ruanda […]. En lo que se refiere a la manipulación política, nuestros dirigentes deben persuadirse de que, en comparación con estas gentes en el poder en Kigali, ellos sólo son niños del coro”. Yo me atrevería a aplicar también el mismo calificativo a una diplomacia vaticana que, en el menos grave de los casos, ha sido manejada como una marioneta por el poder manipulador de Kigali.
En todo caso, al implorar perdón a Dios por el genocidio contra los tutsis, el papa Francisco ha avalado una determinada versión de la tragedia ruandesa. Con su gran autoridad moral en todo el planeta, ha convertido en casi incuestionables, al menos para cientos de millones de católicos, aquellos acontecimientos (y solo ellos) en los que todo el mundo piensa cuando escucha o lee la expresión “el genocidio contra los tutsis”. Y al referirse, en especial, a las responsabilidades en él “de la Iglesia y de sus miembros, entre ellos sacerdotes, religiosos y religiosas que cedieron al odio y a la violencia, traicionando su misión evangélica”, sin referencia alguna a los cientos de ellos de la etnia hutu que no fueron verdugos sino víctimas (no solo durante la primavera de 1994 sino también en los años posteriores), ha reforzado más aún esa misma versión dominante. Versión según la cual la Iglesia y el clero jugaron un papel fundamental en el genocidio, junto a los intelectuales y a las cúpulas del Gobierno y de las Fuerzas Armadas. Justo toda aquella élite hutu que debía ser eliminada para siempre.
El problema, un gran problema, es que si el papa Francisco se hubiese dejado llevar por la oscura influencia de determinados lobbies o por el consenso mediático existente en torno a una falsaria versión dominante, habría contraído una grave responsabilidad ante la historia y ante millones de víctimas. Todo lo contrario del papel jugado por monseñor Christophe Munzihirwa, tan lúcido y evangélico en su denuncia frontal de la manipulación de los lobbies tutsis y de su plan de exterminio de una gran parte de la etnia hutu, en especial de toda su élite. Si la versión que se ha conseguido imponer sobre dicho genocidio, convirtiéndola así en una doctrina oficial, no fuese verdadera (ya sea por falsaria o por parcial y tendenciosa), las citadas declaraciones del papa Francisco serían lo más grave de aquel nefasto día. Mucho más grave que el hecho de que haya recibido a un gran criminal tan calurosamente, saliendo hacia su encuentro hasta la mitad de la antesala que precede a la Biblioteca Apostólica Vaticana, donde recibe a sus invitados de honor.
El negacionismo es incluso un delito punible. Pero el ocultar elementos relevantes sobre los acontecimientos juzgados es también otra forma de mentira y un grave delito. De ahí que, en la conocida fórmula ritual de algunos juicios, se inste al testigo a declarar no solo la verdad sino también “toda” la verdad. Por tanto, ante la terrible realidad de un genocidio como el sucedido en Ruanda en la primavera de 1994 es un deber moral el preguntarnos: ¿las masacres sistemáticas de cientos de miles de tutsis en los llamados “cien días de sangre”, masacres llevadas a cabo por los extremistas hutus a partir del 7 de abril, masacres que (por tener un componente de motivación étnica) constituyeron un genocidio… son toda la verdad sobre este genocidio? Y la respuesta es que tales masacres son solo una parte de la verdad. Está además la cuestión de la magnitud de ellas: es una gravísima falsedad el inflar la cifra de las víctimas tutsis hasta el punto de casi triplicarlas, cosa que sin duda se ha hecho. El desenmascarar esta doctrina dominante sobre “el” genocidio es la más importante tarea que se puede llevar a cabo para un futuro en paz en el África Central.
Durante muchos años, la doctrina del “único” genocidio, el planificado por un gobierno y un pueblo hutus, al parecer intrínsecamente genocidas, ha dominado totalmente el panorama. Pero actualmente tal farsa es insostenible. Hasta la misma ONU, bloqueada durante años por las potencias anglosajonas en lo que al dossier ruandés se refiere (como confesó en sus memorias la fiscal del Tribunal Penal Internacional para Ruanda, la suiza Carla del Ponte), ha documentado muchas masacres masivas de hutus, masacres de carácter genocida, realizadas por los extremistas tutsis del FPR/EPR (Frente Patriótico Ruandés/Ejército Patriótico Ruandés).
Hay que recordar que la Convención para Prevención y la Sanción del Delito de Genocidio se refiere a la intención de destruir parcialmente (no solo totalmente) a un grupo nacional, étnico, racial o religioso, como tal. De modo que es una burda mentira el afirmar, como hizo Alison Des Forges, la gran “experta” de Human Rights Watch en el dossier ruandés, que el juez Fernando Andreu “debería probar la intención de exterminar a todos los miembros de la etnia hutu” antes de poder afirmar que hubo un genocidio contra los hutus. Pareciera que, según esa extraña lógica, la masacre de 3.000.000 de hutus no constituiría genocidio pero la de 300.000 tutsis sí. Sin embargo, como testificaron ante el juez varios ex militares del FPR/EPR, el principal objetivo de la planificación y ejecución de los ataques a los campos de refugiados hutus en el este del Zaire a partir de octubre de 1996 y la persecución posterior de ellos, era “matar el mayor número posible de hutus”. Esa era la orden por ellos recibida.
Estos extremistas tutsis formaban parte del ejército ugandés, el NRA (National Resistance Army), y eran descendientes de los antiguos señores feudales de Ruanda. El 1 de octubre de 1990, habían iniciado desde Uganda la reconquista del país de sus ancestros poniendo en marcha una violenta operación de acoso y derribo del régimen republicano de Juvénal Habyarimana, de mayoría hutu. Unos poderosos padrinos occidentales los financiaron, los sostuvieron con todo tipo de apoyos encubiertos, incluido el militar, y ocultaron o justificaron esta grave agresión internacional en los grandes foros diplomáticos mundiales. Finalmente, cuatro años después, con la inestimable ayuda de los grandes medios de comunicación internacionales de los que disponen, estos poderosos lobbies y sus protegidos regionales alcanzaron el objetivo último de toda su propaganda: presentar a los agresores como víctimas, presentar al FPR ante el mundo como el auténtico representante y liberador de la perseguida etnia tutsi. Y consiguieron presentarlo no como un liberador cualquiera sino como el liberador que detuvo un genocidio. Y no un genocidio cualquiera sino un genocidio comparable, según ellos, al genocidio llevado a cabo por los nazis, tanto por su gravedad como por su planificación.
Efectivamente, tras casi cuatro años de sufrir una feroz agresión y tras el asesinato del presidente ruandés, el hutu Juvénal Habyarimana, al anochecer del 6 de abril de 1994 (precisamente la hora y el día en el que me encuentro escribiendo sobre todo esto), los hutus más exaltados y extremistas descargaron, durante la primavera de 1994, todo su miedo, furia y rencor contenidos, cometiendo un terrible genocidio. Sin embargo, impresiona el descubrir las pruebas de que durante los años anteriores el FPR ya había intentado a su vez el provocar esta reacción descontrolada de los extremistas hutus y el caos generalizado. Impresiona también el descubrir las pruebas de que, con años de antelación a este genocidio de la primavera de 1994, el FPR intentó reiteradamente el justificar su grave crimen de agresión internacional acusando ya de genocidio al “régimen” Habyarimana.
El estudio de las grandes masacres posteriores al atentado presidencial revela que las circunstancias de ellas fueron de una gran complejidad, revela que los móviles y los autores fueron sumamente diversos. Era el caos tan buscado por el FPR para justificar su intervención “liberadora”, un FPR aceptado tan sólo por un sector minoritario de la población, un FPR bien consciente de que con la llegada de la democracia, tan próxima ya, perdería cualquier opción de conseguir el poder hegemónico al que aspiraba.
Pero con el crescendo imparable de la ofensiva final del FPR, iniciada simultáneamente al atentado presidencial, con el crescendo de sus masacres masivas de civiles hutus, con el crescendo de la barbarie bélica generalizada, también los milicianos extremistas hutus empezaron a descargar toda su violencia contra multitud de inocentes cuyo único crimen era el de formar parte de la etnia tutsi, la etnia de los agresores. Estos milicianos empezaron entonces a convertirse en los verdaderos protagonistas de estas masacres, obligando incluso a la gente común a participar en ellas. Aunque tras tanta violencia generalizada había un factor determinante, que no era precisamente el étnico, al que se ha intentado culpar de todo. El afirmar que se asesinó a los tutsis por el mismo hecho de ser tutsis y sólo por ello, es una explicación totalmente insuficiente, sesgada y falsaria de su brutal exterminio. Sin tener en cuenta el factor realmente determinante al que me refiero, jamás se podrá entender lo que pasó:
“Y fue ante todo este temor a la vuelta del orden antiguo, este miedo a volverse a encontrar bajo un régimen de opresión, lo que explicaba aquel furor extremo de un pueblo poseído por su desesperación” (Edouard Kabagema, Un pueblo descuartizado. Genocidio y masacres en Ruanda, 1994, página 112. Editorial Milenio 2005, Lleida. Esta frase es la única que el autor ha destacado en cursiva a todo lo largo de su libro).
Dado que los agresores eran precisamente los descendientes de los antiguos señores feudales tutsis, la motivación étnica de las masacres estaba sin duda indisolublemente ligada a esa desesperación provocada por el pánico a recaer en la antigua opresión. Es por ello por lo que califico como genocidio a las grandes masacres realizadas en la primavera de 1994 por los extremistas hutus: las motivaciones étnicas, que son las que en este caso caracterizan el crimen de genocidio, estaban presentes en tales masacres. Sin embargo es una gran farsa el asimilar el genocidio de los tutsis al que es considerado el genocidio por antonomasia, el genocidio nazi.
Los judíos no cometieron contra Alemania un crimen de agresión internacional, como lo cometieron contra Ruanda los extremistas del FPR; ni asesinaron al presidente alemán y a muchos otros altos cargos, como sí lo hizo el FPR en Ruanda; ni buscaban el control absoluto del poder, como lo buscaba el FPR; ni se apoderaron del poder en Alemania y gestionaron el país exterminando a cientos de miles de alemanes, como ha hecho el FPR en Ruanda; ni atacaron a continuación a un país vecino de Alemania para derrocar a su jefe de Estado, como ha hecho el FPR en el Congo. Es una gran infamia, como denuncian el doctor y especialista en este conflicto Helmut Strizek, diversos abogados defensores del TPIR (Tribunal Penal Internacional para Ruanda) y otros analistas honestos, el haber pretendido convertir a este tribunal en un nuevo Núremberg, ocultando a la opinión pública que el papel de grandes agresores internacionales, desempeñado entonces por los nazis, corresponde ahora a los “liberadores” himas-tutsis y a sus grandes padrinos anglosajones, y no al régimen de Juvénal Habyarimana. Es bien diferente el ser una minoría oprimida que una minoría que pretende oprimir a la mayoría, como busca el extremismo tutsi.
Según muchos y poderosos medios de comunicación internacionales, el genocidio de los tutsis fue un genocidio planificado con gran anterioridad. Sin embargo, gracias a la extraordinaria labor de los abogados defensores de las decenas de políticos y militares hutus acusados de ser los principales instigadores y responsables del genocidio y gracias también a algunos miembros de las Cámaras del TPIR, así como a diversos investigadores, ha quedado en evidencia que la doctrina de una tal planificación genocida anterior al 7 de abril de 1994 es una teoría artificialmente construida con unos objetivos bien precisos.
En realidad, la Convención para la Prevención y la Sanción del Delito de Genocidio no exige planificación para poder calificar como genocidio unos determinados crímenes. Solo se refiere a la intención de exterminio (total o parcial) de un determinado grupo. Pero, se intentó convencer al mundo de dicha planificación a fin de asociar el genocidio obra de “los hutus” al genocidio por antonomasia, el de los nazis. Al TPIR se le había encomendado subrepticiamente la misión de imponer al mundo la doctrina de un genocidio planificado con gran antelación. Pero ha sido incapaz de probar tal planificación, a pesar de tratarse de un organismo de la ONU financiado desde 1994 con cientos de millones de dólares anuales por una comunidad internacional inconsciente o cómplice de la agenda inconfesable, muy distinta de la oficial, que Estados Unidos y Gran Bretaña habían decidido para él.
El 18 de diciembre del 2008, al término de un juicio histórico para Ruanda que había durado más de seis años, el TPIR emitió una condena contra el coronel Theoneste Bagosora como máximo responsable de la instigación y organización del genocidio, junto al mayor Aloys Ntabakuze y al coronel Anatole Nsengiyumva. Un cuarto oficial, el general Gratien Kabiligi, fue exonerado. Lo importante y novedoso es que la sentencia absuelve a todos ellos de cualquier posible conspiración para el genocidio realizada con anterioridad al atentado del 6 de abril de 1994. Destaquemos la importancia de esta sentencia, a la que intencionadamente no se ha dado suficiente trascendencia: los mismos que, según el núcleo duro de los expertos de la doctrina oficial, fueron los cerebros planificadores del genocidio… ¡han sido absueltos de haberlo planificado!
El incuestionable axioma sobre el noble papel de liberadores con que se ha investido a las gentes del FPR/EPR aparece aún hoy, a pesar de ser absolutamente falso, como un estribillo inevitable e insoportable en casi todo lo que sobre este gran conflicto publican los medios de comunicación de masas. Esta cantinela suena una y otra vez para restar gravedad y banalizar los crímenes masivos del FPR posteriores a aquella primavera de sangre e incluso para justificarlos y reclamar indulgencia hacia los comprensibles sentimientos de venganza que los motivaron. Esta cantinela suena siempre para minimizar estos crímenes posteriores al genocidio de la primavera de 1994, ya que sobre los anteriores y los simultáneos casi nunca suele haber referencia alguna: es como si esos crímenes no hubiesen sucedido, como si el mismo FPR no hubiese aparecido en la escena hasta la primavera de 1994, como si incluso sólo hubiese sido creado precisamente para detener ese genocidio. Tal es el poder de distorsionar la realidad que tienen los grandes medios de comunicación que, en la práctica, pueden hasta cambiar a su antojo la cronología, así como minimizar hasta el límite unos crímenes numéricamente mucho mayores que los provocados por los extremistas hutus.
El genocidio sufrido por cientos de miles de tutsis del interior de Ruanda finalizó cuando el FPR consiguió la victoria y el control del país. Pero está perfectamente documentado que la élite del FPR no tenía el menor interés en detener el genocidio. A la cúpula de esta organización criminal sólo le importaba una cosa: alcanzar el poder lo más rápidamente posible. Están más que documentados dos hechos: que todas sus estrategias se desentendían sistemática y calculadamente de las masacres que realizaban en ese momento los extremistas hutus y que sus acciones militares estuvieron exclusivamente orientadas a la conquista del poder lo más rápidamente posible y sin reparar en la criminalidad de los métodos. Así consta incluso a nivel judicial: en el auto en el que, el 6 de febrero de 2008, el juez de la Audiencia Nacional española Fernando Andreu Merelles dictaba orden de arresto contra cuarenta máximos cargos del FPR/EPR e imputaba también, a pesar de su inmunidad presidencial, a Paul Kagame, ya entonces líder del FPR/EPR. Los cargos son los más graves posibles: delitos de genocidio, lesa humanidad, delitos contra las personas y bienes protegidos en caso de conflicto armado, integración en organización terrorista, actos terroristas, pillaje de recursos naturales y el asesinato de nueve ciudadanos españoles.
Todo esto adquiere especial gravedad cuando se toma conciencia de que el FPR, para alcanzar el poder, optó por un modus operandi que hacía de la provocación y del caos las claves principales. Sus estrategias eran y son tan perversas que dejan inerme al ser humano común, incapaz de imaginar tanta psicopatía. Buscaba el caos y los motivos que justificasen la opción militar e hiciese imposible cualquier marco democrático. En una democracia, que ya tenía fecha, una fecha muy cercana, su grupo minoritario no tenía ninguna posibilidad de alcanzar el poder, el poder absoluto que era su única meta.
En especial, optó por el magnicidio, con plena conciencia de que con él desataban el genocidio. Y de que sin la eliminación del presidente, que tenía el apoyo mayoritario de la población (incluido el de muchos tutsis), jamás alcanzaría el poder. El juez antiterrorista francés Jean-Louis Bruguière, tras investigar durante años el atentado del 6 de abril de 1994 en el que fue derribado el Falcon 50 presidencial y perdieron la vida los presidentes hutus de Ruanda y Burundi junto a sus diez acompañantes, emitió el 17 de noviembre de 2006 una orden en la que se libraba mandato de arresto contra nueve altos responsables del FPR/EPR. Así mismo consideró que, dada la clara responsabilidad en dicho atentado por parte de Paul Kagame, y dada su condición de inmunidad presidencial que impedía y sigue impidiendo que sea juzgado por un tribunal nacional, debía ser entregado al TPIR, por el que sí podría ser objeto de persecución. Por lo cual, mediante una demanda transmitida por vía diplomática, informó oficialmente al secretario general de la ONU de los elementos pertinentes de la investigación así como de los cargos recogidos contra Paul Kagame.
La cúpula del FPR no tenía interés alguno en detener las grandes masacres sufridas por las gentes de su propia etnia que habían vivido en el interior de Ruanda durante las últimas tres décadas, gentes a las que esa élite tutsi extremista consideraba traidores por no haberse exiliado cuando la monarquía tutsi fue democráticamente rechazada en 1961. Más aún: esa cúpula criminal hizo cuanto estuvo en su mano para impedir cualquier intervención internacional que hubiese podido detener el genocidio. Sabían que, al mismo tiempo, tal intervención habría obstaculizado su marcha imparable a sangre y fuego hacia el poder. Y efectivamente lograron boicotear dicha intervención.
Aunque en realidad sus grandes padrinos internacionales, los poderosos lobbies fundamentalmente anglosajones que actuaban por medio de los gobiernos de Estados Unidos y del Reino Unido, estaban tanto o más interesados que ellos mismos en evitar cualquier movilización internacional y en convertir disimuladamente a Ruanda, junto a la ya fiel Uganda, en el centro neurálgico y militar de su deseada nueva zona de influencia: la riquísima África Central. Había que lograr el control de esta región expulsando de ella a la Francia de François Mitterrand y cerrando el paso a China y otras potencias emergentes.
Finalmente, está la cuestión de la abultada cifra del millón de víctimas tutsis del genocidio. Como demostró la exhaustiva investigación de los profesores estadounidenses Christian Davenport y Allan C. Stam, en “el” genocidio pudieron morir unos trescientos mil tutsis. A lo sumo cuatrocientos mil. Si contrastamos tal información con otras también altamente fiables (como las aportadas por el exministro de Defensa del Gobierno multipartito de transición James K. Gasana, el activista doctor en ciencias políticas Nkiko Nsengimana o los profesores expertos en África Central Filip Reyntjens y Stefaan Marysse) comprobaremos que la proporción de víctimas de una y otra etnia se podría acercar a la de una víctima tutsi por cada diez víctimas hutus. O, como mínimo, a la de una y ocho respectivamente.
Ya antes de diciembre de 1994, Seth Sendashonga, ministro del Interior del nuevo Gobierno de los vencedores del FPR, denunció reiteradamente las continuas masacres de hutus y dio la cifra de 2.101.250 víctimas totales ruandesas hasta la fecha. Sus denuncias le costaron la vida: fue asesinado justo antes de testificar en el TPIR. A tal cifra habría que añadir las posteriores víctimas de la sistemática limpieza étnica que el FPR realizó en el interior de Ruanda y las masacres masivas de los refugiados hutus en el Zaire. ¡Estamos hablando del 40% del total de la población ruandesa y de unos seis millones de congoleños! Todo lo cual permite comprender la herida profunda que ha causado en millones de ruandeses y congoleños la petición de perdón del papa Francisco ante Paul Kagame por “el genocidio contra los tutsis”, sin referencia alguna a la inmensa mayoría de las víctimas. Acabo ya con una cita de mi libro La hora de los grandes filántropos en la que analizo el informe de los profesores Christian Davenport y Allan C. Stam e incluso su propio proceso personal que los llevó desde la doctrina oficial al descubrimiento de la verdad:
“He aquí las conclusiones de dos seres humanos honestos, dispuestos a no dejarse doblegar por ninguna crítica, chantaje o ataque: más de la mitad de las 800 000 víctimas del genocidio de la primavera de 1994 debieron ser miembros de la etnia hutu, lo cual desmiente que las motivaciones étnicas fueran las únicas (o incluso las principales) responsables de las masacres:
‘Según el censo, en 1994 había en el país seiscientos mil tutsis; según la asociación de supervivientes Ibuka, unos trescientos mil de ellos habían sobrevivido al baño de sangre de 1994. Lo que da a entender que entre los ochocientos mil o un millón de ruandeses que fueron asesinados entonces, más de la mitad eran hutus. Esta conclusión era significativa; sugería que la mayoría de las víctimas de 1994 pertenecían a la misma etnia que la de los gobernantes. Esto daba también a entender que la voluntad de genocidio –es decir la tentativa de parte de un gobierno de exterminar un grupo étnico- no era lo que verdaderamente había motivado todas las masacres, o parte de ellas, de los cien días de 1994.’
Con la ayuda de Peter Erlinder [presidente de la Asociación de Abogados de la Defensa del Tribunal Penal Internacional para Ruanda y expresidente del Sindicato Nacional de Abogados de Estados Unidos], los profesores consiguieron unos importantes mapas y las declaraciones de unos doce mil testigos. Y con la colaboración de un profesional de Arcview-GIS, una empresa especializada en cartografía espacial, pudieron llegar a establecer las posiciones de las FAR [Fuerzas Armadas Ruandesas] y el FPR y del frente de la batalla, prácticamente día a día, a todo lo largo de la guerra. También utilizaron las informaciones, publicadas por Alan Kuperman, de la Agencia (estadounidense) de Información para la Defensa sobre las posiciones aproximadas de las unidades del FPR a todo lo largo de la guerra, contrastándolas con las declaraciones realizadas por exmiembros del FPR en diversas entrevistas.
Todo lo cual no hizo sino confirmar más aun sus análisis y valoraciones: las masacres aparecían no solo en los territorios controlados por las FAR sino igualmente en los territorios ocupados por el FPR, así como a lo largo de la línea del frente entre las dos fuerzas armadas; existe una relación directa entre el avance del FPR y la intensificación de las masacres a gran escala, lo que contradice frontalmente la tesis de que la invasión del FPR tenía por objeto el intentar acabar con el genocidio; la campaña genocida de los extremistas hutus explica solo una parte de las masacres, y no precisamente la parte mayor; el nuevo Gobierno y el TPIR han obstaculizado toda investigación sobre las masacres no reconocidas oficialmente; la metáfora más utilizada para referirse a la violencia ruandesa de 1994, la del Holocausto, no es la adecuada…»