Las perturbadoras noticias diarias que las grandes agencias de prensa, las cadenas de radiotelevisión y las redes sociales inyectan a todas horas en nuestras mentes, entrelazadas inseparablemente con sus propios análisis y sus propias agendas editoriales, pueden llegar a cobrar sentido si las integramos en un marco mucho más vasto: el marco de una comprensión más amplia de la realidad. El neurólogo, psiquiatra y filósofo austriaco Viktor Frankl pudo encontrar sentido al más absoluto sinsentido: la insoportable pesadilla de los campos de exterminio nazi. A partir de su terrible experiencia existencial en campos como el de Auschwitz y Dachau, escribió el libro El hombre en busca de sentido, que se convertiría en un best seller traducido a más de veinte idiomas. Podría referirme igualmente al neurólogo, psiquiatra, psicoanalista y etólogo Boris Cyrulnik, cuya familia fue igualmente perseguida en Francia por los nazis y que ha sido el gran divulgador del concepto de resiliencia.

Tantas tragedias sanitarias, tantos dramas económicos, tantas desigualdades injustas y crecientes, tanta progresiva concentración del poder de decisión en un círculo cada vez más reducido de poderosas familias, tantos acontecimientos penosos como están sucediendo en Occidente en esta desdichada hora… pueden llegar a cobrar sentido si los integramos en un marco más amplio. Un marco no necesariamente cristiano, ni aún teísta: el marco de una comprensión mayor de la historia y del fenómeno humano. Las grandes cadenas de televisión y las super empresas que controlan la Red nos introducen cada día a través de nuestros ojos y oídos las doctrinas oficiales autorizadas por el invisible pero bien eficaz Ministerio de la Verdad. Esas doctrinas, mucho más elaboradas de lo que aparentan, son como auténticas vacunas que nos deben proteger de unos mortales virus: las llamadas fake news.

Han convertido las imágenes, repetidas hasta la saciedad, de la inyección de las vacunas contra la Covid 19 en los brazos de nuestros conciudadanos, en una perfecta metáfora: la introducción en nuestras mentes de las doctrinas políticamente correctas es tan necesaria y eficaz como la inyección de las vacunas en nuestros hombros. De las vacunas autorizadas, por supuesto: las de las farmacéuticas atlantistas, a las que tan agradecidos debemos de estar. Tales doctrinas nos inmunizarán contra los virus ideológicos: el “radicalismo”, el “conspiracionismo”, el “antiamericanismo”, el “negacionismo”… Virus aún más dañinos que el Covid 19 en cualquiera de sus variantes. Efectivamente se trata de una metáfora: la de un indecente totum revolutum de hechos indudablemente reales y de manipulación alienante.

Mientras la pandemia se sigue cobrando sin cesar miles de vidas, la urgencia no parece ser excesivamente importante para nuestros dirigentes. Ni menos aún la relación calidad-precio de ciertas vacunas. Hay otras prioridades: están las buenas “relaciones” comerciales con “nuestras” grandes farmacéuticas, las importantes cuestiones geoestratégicas, etc. Se trata, en especial, de obstaculizar la vacuna Sputnik V, la primera fabricada en el mundo, despreciada desde el mismo momento en que apareció. Se trata de retrasar todo lo posible su aprobación. Se trata de cuestionarla aunque ya se esté utilizando en veintisiete países. Se trata, en definitiva, de acabar con el mal personificado: Vladimir Putin. Al parecer, incluso envenenó –personalmente, no mediante terceros– al “héroe” Navalny.

Es muy amplio el abanico de ideologías, análisis o teorías que intentan explicar el universo y en especial el fenómeno humano. Un fenómeno tan problemático y contradictorio, como estamos viendo en estos tiempos de pandemia, de escandalosos abusos del poder, de silenciamiento mediático de las claves últimas de cuanto está sucediendo, de abandono a su suerte de la gran mayoría de la sociedad… En este artículo y en el siguiente me referiré a dos tipos de visiones, emplazadas en los extremos opuestos de ese amplio abanico. Por motivos bien diferentes, ni unas ni otras pueden ser consideradas como hipótesis (y menos aún como teorías establecidas) estrictamente científicas. Entre ambos extremos existen valiosísimos paradigmas científicos que cada vez van unificando más y más nuestra comprensión de la realidad.

En el presente artículo solo me referiré a aquellas visiones, reiteradamente fracasadas, que están emplazadas en uno de ambos extremos: las surgidas desde el núcleo duro del poder financiero occidental, ejemplificadas en la teoría de El fin de la historia de Francis Fukuyama. Un hombre al servicio de las grandes familias “filantrópicas”, junto a sus compañeros de “tareas”: Zbigniew Brzezinski o Samuel P. Huntington. El primero, era poseedor de un extenso e impresionante curriculum vitae como hombre fuerte de esas “familias”. El segundo, fue el padre –junto a Bernard Lewis y al mismo Zbigniew Brzezinski– de “criaturas” tan “admirables” como la nefasta doctrina de El choque de civilizaciones. Teoría que supone también que Norteamérica es portadora de la libertad, la democracia y la prosperidad en este fin de la historia.

Por el contrario, en el próximo artículo me referiré a algunas sólidas cosmovisiones que, en el extremo opuesto, apuntan hacia un horizonte de esperanza, de justicia y armonía sociales. Se trata de cosmovisiones coherentes. De una coherencia tanto interna como en relación a los paradigmas científicos más recientes, con los que pueden integrarse perfectamente.

Las fracasadas visiones sobre las que trataré en este artículo no conducen a otra cosa que a la estupidización de nuestras sociedades. Por suerte, aunque se las pretenda emplazar en las cumbres mediáticas y académicas, son de corta vida. Son pura ideología. Ideología política y sobre todo económica, que no resiste la menor crítica científica. Son auténticas chapuzas ideológicas, aunque en ellas los “mercados” o la “democracia” sean revestidos de una parafernalia de dogmatismo y sacralidad que recuerda demasiado a la parafernalia de la que se revistieron las religiones dominantes durante los siglos pasados. En su famoso libro, Francis Fukuyama proclama la tesis de que el liberalismo democrático, basado en la economía de libre mercado, ha acabado con las ideologías y con el marxismo comunista, emplazando a la economía y a los Estados Unidos en el centro de… ¡un mundo sin guerras ni revoluciones sangrientas! A estas alturas cuesta bastante descubrir donde está ese mundo democrático, de libre mercado y sin guerras.

Sin llegar a formulaciones tan excesivas y en tan evidente contradicción con los hechos como son las expresadas en El fin de la historia, el consenso políticamente correcto nos invade desde todos los ámbitos de nuestra sociedad: el actual Occidente ocupa –según nos adoctrinan– la cumbre de todas las civilizaciones pasadas, de las actuales y seguramente de las futuras; el resto de culturas ni tan solo pueden ser consideradas parte propiamente de “la comunidad internacional”; fuera de Occidente casi todas las demás civilizaciones pueden e incluso deben ser rescatadas de sí mismas, hasta el punto de que las “intervenciones” humanitarias o en defensa de la democracia y la libertad son un deber de nuestra parte. Este pensamiento único recuerda demasiado aquello de siglos pasados: fuera de la Iglesia no hay salvación.

En especial, la alineación de los grandes creadores occidentales de opinión (los grandes medios; los llamados expertos; los académicos oficiales; las grandes ONG para los derechos humanos, la democracia y la libertad) junto a los responsables de todos los crímenes contra la paz o crímenes de agresión internacional atlantistas de las últimas décadas, es una constatación dolorosa e incuestionable. Han sido los instrumentos necesarios de tales crímenes, como John Pilger deja claro de forma demoledora en su extraordinario documental La guerra que no se ve.

Sin embargo, por poca perspectiva que se tome respecto a cuanto está aconteciendo, semejantes doctrinas aparecen como ingenuas y hasta ridículas racionalizaciones que no tienen otro objetivo que el de justificar un megalómano y enfermizo proyecto de dominación global. Es como si se pretendiese despreciar todas aquellas culturas ajenas al mundo, en gran medida de ficción, que Hollywood nos ofrece. Un mundo lleno de Rambos, mafias rusas, etc. Pero si miramos hacia el horizonte futuro, esas doctrinas son más ridículas aún. En su libro Este mundo y el otro, tras referirse tanto a las rebeliones ciudadanas (protagonizadas sobre todo por los jóvenes) “contra la guerra, el neoliberalismo y la globalización” como a la confianza en que “otro mundo es posible”, y tras incluirlas en el dilatado marco de la evolución de las especies, Ernesto Cardenal finaliza así el capítulo titulado “Somos polvo de estrellas”:

“Es la evolución la que está haciendo aparecer a todos estos hombres y mujeres con una preocupación por mejorar el mundo como nunca se había tenido antes. Es una aceleración de la evolución, y es la evolución haciéndose cada vez más y más consciente. Todos somos productos de un mismo Big Bang, desde las sub-partículas más simples que fueron las primeras en juntarse hasta las sociedades humanas más complejas que se siguen juntando. Y no sería científico pensar que nosotros somos ya el final de la evolución. El caballo tiene sesenta millones de años. Mientras que el hombre sólo tiene como dos millones de años, el Homo sapiens menos de cien mil años, y la civilización –con el invento de la agricultura y la domesticación de los animales– apenas diez mil años. ¿Podemos imaginar lo que será la humanidad dentro de diez mil años? ¿Y dentro de cien mil años? ¿Y dentro de un millón de años? ¿Cómo se puede decir entonces que estamos al fin de la historia, o que ya llegamos al final de las utopías? La evolución tiene reversibilidades y retrocesos, pero después sigue el avance aunque sea por otros caminos.”

Basta reflexionar sobre el cambio cotidiano en nuestras vidas producido por los móviles en tan solo un par de décadas para tomar conciencia de los cambios radicales que podrían afectar a la humanidad en tan solo 200.000 años. Algunos científicos como James Gardner llegan a plantear la hipótesis de que el desarrollo de la inteligencia artificial y los ordenadores llevaría a que estos superen la capacidad de la especie humana hasta el punto de producir un nuevo paso evolutivo. Personalmente estoy convencido de que Zbigniew Brzezinski tenía motivo para lamentar que la tecnotrónica, que hace posible Internet, haya sido fundamental para el temido despertar político y el fracaso de su proyectado Nuevo Orden Mundial. Pero, creo que las más profundas y benéficas revoluciones que el futuro nos depara vendrán no tanto gracias a la tecnología como al desarrollo de las capacidades latentes de la consciencia humana. Capacidades que en algunos individuos de nuestra especie ya no son una hipotética posibilidad sino una prodigiosa realidad.

Nuestra actual civilización occidental, plagada de injusticias, desigualdades y guerras, está basada en la ocultación de la verdad. Cuando una masa crítica de nuestras sociedades tenga suficiente lucidez y clarividencia (hechas de observación y empatía, de intuición y análisis, de información y discernimiento, de rebelión interna y esperanza indestructible), el estado profundo que en Occidente toma todas las decisiones realmente importantes se derrumbará como un castillo de naipes. Cuando quede en evidencia la psicopatía seductora (la más peligrosa de las psicopatías) de los “grandes” y “carismáticos” personajes globalistas que nos son presentados como líderes de la humanidad (los populistas Clintons, Obamas, Bidens…), el Sistema se derrumbará.

Sin capacidad de análisis y dedicación laboriosa a buscar información, las buenas gentes, e incluso los místicos, son sumamente manipulables. Pero sin empatía y corazonadas, la información solo es, al igual que la ciencia y la tecnología, un instrumento ambiguo y peligroso. Sin empatía e intuición, la ciencia, financiada desde el poder, dedica siempre sus mejores energías y recursos a la fabricación de las más terribles armas que garanticen la dominación. Puede llegar incluso a engendrar monstruos como el doctor Mengele. Cuando las personas lúcidas y clarividentes ya existentes no sean casos tan aislados, nuestra primitiva cultura actual dará paso hacia algo nuevo. Será el día, anunciado por el profeta Joel (capítulo 2, versículo 28), en el que nuestros hijos y nuestras hijas profetizarán. “Al final de los días”, como anunciaba el profeta Isaías (capítulo 2, versículo 5), “De las espadas forjarán arados, de las lanzas, podaderas. No alzará la espada pueblo contra pueblo, no se adiestrarán para la guerra”.

Para muchos, tales anuncios proféticos solo son “las ensoñaciones o quimeras de unos visionarios que vivieron hace milenios en un oscurantista mundo teísta”, pero para mí son “unos certeros augurios y unas fiables promesas que, en nuestro mundo actual, escéptico y positivista, deberían ser leídos con gran respeto”. Son palabras proféticas eficaces. Lo fueron realmente para mí, como explico ya en el primer párrafo del libro El shalom del resucitado:

“Eran los primeros años de la década de los setenta del pasado siglo XX. En un mundo en el que las plagas del hambre y la pobreza continuaban ocasionando sufrimiento y penalidades sin cuento, la costosísima carrera armamentística y la tenebrosa Guerra Fría, protagonizadas por las dos grandes potencias que habían emergido tras la Segunda Guerra Mundial, eran como unos enormes y opresivos nubarrones que lo cubrían todo. Aquellos años eran también para mí, que había nacido en febrero de 1951, los primeros tras mi mayoría de edad. Mi dolor y rebelión internas frente al mundo tan injusto que iba descubriendo, eran considerables. Sin embargo, ciertos rayos de esperanza, belleza y consuelo se filtraban por algunos pequeños claros entre tales nubarrones, iluminando mis preocupaciones y mi vida cotidiana. Eran los milenarios textos proféticos de la Biblia […]”

Pero para que llegue ese día en el que seamos capaces de identificar todos los espejismos que nos son presentados como realidades incuestionables, hemos de cuidarnos sobre todo de una cosa: de la levadura de los actuales fariseos y saduceos. Para que llegue ese día en el que seamos capaces de percibir con toda claridad lo que nuestros “grandes líderes” intelectuales y políticos están pensado en su fuero más íntimo mientras nos seducen o arengan con sus mensajes políticamente correctos en todas las grandes pantallas domésticas de televisión y en todas las más pequeñas de nuestros móviles… hemos de evitar cuanto nos sea posible la interrelación con los trasmisores del virus de la mentira: esas pantallas grandes o pequeñas del Sistema en el que vivimos.

Al menos, debemos evitarlas mientras aun no gocemos de inmunidad, mientras no tengamos aún defensas contra el virus de la mentira en sus múltiples variantes: la estadounidense, la británica, la belga, la española… Dos mil años después, no podríamos encontrar una metáfora más adecuada para referirnos al modo, sutil pero sumamente eficaz, como actúan tanta propaganda y desinformación en nuestro inconsciente profundo: “¿Cómo es que no entendéis que no os hablo de los panes? Guardaos de la levadura de los fariseos y saduceos.. Entonces entendieron que no les había dicho que se guardaran de la levadura de los panes, sino de la enseñanza de los fariseos y saduceos (Evangelio de Mateo 16, 11-12). Si somos capaces de guardarnos de la levadura de los actuales fariseos y saduceos, si somos capaces –sobre todo– de darnos cuenta de que si la Fed y el BCE no nos rescatan de esta situación crítica es sencillamente porque han optado por no hacerlo y no porque no esté en su mano… se abrirá ante la humanidad un horizonte de esperanza. Es lo que intentaré exponer en el próximo artículo.

Entrevista de Moisés Naím a Francis Fukuyama (13.07.2020)