En estos tiempos en los que en Occidente domina el Imperio de la Mentira, aquel que ya es el patrono de los ecologistas, debería serlo mucho más aún de los especialistas -de los auténticos- en geopolítica. En especial su vida y sus enseñanzas son el desmentido más demoledor de una de las más criminales falacias geopolíticas promovidas por “nuestras” elites: la del choque de civilizaciones, sobre todo el choque entre el islam y el cristianismo.
Aquél que recibió una gran iluminación espiritual en el monte Alverna, aquel que también un día abrazó estrechamente al leproso, fue capaz de ir más allá tanto de la mística contemplativa como de la acción solidaria en su propio entorno cercano. Se atrevió a ser un pobre pero dócil instrumento divino frente unos conflictos mundiales que superaban incluso a los más poderosos reyes y señores de la cristiandad.
A diferencia de muchos eclesiásticos, místicos contemplativos y religiosos caritativos de su época, que no tuvieron ni suficiente lucidez espiritual ni suficiente discernimiento geopolítico (como sigue sucediendo hoy, ocho siglos más tarde), san Francisco sí supo ver las claves reales tras los graves acontecimientos mundiales de aquel tiempo.
Dio todos los pasos necesarios (no solo espirituales, sino también físicos e intelectuales) que le llevaron a conocer las muchas tropelías de los “cristianos” y no cayó en el engaño de la parafernalia ideológica que presentaba a los “nuestros” como salvadores y a sus crímenes como cruzadas. Así lo demuestra el capítulo 16 de la Regla no bulada y el 12 de la Regla bulada en los que se expone la forma respetuosa y humilde de evangelizar en territorios musulmanes y el código de comportamiento a seguir por los evangelizadores en dichos lugares.
Pero además de toda su lucidez y discernimiento, gracias a su humilde audacia y a estar dispuesto incluso a dejar la vida en el empeño, logró, tras múltiples intentos, peligros y peripecias, el encuentro en la ciudad de Damieta con el sultán de Egipto Al-Malik Al-Kamil. Era sobrino del gran Saladino, señor de Jerusalén, primer sultán de Egipto y Siria, cuyos dominios incluían partes de los Estados cruzados, Mesopotamia, Yemen, Hiyaz y Libia. Al-Kamil había hecho varias ofertas de paz a los cruzados, las cuales fueron rechazadas debido a la intransigencia belicista de Pelagio, el legado papal para la quinta cruzada. Incluso llegó a ofrecer a los cruzados la devolución de Jerusalén.
Es en ese contexto en el que hay que enmarcar su encuentro, y posiblemente hasta unas negociaciones, con san Francisco, quien estaba preocupado sobre todo por el cese de la violencia, y no tanto por la conversión del sultán. Sobre todo cuando comprobó directamente la admirable actitud respetuosa y dialogante del líder musulmán. Actitud que contrastaba fuertemente con la intransigencia guerrerista de los líder cristianos, incluidos los eclesiásticos.
Seguramente, san Francisco llegó a la presencia del sultán preso y apaleado, pero llegó. Y por añadidura, gracias a su sorprendente entendimiento con él (que entonces hacía frente a la quinta cruzada lanzada por los cristianos, pero que quedó admirado por la persona y el comportamiento del santo fraile), Francisco incluso consiguió lo que los grandes ejércitos de los cruzados nunca lograron con todas sus armas y toda su violencia: el acceso permanente de los peregrinos cristianos a los santos lugares, acceso que hasta el día de hoy asegura la actual Custodia franciscana en Tierra Santa.
El viaje de san Francisco y su entrada pacífica en la ciudad de Damieta (atravesando las filas de los aguerridos “sarracenos” que decapitaban a cualquier cristiano que se aproximase) hasta lograr incluso ser recibido por el sultán, está avalado por las fuentes históricas, como la primera biografía de Celano, y hasta por un cualificado testigo presencial: el obispo de San Juan de Acre, Jacobo de Vitry, en una carta escrita en marzo de 1220.
San Francisco se había embarcado en la ciudad italiana de Ancona el 24 de junio de 1219 con doce compañeros. Tras un trayecto marítimo de más de un mes, con escala en Chipre, desembarcó en San Juan de Acre, capital del Reino latino de Jerusalén. Allí, donde se encontraban ya algunos hermanos de su Orden, entró en contacto con el obispo Jacobo de Vitry y con el legado papal para la quinta cruzada, Pelagio.
Este se resistió a concederle permiso para dirigirse al campamento musulmán y buscar una solución pacífica al conflicto. Pero, a pesar de ello, san Francisco, acompañado por el hermano Fray Iluminado, se puso en marcha en agosto hacia Damieta, que desde hacía un año estaba sitiada por el ejército cristiano. Finalmente, provisto de un salvoconducto del sultán, pudo visitar los santos lugares de Tierra Santa y regresó a Italia en el verano de 1220, cuatro años antes de su muerte el 3 de octubre de 1226, a sus 44 o 45 años de edad.
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Tras leer detenidamente las cuatro partes de mi anterior artículo, Charo, una amiga muy cercana, me escribía muy sabiamente: “La lectura de tus últimos escritos me ha evocado esta plegaria de san Francisco ante el Cristo crucificado de la Ermita de san Damián, plegaria que hace muchos años me regaló Susana [mi esposa]”:
“Oh alto y glorioso Dios,
ilumina las tinieblas de mi corazón.
dame una fe recta,
esperanza cierta
caridad perfecta
y una humildad profunda.
Dame, Señor,
sensibilidad y discernimiento
para cumplir tu verdadera
y santa voluntad. Amén.”
La verdad es que yo había olvidado esa plegaria, tan preciosa como otras muchas del pobre de Asís. Pero, sin recordarla, es como si en esas cuatro partes de mi último artículo la hubiese tomado como guía para exponer todo lo que yo mismo sentía y vivía. Y como además hoy, este sábado 4 de octubre, es la fiesta de san Francisco, se me ha ocurrido que el mejor homenaje que podría hacerle en su día es el publicar el apartado que le dedico (el 2º del Capitulo 1 de la Segunda parte) en el libro ¿La humanidad va hacia el Armagedón? ¿O hacia la plenitud del Punto Omega?. Así como el 3º, que manifiesta claramente como Francisco fue y sigue siendo para muchos de nosotros una verdadera fuente de inspiración.
Seguramente no es casual que las imágenes de Francisco y Clara sean las únicas de santos que tengamos en la pequeña Iglesia de nuestro Santuario, acompañando al Pantocrátor central (Cristo en su majestuoso papel de Señor de la Historia), a la Biblia, que está a su derecha, y a la Señora de S’Olivar, que está a su izquierda. Se trata de dos íconos de cuerpo entero que adquirimos en Asís en 1996, cuando nos pusimos en marcha desde allí hacia Ginebra para solicitarle a Ayala Lasso, el primer Alto Comisionado de la ONU para los Derechos Humanos, que hiciese cuanto estuviese en su mano a favor de los cientos de miles de refugiados hutus que, en esos mismos días, huían y eran masacrados en la jungla del Zaire. Dos íconos que nos acompañaron durante más de un mes de marcha, en comunión con aquellos desdichados.
Tras el citado Apartado 2º, que titulé “El pobre de Asís consiguió lo que no lograron los ejércitos cruzados”, que transcribiré íntegro a continuación, y tras el también citado Apartado 3º, que titulé “Pero aún no había llegado mi hora”, que dejaré para otro día, el 4º, al que titulé “Exactamente 800 años después”, comienza así:
“En 2019, exactamente 800 años después de aquel histórico encuentro entre san Francisco de Asís y el sultán de Egipto Malik al-Kamil, durante la quinta cruzada en junio de 1219, se realizó en Jerusalén un importante encuentro conmemorativo. Para revivir aquel acontecimiento, Jerusalén abrió sus puertas con un congreso sobre los ‘800 años de la peregrinación de la paz de san Francisco en Tierra Santa (1219-2019)’.
José Silvonei recordó que algunos calificaron tal encuentro como ‘uno de los gestos de paz más extraordinarios en la historia del diálogo entre el Cristianismo y el Islam’. Y a continuación se refirió brevemente a las circunstancias de aquel acontecimiento:
‘El fraile, después de algunos intentos infructuosos, subió con sus hermanos en una barca de soldados y mercaderes y llegó al puerto de Acre, en el norte de Palestina, con la intención de encontrarse con el sultán de Egipto. El encuentro tuvo lugar probablemente en la tregua de armas entre agosto y septiembre, en el puerto de Damietta, en el delta del Nilo, a unos 200 km al norte de El Cairo, donde el sobrino del Saladino, en contra del parecer de sus dignatarios, recibió a los frailes con gran cortesía, ofreciéndoles también regalos que fueron rechazados en consideración al voto de pobreza.’
Por su parte, el custodio de Tierra Santa, Fray Francesco Patton, en Radio Vaticano – Vatican News, calificó a san Francisco como ‘el soñador al que la historia ha dado la razón’y explicó: ‘Hace exactamente 800 años, durante la quinta cruzada, san Francisco vino como peregrino y testigo de la paz, permaneciendo aquí hasta 1220, hasta su regreso a Italia’.
A continuación, el custodio recordó: ‘Francisco de Asís cruzó las fronteras de la guerra y fue más allá de la lógica del conflicto de civilizaciones, siguiendo la inspiración divina que le llevó a creer en la posibilidad de un encuentro fraterno con toda criatura’. Y explicó que esto sigue siendo válido hoy porque el diálogo ‘es salir al encuentro del otro sin prejuicios, con la paz del corazón, sabiendo que antes que nada nos encontramos con una persona, más allá de sus creencias’.”
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Este es ya, finalmente, el contenido íntegro del citado Apartado 2º:
“Cuando, durante estas últimas décadas, he intentado explicar el shock interno que sufrí en 1992 viendo como los africanos morían por cientos de miles en medio de la pasividad general (entonces en Somalia, más tarde en Ruanda, Zaire…), shock que me llevó a hacer ‘locuras’ (como marchas de unos 1.000 kilómetros o ayunos de 42 días), me he visto obligado a recurrir a un relato que el religioso franciscano Éloi Leclerc hizo en su libro Sabiduría de un pobre. En él, para relatar una de las ‘locuras’ de san Francisco de Asís, utiliza categorías un poco más cercanas a las nuestras, temporal y culturalmente, que las categorías del profetismo bíblico.
Unas categorías, estas últimas, muy mal comprendidas y hasta distorsionadas, sobre todo por la influencia de otras categorías orientales (como las de iluminado, maestro espiritual, gurú, santón…), que poco tienen que ver con la llamada gratuita por parte de Dios para encomendar una misión profética a alguien incapaz por sí solo de estar a la altura de ella.
Pero en esta era de un racionalismo que se infiltra incluso en la espiritualidad, no está de moda hablar ni de un Dios personal, ni de un llamamiento por su parte, ni de una misión por él encomendada. Al parecer, es mucho más racional y razonable limitarse a la práctica de la ‘meditación’ y de las técnicas de interiorización en la búsqueda de nuestro yo profundo.
Y toda esta incomprensión en torno a la categoría de profeta no solo se debe a que dicha categoría poco tiene que ver con la de iluminado, mucho más difundida en la actualidad incluso en Occidente. Se debe también a que, aún en categorías propiamente bíblicas basadas en la existencia de Dios (un Dios con el que es posible relacionarse de un modo muy parecido al de las relaciones interpersonales), el fenómeno del profetismo suele estar demasiado y muy frecuentemente asociado a experiencias sensoriales demasiado extrañas: visiones y/o audiciones fantásticas o incluso apocalípticas.
Pero el fenómeno profético puede no tener nada que ver con todas esas experiencias que se parecen más a lo onírico, con sus contenidos fantásticos. La inspiración profética puede manifestarse, y de hecho así sucede, con una fenomenología mucho más sencilla, menos aparatosa, pero de una gran fiabilidad: como una simple pero profunda certeza que se imprime en la conciencia de un modo que no es discursivo ni voluntarista, de un modo que evoca una especie de trasmisión instantánea telepática de Mente a mente. Y, por el contrario, tales visiones o audiciones, a veces alucinantes, no garantizan en absoluto que nos encontremos ante el don de la profecía.
Es decir, aún en el ámbito de las categorías bíblicas se suele identificar demasiado al profeta con el vidente que tiene experiencias de tipo onírico, necesitadas de interpretación. Pero cuando Jesús anunció la destrucción del Templo de Jerusalén o, ya en el siglo XX, el famoso padre Pío profetizó que Karol Wojtyla, que acababa de visitarlo, sería papa, anunciaron hechos futuros de modo conciso y simple. Sin las parafernalias simbólicas de tipo apocalíptico bíblico o propias de diversos visionarios de los últimos siglos.
Seguramente, si practicásemos más el silencio interior y si, sobre todo, estuviésemos más pacificados internamente (es la hesiquía de los padres del desierto o el estado de quietud de san Juan de la Cruz y santa Teresa de Jesús), todos escucharíamos ‘la suave voz’ (a la que también se refería el no cristiano mahatma Gandhi).
Dios habla, ciertamente, en los momentos más insospechados: cuando estamos absortos en lo que hacen nuestras manos, cuando caminamos o conducimos nuestro vehículo, cuando descansamos… Todos podríamos ser, en principio, instrumentos proféticos si Dios así lo dispusiese. Si estuviésemos abiertos a ello, seguramente ya todos profetizaríamos, como el profeta Joel o el apóstol Pedro decía que sucedería en ‘los últimos días’.
Por otra parte, el fenómeno profético no puede ser reducido a predicciones sobre acontecimientos futuros. El profeta emite, en nombre de Dios, más valoraciones sobre el presente, en especial sobre la justicia social, que anuncios sobre el futuro. Y, con frecuencia, también anuncia motivos de esperanza. No solo acontecimientos futuros catastróficos.
En todo caso, volvamos al citado relato del padre Leclerc. Durante la quinta cruzada en el año 1219, la pretensión de san Francisco era la de llegar hasta el sultán de Egipto y convencerlo de que accediese a sus peticiones sobre Tierra Santa. Cuando los cruzados, eclesiásticos y demás personas “realistas” se extrañaban y hasta burlaban de un propósito tan iluso e incluso tan suicida, la respuesta del pobre de Asís era esta: ‘Dios no me pide que llegue, sino tan solo que me ponga en marcha’.
Aún a riesgo de producir el rechazo definitivo de mis ‘utópicas’ o incluso ‘delirantes’ argumentaciones, tan aparentemente centradas además en mí mismo, formularé de nuevo el meollo tanto de mis convicciones como de este libro: Dios sigue actuando en la Historia, Dios sigue llamando a seres ‘pequeños’, Dios sigue encomendándoles misiones absolutamente desproporcionadas a sus capacidades… Y, también en mi caso, ¡aquella voz fue inaudible pero totalmente nítida: ‘Ponte en marcha’!
En septiembre de 1996 la situación en los campos de refugiados hutus en el Kivu era extrema. A comienzos de aquel año, algunas ONGs ya habíamos realizado la marcha a pie desde Barcelona a Ginebra que unas semanas antes yo les había propuesto. En la sede de la ONU nos había recibido el flamante Alto Comisionado de las Naciones Unidas para los Derechos Humanos, el ecuatoriano José Ayala Lasso. Le habíamos entregado en mano una serie de consideraciones y peticiones firmadas por la presidenta del Consell Insular de Mallorca, María Antonia Munar.
Unos días después, éramos también recibidos en París por el director general de la UNESCO, Federico Mayor Zaragoza. La marcha había tenido un increíble impacto mediático. Por ese motivo, diversos compañeros la consideraban un gran triunfo. Por mi parte, lo único que tenía en mente era que los refugiados seguían muriendo atrozmente en su infierno verde. Me era imposible considerar que tal impacto mediático fuese un éxito.
Empecé entonces a referirme a la necesidad de escalar en nuestra determinación y en nuestras acciones: comencé a referirme a la necesidad de empezar, por ejemplo, un ayuno indefinido frente a la sede de la Unión Europea en Bruselas. Pero fue a partir de ahí cuando se empezó a crear entre nosotros una fisura que, con el paso de los meses y sobre todo con mi candidatura al premio Nobel de la Paz, se fue ampliando y profundizando hasta trascender públicamente en los medios con ataques virulentos entre compañeros.
Desde su distorsionada óptica, semejante ayuno indefinido, que únicamente yo estaba dispuesto a empezar, era sobre todo una búsqueda de protagonismo personal. Una acusación de búsqueda de protagonismo que, junto a muchas otras (como la de misticismo carente de realismo o, por el contrario, la de activismo muy poco espiritual), no solo me ha acompañado toda mi vida, sino que se llegó a convertir en una especie de pandemia en los años de la candidatura al Nobel de la Paz.
Tan solo veían en mí personalismo y afán de protagonismo, pero mi óptica era totalmente otra. Continuamente venían a mi mente las imágenes de san Francisco atravesando a pie las filas de cruzados y musulmanes. O la imagen de un gran profeta del siglo XX, monseñor Oscar Arnulfo Romero, clamando frente a los asesinos, sin prudencia humana alguna: ‘Les suplico, les ruego, les ordeno en nombre de Dios: ¡Cese la represión!’
De modo que acabó fraguándose en mi interior una tremenda decisión: marchar esta vez hacia el sur, hasta Kigali, llegar hasta la residencia del criminal/presidente Paul Kagame y desplegar ante ella una pancarta con las históricas palabras del arzobispo jesuita de El Salvador.”
Notas
2. Durante la Segunda Guerra Mundial fue deportado a los campos de concentración de Buchenwald y Dachau. Fue ordenado sacerdote en 1948.
3. Ediciones Encuentro. Octubre 2018.
Cuadro: San Francisco ante el sultán de Egipto Al-Malik Al-Kamil (Zacarías González Velázquez, 1787)
El sultàn y el santo (Alexander Kronemer, 2016)
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