Se trataría de dos cuestiones anacrónicas para la inmensa mayoría de la humanidad, incluso para multitud de cristianos y hasta para bastantes israelís. Y para miles de millones de seres humanos que no son ni judíos ni cristianos se trataría de cuestiones hasta absurdas. Pero han llegado a convertirse en absolutamente decisivas para la supervivencia de nuestra especie.

Son dos cuestiones que cobran una dimensión de vértigo desde el momento en el que unos pocos millones de judíos, algunos de ellos extremadamente fanatizados, creen ser verdaderamente los miembros del pueblo elegido y los legítimos propietarios de la tierra que le fue prometida. O utilizan esas categorías teológicas, incluso siendo ateos muchos de ellos, para justificar su proyecto supremacista. Un proyecto ideológico perverso imposible de fundamentar teológicamente en una elección divina gratuita y no merecida, a la que se debe responder con humildad y gratitud.

Pero lo realmente grave es que creen o dicen creerse tales categorías teológicas hasta el punto de estar dispuestos a enfrentarse al mundo entero con un arsenal nuclear impresionante. Quizá ni tan solo sean mayoría en Israel, pero condicionan las decisiones del actual Gobierno, un gobierno ya de por sí muy sectario y extremista.

En todo caso, una cosa es cierta: el dios conquistador sanguinario (y hasta iracundo y vengativo en un sentido que no se corresponde exactamente con los significados que nosotros damos a estos términos) que aparece en diversos textos del Antiguo Testamento, es incompatible con el Dios misericordioso y liberador de los profetas bíblicos.

Nos encontramos ante un dogma imposible de asumir por miles de millones de seres humanos que no son ni judíos ni cristianos: el dogma de la elección divina del pueblo de Israel, una elección exclusiva, una elección en ciertos aspectos no solo exclusiva sino incluso excluyente hacia todos los demás pueblos de la tierra, una elección acompañada de la concesión de aquella tierra que le fue prometida. Se trata de un dogma fundamentado en unas escrituras que serían sagradas y estarían inspiradas por Dios. Es decir, nos encontramos ante un dogma que, a su vez, está sustentado en otro dogma judeo-cristiano: el de la inerrancia (ausencia de error) de las Sagradas Escrituras.

Pero en realidad no nos encontramos ante un dilema que enfrente a miles de millones de seres humanos por una parte y otros tantos miles de millones por otra, sino ante una contradicción interna dentro del mismo judaísmo. Voy a tratar de explicarlo. Pero, a fin de no alargarme demasiado, lo haré sin un despliegue de citas bíblicas, sin una exégesis propia de especialistas, sin un análisis teológico que resulte complicado para la mayoría de los lectores y sin casi recurrir a un marco metafísico más global.

En principio estoy calificando tal contradicción interna como propia solo del judaísmo. Por múltiples causas, que no podría tratar ahora sin desviarme del objeto central de este breve artículo, el cristianismo derivó, sobre todo de la mano de Saulo de Tarso, transformado posteriormente en el apóstol Pablo, hacia horizontes mucho más universalistas no ligados a un territorio determinado.

Las contradicciones internas del judaísmo fueron siempre tan graves que, finalmente, con la llegada de la figura y el mensaje del galileo Jesús de Nazaret, se produjo una escisión prácticamente irremediable y definitiva. Podemos analizar dicha contradicción espiritual profunda enmarcándola temporalmente en el periodo, de al menos 1.300, años que va desde la aparición histórica de la figura de Moisés, continuando con la de Elías, hasta llegar a la de Jesús. No es casual que Jesús aparezca flanqueado por Moisés y Elías, a uno y otro lado suyo, en el relato evangélico de un acontecimiento fundamental en su vida, un acontecimiento cargado de un gran simbolismo teológico, el de su transfiguración en “una montaña alta” (Lucas 9, 28-36; Mateo 17, 1-6; Marcos 9, 1-8).

Estas tres figuras representan perfecta y plenamente a uno de los dos polos de esa profunda contradicción: el polo constituido por –me atrevería a decir como cristiano convencido– la auténtica espiritualidad judía, la espiritualidad profética, la instaurada por unos seres realmente “llamados” por Yahveh. Moisés, el mayor profeta del judaísmo, fue llamado en el monte Horeb, para liberar al pueblo esclavizado de Israel, fue llamado por un Yahveh que escucha el clamor de los oprimidos (Éxodo 3, 1-15). Elías, el otro gran profeta bíblico, se enfrentó enérgicamente en el siglo IX a. C. al rey Acab, que había ejecutado a otros profetas “molestos” que denunciaban el expolio de tierras a los campesinos.

Jesús, a su vez, al inicio mismo de su misión pública, afirmó con energía, enfrentándose en la sinagoga a la gente de su aldea, Nazaret, que en aquel mismo día se cumplían los anuncios del profeta Isaías sobre la llegada del mesías con un mensaje y una praxis liberadoras: “El espíritu del Señor Yahveh está sobre mí, por cuanto que me ha ungido Yahveh. A anunciar la buena nueva a los pobres me ha enviado, a vendar los corazones rotos; a pregonar a los cautivos la liberación, y a los reclusos la libertad” (Isaías 61, 1).

Pero casi desde el inicio mismo de este periodo de 1.300 años, paralelamente a la proclamación del mensaje liberador de los auténticos profetas, aparecieron otras realidades no tan positivas. Realidades que configuraron y siguen configurando el segundo polo de esa contradicción interna del judaísmo a la que vengo refiriéndome. Aparecieron aquellos elementos oscuros propios de la naturaleza humana: el olvido primeramente por los jueces (caudillos) y luego por los reyes, junto a sus respectivos entornos, de que ellos eran tan solo unos servidores de Yahveh y su pueblo, unos servidores elegidos gratuitamente y no por méritos propios; la apropiación y apego al poder y la riqueza; el recurso a la violencia y al belicismo excesivo para mantener e incluso incrementar sus privilegios y dominios…

Pero tales tendencias están tan adheridas a las mentes y corazones de los seres humanos que son casi imposibles de separar del mensaje divino en sí mismo. De modo que este acaba siempre pasando por la subjetividad y las limitaciones intelectuales y espirituales del mensajero, entremezclándose con ellas. De ahí que Jesús afirmase que no había venido a abolir ni la Ley ni los Profetas, pero sí a llevarlas a su plenitud (Mateo 5, 17-19). Todo lo cual nos lleva a la cuestión de la inerrancia de las Escrituras. Una cuestión que tampoco puedo desarrollar en este breve artículo. Hoy solo retendré el hecho incuestionable de que el dios bíblico iracundo y vengativo es incompatible con el Dios de misericordia entrañable que aparece en los mejores textos proféticos, el Dios que hace salir el sol sobre buenos y malos (Mateo 5, 45-48).

¿No es extraño traer ahora a colación unas cuestiones que, como comenté ya al inicio de este artículo, son anacrónicas para la inmensa mayoría de la humanidad, incluidos multitud de judíos y cristianos, y hasta absurdas para miles de seres humanos que no son ni judíos ni cristianos? Efectivamente, a multitud de personas, e incluso a muchos analistas, puede parecerle extraño el tratar estas cuestiones, pero deberíamos ser conscientes de que el factor religioso es un componente incrustado en el ser más profundo de las partes de este conflicto (la israelí, la palestina, la judía, la musulmana…).

En estos pueblos y culturas, el factor religioso puede ser esencial tanto para generar conflictos como para resolverlos. De ahí que sea muy importante el clarificar en lo posible muchas de estas cuestiones religiosas. Clarificarlas ya sea reflexionando sobre aquellas que parecen ser conflictivas como sacando a la luz aquellas otras que, a pesar de ser esclarecedoras, no suelen ser tratadas. En especial, es importante dejar en evidencia la utilización ilícita o incluso perversa de ciertas categorías religiosas, como la de “pueblo elegido” y “Tierra prometida”. Si en ellas se esconden algunas realidades teológicas auténticas, estas solo pueden estar en línea con la humildad y vulnerabilidad que proclaman los profetas.

Es por ello que cabe recordar que Moisés, Elías, Jesús y todos los profetas bíblicos en general son considerados también por el Islam como mensajeros divinos. No estamos, por tanto, ni ante un choque de civilizaciones ni de religiones. Estamos ante el enfrentamiento entre, por una parte, el sector belicista y prepotente del judaísmo junto al sionismo más criminal y, por otra, el profetismo bíblico junto al Islam más auténtico.

Es por tanto necesario desautorizar y despojar de argumentos pseudo religiosos a quienes pretenden instaurar violentamente el Gran Israel en nombre de Yahveh y de sus promesas. Judíos como Martin Buber o Silvana Ravinobich son los continuadores de la milenaria espiritualidad profética. Una espiritualidad fuerte en su vulnerabilidad, fuerte moralmente y lo suficientemente lúcida y poderosa como para convertirse en el alma y el motor con los que Israel retorne al camino de la cordura y sea capaz de convivir con otros pueblos sin pretender someterlos o exterminarlos y sin tampoco dejarse someter ni exterminar por ellos. Un camino que es imposible de descubrir y caminar sin la inspiración, la bendición y la fuerza de Yahveh.

Pintura: La Transfiguración (Rafael, 1517-1520)

El Espíritu del Señor está sobre mí – RUAJ ADONAI ALAI (Isaías 61, 1-3) [Raíces Hebreas de Sefarad]