Esta noche me dirijo a vosotros desde el Palacio Real, donde la Corona celebra actos de Estado en los que queremos expresar, con la mayor dignidad y solemnidad, la grandeza de España.
FELIPE VI
¿Algunos se han preguntado por qué el monarca eligió el Salón del Trono del Palacio Real de Madrid como plató de su discurso anual de Navidad? ¿Por qué Felipe VI, obsesionado en transmitir una imagen de sencillez tras la abdicación de su padre (forzada por una mala imagen de dilapidación en cacerías y amantes), elige un marco tan sobrecargado de lujo, tan fastuoso, en unos momentos en que buena parte de sus súbditos sufren privacidad o, directamente, miseria? Él mismo responde, en una de las primeras frases de su discurso: para expresar la grandeza de España.
El Palacio Real, empezado a construir en 1738 por orden de Felipe V, es el palacio real más grande de Europa occidental, el doble que el Palacio de Buckingham o el Palacio de Versalles. Efectivamente, la magna obra pretendía mostrar al mundo, y a los súbditos de España, la grandeza de la Corona española y su imperio. Y, casi trescientos años más tarde, el rey Borbón, y las élites españolas, nostálgicos de aquella España imperial, mantienen el mismo concepto de grandeza que tenían en el siglo XVIII. El escenario elegido, por tanto, no es casual. Para ellos, la Corona y la nueva aristocracia manifestada en los grandes empresarios que medran a costa del Estado, el contenido del discurso y el continente son la respuesta al «desafío» separatista de Cataluña. Son, simplemente, una demostración de poder: el poder del pasado.
Un gobernante moderno, del siglo XXI, basaría su concepto de grandeza en la prosperidad de su pueblo, en los valores democráticos, en el respeto a los derechos humanos, en la igualdad entre las personas, en la capacidad de servicio de los gobernantes, en el honestidad política,… Pero, España sigue siendo diferente. En estos momentos tan trascendentales, el Poder cree que no necesita argumentos, ni razones, ni capacidad de seducción. El Poder sólo cree en la ostentación. Y, mientras el Pueblo ha castigado duramente a los dos partidos de turno, por el mal uso que han hecho del Poder, el Rey recrea una imagen del siglo XVIII. Pero, como el rey desnudo, solo, en medio de aquel salón inmenso, entre damascos, oro y joyas, Felipe VI ha transmitido al mundo la imagen más anacrónica de una España vieja, cansada y casposa. Pobre Rey, si cree que el mundo encontrará grande su nación por un palacio de hace trescientos años. Pobre Rey, si cree que sus súbditos lo querrán más porque se muestra fastuoso. Y pobre España, si para someter a una parte de sus ciudadanos, sólo tiene los argumento de la fuerza y el miedo.
Sin embargo, el Rey de España no tiene ningún niño que le diga que va desnudo. Porque todos los medios de comunicación estatales le ríen las gracias. Ninguno le habrá reprochado que su imagen ofende a tanta gente que lo ha perdido todo. Ni ninguno de estos medios habrá cedido su voz a los representantes de los millones de personas que quieren abandonar esta España tan grande. ¿A ninguno le interesa saber por qué tantos ciudadanos no se encuentran bien en España? ¿Y el Rey, tampoco se lo pregunta?
La grandeza que muestra el Rey aún hace más grande la miseria de los millones de personas que, estas fiestas, no han podido calentar su casa, o no han podido alimentar debidamente a sus hijos. Para ellos no ha habido ninguna palabra de consuelo, ni siquiera de esperanza. Y mientras bancos, empresas energéticas y concesionarias de servicios públicos continúan saqueando al Estado, el Rey nos ha mostrado la grandeza de España.