Cuando conocí a Julian Assange hace más de diez años, le pregunté por qué había comenzado WikiLeaks. Él respondió: «La transparencia y la rendición de cuentas son cuestiones morales que deben ser la esencia de la vida pública y del periodismo.»
Nunca había oído a un editor o un redactor invocar la moral de esta manera. Assange cree que los periodistas son los agentes del pueblo, no el poder: que nosotros, el pueblo, tenemos derecho a conocer los secretos más oscuros de los que dicen actuar en nuestro nombre.
Si los poderosos nos mienten, tenemos derecho a saberlo. Si dicen una cosa en privado y lo contrario en público, tenemos el derecho a saberlo. Si conspiran contra nosotros, como hicieron Bush y Blair en Irak, y luego se hacen pasar por demócratas, tenemos el derecho a saberlo.
Es esta moralidad de propósito la que amenaza la colusión de poderes que quieren hundir gran parte del mundo en la guerra y quieren enterrar vivo a Julian en los Estados Unidos fascistas de Trump.
En 2008, un informe ultrasecreto del Departamento de Estado de Estados Unidos describió en detalle cómo los Estados Unidos combatirían esta nueva amenaza moral. Una campaña de desprestigio personal dirigida en secreto contra Julian Assange llevaría a «la exposición [y] el enjuiciamiento penal».
El objetivo era silenciar y criminalizar WikiLeaks y su fundador. Página tras página reveló una guerra inminente contra un solo ser humano y contra el principio mismo de la libertad de expresión, la libertad de pensamiento y la democracia.
Las tropas de choque imperiales serían los que se llamaban a sí mismos periodistas: los grandes bateadores de la llamada corriente principal, especialmente los «liberales» que marcan y patrullan los perímetros de la disidencia.
Y eso es lo que ocurrió. He sido reportero durante más de 50 años y nunca he conocido una campaña de desprestigio como ésta: el asesinato de un hombre que se negó a unirse al club, que creía que el periodismo era un servicio a la gente, nunca a los de arriba.
Assange avergonzó a sus perseguidores. Produjo primicia tras primicia. Expuso el fraude de las guerras promovidas por los medios de comunicación y la naturaleza homicida de las guerras de Estados Unidos, la corrupción de los dictadores, los males de Guantánamo.
Nos obligó en Occidente a mirarnos al espejo. Expuso a los que cuentan la versión oficial de la verdad en los medios como colaboradores: los que yo llamaría periodistas de Vichy. Ninguno de estos impostores creyó a Assange cuando advirtió que su vida estaba en peligro: que el «escándalo sexual» en Suecia era un montaje y un infierno estadounidense era el destino final. Y tenía razón, y repetidamente la razón.
La audiencia de extradición en Londres esta semana es el acto final de una campaña angloamericana para enterrar a Julian Assange. No es el debido proceso. Es la venganza debida. La acusación estadounidense está claramente amañada, una farsa demostrable. Hasta ahora, las audiencias han sido una reminiscencia de sus equivalentes estalinistas durante la Guerra Fría.
Hoy en día, la tierra que nos dio la Carta Magna, Gran Bretaña, se distingue por el abandono de su propia soberanía al permitir que una potencia extranjera maligna manipule la justicia y por la viciosa tortura psicológica de Julian, que es, como ha señalado Nils Melzer, el experto de las Naciones Unidas, una forma de tortura que fue refinada por los nazis porque era más eficaz para quebrar a sus víctimas.
Cada vez que he visitado Assange en la prisión de Belmarsh, he visto los efectos de esta tortura. La ultima vez que lo vi, había perdido más de 10 kilos de peso, sus brazos no tenían ningún músculo. Increiblemente, su agudo sentido del humor estaba intacto.
En cuanto a la patria de Assange, Australia, ha demostrado solo una cobardía encogida ya que su gobierno ha conspirado en secreto contra su propio ciudadano que debería ser aclamado como un héroe nacional. No en vano George W. Bush llamó al primer ministro australiano su «sheriff adjunto».
Se dice que lo que le pase a Julian Assange en las próximas tres semanas disminuirá, si no destruirá la libertad de prensa en Occidente. Pero ¿qué prensa? ¿The Guardian? ¿La BBC, The New York Times, el Washington Post de Jeff Bezos?
No, los periodistas en estas organizaciones pueden respirar libremente. Los Judas del Guardian que coquetearon con Julian, explotaron su trabajo histórico, hicieron su fortuna y luego lo traicionaron, no tienen nada que temer. Están a salvo porque se les necesita.
La libertad de prensa está ahora en manos de unos pocos honorables: las excepciones, los disidentes de Internet que no pertenecen a ningún club, que no son ricos ni están cargados de Pulitzers, pero que producen un periodismo fino, desobediente y moral, como Julian Assange.
Mientras tanto, es nuestra responsabilidad estar al lado de un verdadero periodista, cuyo coraje debería ser una inspiración para todos los que aún creemos que la libertad es posible. Le saludo.
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Fuente: John Pilger