La certeza de que las religiones son una poderosa fuerza para alcanzar la propia plenitud personal, la justicia social y la paz mundial es consustancial al movimiento de la No violencia. Era una certeza tan central en el pensamiento y la vida de mahatma Gandhi o del reverendo Martin Luther King que no es necesario detenernos en ello. Pero desde el punto de vista histórico es a la vez igualmente incuestionable que siempre que las religiones se han centrado en sí mismas, la consecuencia ha sido el narcisismo, la decadencia y la corrupción. O incluso, en algunas ocasiones, han desencadenado guerras religiosas o con un fuerte componente religioso: cruzadas, golpes de Estado en nombre de “la civilización cristiana y occidental” (Jorge Rafael Videla), yihadismo…

Por eso, en estas reflexiones, es mi intención exponer que desde la mirada de la No violencia las religiones están obligadas no solo a ser ellas mismas sino incluso a ir más allá de ellas mismas. Y lo intentaré mediante tres vías argumentales. En categorías evangélicas diría que la naturaleza de las religiones es la de ser como levadura destinada a hacer fermentar la masa. O como sal, que si no sirve para salar, es tirada fuera y pisoteada por los hombres.[1] Intentaré argumentar que las religiones deben, en especial, dar un lugar central al anhelo de la Paz. Una meta, la Paz, que es el compendio de todos los anhelos humanos. En la Biblia, la Paz es el anhelado compendio de todos los dones mesiánicos.

Primera vía

Las religiones deben ir más allá de ellas mismas porque de ellas, de las iglesias o de los movimientos espirituales se podría decir lo mismo que de los individuos: si el grano de trigo no cae en tierra y muere, queda solo, pero si muere, da mucho fruto.[2] O como reza aquella plegaria que suele ser llamada Oración franciscana por la Paz: “¡Señor, haz de mí un instrumento de tu paz! […] que no busque tanto ser consolado como consolar; ser comprendido, como comprender; ser amado, como amar. Porque es dando como se recibe; olvidando, como se encuentra; perdonando, como se es perdonado; muriendo, como se resucita a la vida eterna.”

Segunda vía

Las religiones deben ir más allá de ellas mismas porque lo Santo o Sagrado, al ser en sí mismo un ámbito inaprensible e inefable, sólo puede ser reconocido y validado por sus frutos. Sin unos frutos que las trasciendan, llevándolas más allá de ellas mismas, ni tan solo podemos estar seguros de su autenticidad: “Cuidaos de los falsos profetas […]. Por sus frutos los conoceréis”.[3] Si los frutos no son los debidos, el hecho de auto adjudicarse la categoría “religión” no garantiza nada. Ni tampoco el pretender hablar en nombre de Dios. Aparte de que a lo largo de la historia se han cometido grandes crímenes en nombre de Dios, el apofatismo está bien presente incluso en las religiones teístas: “A Dios nadie le ha visto. Si nos amamos unos a otros, Dios permanece en nosotros y Su amor se perfecciona en nosotros”.[4] Nadie lo ha visto porque nadie puede verlo y seguir vivo.[5]

Si somos conscientes de que científicamente cada día es más evidente que la analogía es el motor mismo del pensamiento[6] y de que, por tanto, las parábolas son una verdadera y válida aproximación a lo Innombrable, es importante recordar que existe en el universo conocido actualmente una “singularidad” que, al igual que Dios, tampoco podemos ver -porque ni la misma luz puede escapar de su inimaginable fuerza gravitacional- y que tampoco es definible con conceptos convencionales: el agujero negro. Esa singularidad, que nos lleva al límite de la realidad espaciotemporal, es sin duda “aquello” que mejor nos permite entender que puede existir “algo” tan real -“algo” de una materia tan inconcebiblemente condensada- y a la vez tan indetectable en sí mismo, que solo podemos conocer su existencia por los poderosos efectos que produce en su entorno: atracción, lentificación del tiempo, etc. De modo semejante, la presencia auténtica de lo Sagrado en una religión solo puede ser conocida por los efectos positivos que esta produce en su entorno.

Tercera vía

Las religiones deben ir más allá de ellas mismas porque el ámbito de lo Sagrado va mucho más allá de lo que pretenden nuestros limitados y reduccionistas paradigmas religiosos convencionales. Hay demasiados hechos que no suelen encajar en esos paradigmas. Y los avances científicos nos muestran que no debemos negar aquellas realidades que no encajan en nuestros paradigmas sino intentar integrarlas en paradigmas más amplios y unificados. Por tal motivo creo que en unas sociedades como las nuestras, fascinadas desde hace décadas por el descubrimiento de las sublimes místicas de Oriente, al menos hay que hacer mención especial al hecho de que el núcleo esencial de las religiones proféticas no puede ser reducido al paradigma propio de las religiones místicas. Según la distinción clásica formulada en 1958 por R.C. Zahener entre religiones proféticas y místicas, el Absoluto en las proféticas no es solo una realidad oceánica envolvente sino también un Tú que nos conoce y escucha. Al mismo tiempo, en las proféticas aparece de un modo más explícito que en las místicas la sacralidad de la justicia y la misericordia: hacer justicia es el culto que Jehová quiere.[7]

Así por ejemplo, la “lucha” por la justicia de un agnóstico puede ser un auténtico “culto” sagrado, mucho más que un ritual litúrgico vacío. Incluso aunque el agnóstico no sea consciente de la sacralidad de aquello que está haciendo: “En aquel tiempo, Jesús dijo a sus discípulos: ‘Cuando el Hijo del hombre venga en su gloria acompañado de todos sus ángeles, entonces se sentará en su trono de gloria. Serán congregadas delante de Él todas las naciones, y Él separará a los unos de los otros, como el pastor separa las ovejas de los cabritos. Pondrá las ovejas a su derecha, y los cabritos a su izquierda. Entonces dirá el Rey a los de su derecha: Venid, benditos de mi Padre, recibid la herencia del Reino preparado para vosotros desde la creación del mundo. Porque tuve hambre, y me disteis de comer; tuve sed, y me disteis de beber; era forastero, y me acogisteis; estaba desnudo, y me vestisteis; enfermo, y me visitasteis; en la cárcel, y vinisteis a verme. Entonces los justos le responderán: Señor, ¿cuándo te vimos hambriento, y te dimos de comer; o sediento, y te dimos de beber? ¿Cuándo te vimos forastero, y te acogimos; o desnudo, y te vestimos? ¿Cuándo te vimos enfermo o en la cárcel, y fuimos a verte?. Y el Rey les dirá: En verdad os digo que cuanto hicisteis a unos de estos hermanos míos más pequeños, a mí me lo hicisteis”.[8]

Y tampoco me parece reducible al paradigma propio de las religiones oceánicas -centradas en la experiencia de la iluminación o kensho como núcleo místico esencial- aquello que desde mi punto de vista es el fundamento específico del cristianismo: las apariciones tangibles del resucitado a sus discípulos y amigos, apariciones cuyas circunstancias, descritas en los escritos del Nuevo Testamento, ya no son incompatibles con la ciencia. Unas apariciones centradas en el saludo profético y eficaz del resucitado: “Shalom (la Paz sea con vosotros)”.[9] Incluso en el ámbito interno de las espiritualidades oceánicas sería discutible que el satori o iluminación sea el fenómeno místico por antonomasia. En el budismo por ejemplo, el paso del Buda de la iluminación a la compasión es tan fundamental y revelador como lo fue antes su paso del ascetismo a la iluminación.

Es el camino del bodhisattva, aquel Buda que ha prometido no descansar en paz hasta que no sean liberados todos los seres. Aquel Buda que “vuelve” cuantas veces sean necesarias al torbellino del samsara. Algunos solo verán en él a un ser demasiado encarnado en los avatares de este mundo de injusticia social y política corrupta, sin darse cuenta de lo desafortunado que es su juicio: aquel que parece venir tras ellos, ha dado en realidad una vuelta más al circuito de la vida. Es un juicio injusto en el que todos podemos caer. Hace ya tres décadas, yo mismo, en un ciclo místico de mi vida, viajé durante tres meses por gran parte de la India junto a mi esposa Susana. Llegué a estar casi dos semanas en el asrham del gran maestro espiritual Ramana Maharshi, a los pies de la colina Arunachala, pero no fui capaz ni de visitar la tumba de mahatma Gandhi en Delhi. Hoy, en el septuagésimo primer aniversario de su asesinato le rindo un sentido homenaje con este artículo en su memoria.

Se afirma con frecuencia que solo por la iluminación se accede a una mística “superior”, la de la no dualidad. Pero de lo que no me cabe duda alguna es que solo la compasión es el signo indicador de una espiritualidad auténtica. La persona más santa y lúcida que he conocido me dijo un día: «La madurez o plenitud espiritual es algo mucho más integral que el haber tenido una experiencia mística, por muy elevada que esta haya podido ser». Creo que cualquier santo cristiano que no haya tenido la lucidez de condenar las cruzadas o cualquier maestro zen japonés que no se haya opuesto a las guerras imperiales de agresión desatadas por su nación, no pueden ser considerados modelos de referencia en la actualidad, por muchas experiencias místicas o muchos kenshos que hayan podido tener. En todo caso, no creo que el tan necesario encuentro ecuménico deba significar el sincretismo doctrinal. Ni que la unidad de las religiones deba implicar la pérdida de su rica diversidad. Una unidad que sería una gran noticia para los anhelos de Paz que anidan en el corazón de los seres humanos.

[1] Mt 5, 13.

[2] Jn 12, 24.

[3] Mt. 7, 15-16.

[4] 1Jn 4, 12.

[5] Éxodo 33, 20.

[6] La analogía: el motor del pensamiento (Douglas R. Hofstadter y Emmanuel Sander). Son casi 800 páginas que, una tras otra, llevan a una misma conclusión: en el núcleo mismo de nuestro pensamiento actúa constantemente la analogía, ella es el verdadero motor del pensamiento incluso en ámbitos tan abstractos como el de las matemáticas puras.

[7] Proverbios 21, 3; Oseas 6, 6; y otros muchos textos bíblicos.

[8] Mt 25, 31 y siguientes.

[9] Jn 20, 19 y siguientes.