El estallido de la pandemia mundial del coronavirus nos ha puesto ante una evidencia: la necesidad de un buen sistema de salud público. Posiblemente nos enfrentamos a la mayor amenaza que afecta a la humanidad en las últimas décadas, y los hospitales privados se han lavado las manos, o cobran unas cantidades considerables para practicar el test de detección del virus. Suerte que disfrutamos de un sistema sanitario público de calidad, comparado con el de algunos de los países más avanzados del mundo, como Estados Unidos de América (veremos cómo salen del problema que ya les afecta con unos días de retraso respecto a Europa). Defender el sistema público de salud es oportuno, precisamente en este momento, porque están triunfando en todo el planeta doctrinas neoliberales que abogan por una drástica reducción de los presupuestos públicos, para adelgazar las administraciones y para privatizar todo lo que puede suponer rentable para la iniciativa privada. En España este paradigma se practicó en la Comunidad Autónoma de Madrid y en el Ayuntamiento de la capital de la mano de Esperanza Aguirre, Ruiz Gallardón y Ana Botella. Y ahora, he aquí que la comunidad de Madrid es la más afectada por el porcentaje de contagiados y la que dispone de menos hospitales públicos, buena parte de los cuales privatizados por la «castiza» Esperanza Aguirre. Y menos mal para el sistema sanitario madrileño que parte de los contagiados se ha trasladado irresponsablemente a sus zonas de veraneo, contribuyendo a expandir el virus hacia la periferia. En este sentido, no se entiende el anuncio de la declaración de alerta sanitaria proclamado por el presidente Sánchez, unos días antes de que entrara en vigor la restricción de movimientos ciudadanos, que espoleó el éxodo madrileño. Como no se entiende que la gran medida del decreto de alerta sea la centralización absoluta, con el argumento de que el virus no afecta a territorios sinó a ciudadanos. Con este argumento, la Generalitat no habría podido confinar Igualada, donde se detectó un foco; en cambio, no se ha confinado Madrid, donde se concentran la mitad de infectados de todo el Estado. Como siempre, los gobernantes españoles apelan a las declaraciones grandilocuentes y al patrioterismo. Piensan que el Estado central es el único instrumento eficaz para combatir una crisis, cuando precisamente la descentralización, por su proximidad a la ciudadanía, permite intervenciones «de bisturí» allí donde el Estado no oye ni ve.
Es evidente, por tanto, que necesitamos unas administraciones públicas potentes, garantes de unos servicios públicos universales y de calidad: seguridad social para todos, educación pública gratuita y bien dotada, servicios sociales para los mayores y los necesitados… son la garantía del Estado del bienestar y de la defensa de la igualdad de oportunidades para todos, independientemente de la procedencia social. Y eso, sólo se garantiza mediante un sistema tributario justo y progresivo (que pague más quien más tiene). Para eso sirven los impuestos que pagamos.
Es hora de guardarnos, por tanto, de los populistas conservadores que prometen una reducción universal de impuestos, que siempre termina favoreciendo a las grandes fortunas, y privatizan los servicios públicos. Sin un sistema impositivo progresivo no puede haber recursos públicos de calidad y la población es abandonada a su desgracia.
Esta puede ser la gran lección de esta pandemia que deberíamos memorizar. Porque, en este mundo global cada vez serán más frecuentes las crisis de todo tipo que nos amenazarán. Y debemos estar protegidos.