Últimamente se ha puesto de moda entre los partidos políticos esta expresión. Las líneas rojas son aquellos elementos ideológicos o programáticos a los que ningún partido puede renunciar para no traicionar sus esencias o su electorado. A menudo, sin embargo, estas líneas no están claramente definidas o delimitadas. Así, los líderes de los partidos las mueven a conveniencia. Lo que en campaña electoral era afirmado con contundencia, poco después ya es más discutible, de tal manera que la línea se desdibuja o se mueve de derecha a izquierda o arriba y abajo.
Otra expresión que algunos partidos han hecho popular es la autodefinición grandilocuente de partidos constitucionalistas. Así, el PP, el PSOE y Ciudadanos se proclaman con orgullo «los partidos constitucionalistas», definición de la que excluyen a todos los demás partidos. Para ellos, la Constitución es una especie de tablas de la ley grabadas en roca, tal como las que Dios entregó a Moisés. Y la exhiben, la Constitución, como un hacha inquisidora, más que como un instrumento que debe garantizar las libertades. Es igual si una noche del mes de agosto de hace unos años, el PP y el PSOE se pusieron de acuerdo para modificarla en una cuestión tan «insignificante» como garantizar el pago de la deuda a los bancos antes que los derechos sociales de la gente, que la propia Constitución consagraba hasta entonces, ellos y sólo ellos son los garantes de la sacrosanta Constitución.
Bueno, pues, los autodenominados partidos constitucionalistas se han puesto de acuerdo en una línea roja, la cual, bajo ningún concepto pueden traspasar: no pueden pactar con partidos independentistas o que defiendan el derecho a decidir de los pueblos de España. Y creen que han encontrado la gran solución. Descartados una cuarta parte de los diputados del Congreso, sólo queda una opción posible: un pacto entre el PP y el PSOE, con la muleta prescindible de Ciudadanos. O volver a repetir las elecciones, a ver si esta vez los ciudadanos no se equivocan y no complican tanto las cosas. Todo antes de abordar el principal reto que tiene España, el modelo territorial. Unos y otros pretenden gobernar España prescindiendo de los partidos que, todos juntos, tienen mayoría absoluta en el Parlamento de Cataluña. Ignoran, intencionadamente, que cada vez más ciudadanos de Cataluña se inclinan por la independencia, sin querer saber las causas. Y piensan que, con la Constitución en la mano y con un Tribunal Constitucional partidista que la interpreta según el dictado de los partidos «constitucionalistas», detendrán las ansias de un Pueblo que se siente nación, y quiere constituirse en Estado.
Si no estuvieran tan cegados de ellos mismos, podrían hacer otra lectura de la Constitución y proponer alternativas que sedujeran a la mayoría de ciudadanos de Cataluña, y del resto del Estado. Pero no pueden, porque son prisioneros de su escalada de declaraciones, de frases hechas repetidas a lo largo de los meses sobre su concepto de España unitaria y unitarista. Son prisioneros de sus líneas rojas, que ellos mismos han ido envolviendo por el cuello, hasta no dejarles margen para respirar. Por eso no pueden hacer otra cosa que pactar entre ellos o repetir las elecciones, una y otra vez, envueltos en su retórica de declaraciones grandilocuentes sobre la unidad de España y la sagrada Constitución. Mientras que, para los que ya nos lo miramos desde una cierta distancia, este patrioterismo se ha convertido en un esperpento.