Cada vez se alzan más voces que reclaman la supresión de las patentes de las vacunas contra la Covid 19 a fin de poder incrementar la producción. La semana pasada, el Grupo Parlamentario de Més per Mallorca presentaba una proposición no de ley en el Parlamento de las Islas Baleares «para compartir la propiedad intelectual de la vacuna y garantizar la equidad y el acceso». Al mismo tiempo, ERC y Junts per Cat han reclamado a la Unión Europea que apoye la supresión de las patentes de las vacunas en el marco de la Organización Mundial del Comercio para aumentar la producción global. India y Sudáfrica lo habrían propuesto formalmente en el marco de la Organización Mundial del Comercio, pero los estados de la Unión Europea (EU) lo rechazaron porque confían llegar a un acuerdo con las farmacéuticas que facilite la difusión de la tecnología y del conocimiento de sus vacunas. Sin duda, esta postura se puede calificar de ilusa después de que las farmacéuticas no hayan podido cumplir con los plazos acordados en los contratos con la UE.

La verdad es que resulta exasperante la lentitud con que llegan los lotes de vacunas en todo el mundo, con la excepción de algunos países como Israel y Reino Unido (después de salir de la UE) o de Rusia, que ha desarrollado su propia vacuna, la que ha resultado de gran eficacia en contra de los pronósticos del mundo occidental.

Aunque ha supuesto una gran alegría la rapidez con que los equipos de investigadores han encontrado las distintas vacunas contra la Covid, tener el remedio al alcance y no poder emplearlo masivamente nos provoca una gran frustración y mucho más a los habitantes de los países del Tercer Mundo, donde prácticamente no han comenzado las vacunaciones. Según la ONG Médicos sin Fronteras, los países ricos acaparan más de un 99% de las dosis suministradas hasta ahora.

Es evidente, por tanto, que nos encontramos ante un gran dilema moral: ¿qué es primero, la salud y la economía de toda la población mundial o los beneficios de las grandes empresas farmacéuticas? La respuesta es obvia, aunque los contrarios a la «expropiación» de las patentes tienen sus argumentos. El de más peso es que los proyectos de investigación son muy caros y que sin las expectativas de ganancias económicas las empresas privadas no investigarían. Olvidan, sin embargo, que los grandes consumidores de los frutos de la investigación son las administraciones públicas. De todos modos, se podrían mantener los contratos firmados hasta ahora, a la vez que se llega a un precio justo para la adquisición de las patentes. De hecho, según la exposición de motivos de la propuesta de Més, no es la primera vez que la Organización Mundial del Comercio ha tomado una decisión al respecto. En 2001, en plena pandemia del SIDA, se suspendieron los derechos intelectuales de los medicamentos contra el SIDA.

El objetivo sería que las decenas de industrias farmacéuticas de todo el mundo capacitadas para fabricar vacunas las pudieran suministrar a toda la población en pocos meses. Esta sería la única manera de acabar rápidamente con la pandemia y conseguir la inmunidad de grupo global que salvaría cientos de miles de vidas y evitaría una crisis económica de consecuencias bíblicas.

La amenaza es tan grave que tener el remedio en las manos y no ponerlo a disposición de toda la población debe considerarse un acto criminal. Y deberían exigirse responsabilidades penales a sus autores. En nuestro caso, unos burócratas europeos a los que no ha votado nadie y que dan prioridad a los beneficios económicos de unos pocos por encima de la salud de los ciudadanos.