No puede haber democracia y guerra colonial; una aspira a la decencia, la otra al fascismo. Mientras tanto, los otrora bien acogidos inconformistas son ahora herejes en una clandestinidad del periodismo en medio de un paisaje de mendaz conformidad.

Espartaco fue una película de Hollywood de 1960 basada en un libro escrito secretamente por el novelista Howard Fast, incluido en la lista negra, y adaptado por el guionista Dalton Trumbo, uno de los «10 de Hollywood» que fueron prohibidos por su política «antiestadounidense». Es una parábola de resistencia y heroísmo que habla sin reservas de nuestros tiempos.

Ambos escritores eran comunistas y víctimas del senador Joseph McCarthy, presidente del Comité de Operaciones Gubernamentales y del Subcomité Permanente de Investigaciones del Senado de Estados Unidos, que durante la Guerra Fría destruyó las carreras y a menudo las vidas de quienes tenían los principios y el valor suficientes para enfrentarse a un fascismo autóctono en Estados Unidos.

«Este es un tiempo fuerte, ahora, un tiempo preciso…», escribió Arthur Miller en El crisol. «Ya no vivimos en la tarde oscura en la que el mal se mezclaba con el bien y confundía al mundo».

Ahora hay un provocador «preciso»; está claro para quienes quieran verlo y predecir sus acciones. Se trata de una banda de Estados liderada por Estados Unidos cuyo objetivo declarado es el «dominio de todo el espectro». Rusia sigue siendo la odiada, China Roja la temida.

Desde Washington y Londres, la virulencia no tiene límites. Israel, el anacronismo colonial y perro de presa desatado, está armado hasta los dientes y goza de una impunidad histórica para que «nosotros», Occidente, nos aseguremos de que la sangre y las lágrimas nunca se sequen en Palestina.

Los diputados británicos que se atreven a pedir un alto el fuego en Gaza son desterrados, la puerta de hierro de la política bipartidista les es cerrada por un líder laborista que privaría de agua y comida a los niños.

En la época de McCarthy, había agujeros para la verdad. Los inconformistas de entonces son herejes ahora; existe un periodismo clandestino (como esta web) en un paisaje de conformidad mendaz. Los periodistas disidentes han sido defenestrados de la «corriente dominante» (como escribió el gran editor David Bowman); la tarea de los medios es invertir la verdad y apoyar las ilusiones de la democracia, incluyendo una «prensa libre».

La socialdemocracia se ha reducido a la anchura de un papel de fumar que separa las principales políticas de los grandes partidos. Su única suscripción es a un culto capitalista, el neoliberalismo, y a una pobreza impuesta descrita por un relator especial de la ONU como » el empobrecimiento de una parte significativa de la población británica.»

La guerra es hoy una sombra inmóvil; las guerras imperiales «para siempre» se designan como normales. Irak, el modelo, es destruido a costa de un millón de vidas y tres millones de desposeídos. El destructor, Blair, se enriquece personalmente y es adulado en la conferencia de su partido como un ganador electoral.

Blair y su contraparte moral, Julian Assange, viven a 14 millas de distancia, uno en una mansión Regency, el otro en una celda a la espera de ser extraditado al infierno.

Según un estudio de la Universidad de Brown, desde el 11-S casi seis millones de hombres, mujeres y niños han sido asesinados por Estados Unidos y sus acólitos en la «Guerra Global contra el Terror». Se va a construir un monumento en Washington para «celebrar» este asesinato masivo; su comité está presidido por el ex presidente George W. Bush, mentor de Blair. Afganistán, donde empezó, fue finalmente devastado cuando el presidente Biden robó las reservas de su banco nacional.

Ha habido muchos afganistanes. El forense William Blum se dedicó a dar sentido a un terrorismo de Estado que rara vez pronunciaba su nombre, por lo que requiere repetición: «A lo largo de mi vida, Estados Unidos ha derrocado o intentado derrocar a más de 50 gobiernos, la mayoría democracias. Ha interferido en las elecciones democráticas de 30 países. Ha lanzado bombas sobre la población de 30 países, la mayoría de ellos pobres e indefensos. Ha luchado para suprimir movimientos de liberación en 20 países. Ha intentado asesinar a innumerables dirigentes».

Tal vez oiga a algunos de ustedes decir: ya basta. Mientras la Solución Final de Gaza se retransmite en directo a millones de personas, los pequeños rostros de sus víctimas grabados en los escombros bombardeados, enmarcados entre anuncios televisivos de coches y pizza. Sí, sin duda, es suficiente. ¿Cómo de profana es esa palabra «suficiente»?

Afganistán fue el lugar al que Occidente envió a jóvenes cargados con el ritual de los «guerreros» para que mataran gente y disfrutaran con ello. Sabemos que algunos de ellos lo disfrutaron por las pruebas de los sociópatas del SAS australiano, incluyendo una fotografía de ellos bebiendo de la prótesis de un hombre afgano.

Ni un solo sociópata ha sido acusado de esto y de crímenes como tirar a un hombre por un acantilado, matar niños a quemarropa, degollar: nada de ello «en combate». David McBride, ex abogado militar australiano que sirvió dos veces en Afganistán, era un «verdadero creyente» en el sistema como algo moral y honorable.  También cree firmemente en la verdad y la lealtad. Sabe definirlas como pocos. La semana que viene comparecerá ante un tribunal de Canberra como presunto delincuente.

«Un alertador australiano», informa Kieran Pender, abogado del Centro Jurídico Australiano de Derechos Humanos, «se enfrentará a un juicio por denunciar horrendas irregularidades. Es profundamente injusto que la primera persona juzgada por crímenes de guerra en Afganistán sea el alertador y no un presunto criminal de guerra».

McBride puede recibir una condena de hasta 100 años por revelar el encubrimiento del gran crimen de Afganistán. Intentó ejercer su derecho legal como alertador en virtud de la Ley de Revelación de Información de Interés Público, que según el actual fiscal general, Mark Dreyfus, «cumple nuestra promesa de reforzar la protección de los alertadores del sector público.»

Sin embargo, fue Dreyfus, ministro laborista, quien dio el visto bueno al juicio de McBride tras una espera punitiva de cuatro años y ocho meses desde su detención en el aeropuerto de Sydney, una espera que destrozó su salud y su familia.

Quienes conocen a David y saben de la horrible injusticia que se ha cometido con él llenan su calle en Bondi, cerca de la playa de Sydney, para dar su aliento a este hombre bueno y decente. Para ellos, y para mí, es un héroe.

McBride se sintió ofendido por lo que encontró en los archivos que se le ordenó inspeccionar. Había pruebas de crímenes y de su encubrimiento. Entregó cientos de documentos secretos a la Australian Broadcasting Corporation y al Sydney Morning Herald. La policía allanó las oficinas de la ABC en Sydney mientras los reporteros y productores veían, conmocionados, cómo sus ordenadores eran confiscados por la Policía Federal.

El fiscal general Dreyfus, autoproclamado reformista liberal y amigo de los alertadores, tiene el poder singular de detener el juicio de McBride. Una búsqueda en la Libertad de Información de sus acciones en este sentido revela poco, a lo sumo una indiferencia.

No se puede dirigir una democracia de pleno derecho y una guerra colonial; una aspira a la decencia, la otra es una forma de fascismo, independientemente de sus pretensiones. Fíjense en los campos de exterminio de Gaza, bombardeados hasta reducirlos a polvo por el apartheid israelí. No es casualidad que en la rica pero empobrecida Gran Bretaña se esté llevando a cabo una «investigación» sobre el asesinato a tiros por soldados del SAS británico de 80 afganos, todos civiles, incluida una pareja en la cama.

La grotesca injusticia cometida contra David McBride está acuñada de la injusticia que consume su compatriota Julian Assange. Ambos son amigos míos. Cada vez que los veo, me siento optimista. «Me animas», le digo a Julian cuando levanta un puño desafiante al final de nuestro periodo de visitas. «Me haces sentir orgulloso», le digo a David en nuestra cafetería favorita de Sydney.

Su valentía ha permitido que muchos de nosotros, que podríamos desesperar, comprendamos el verdadero significado de una resistencia que todos compartimos si queremos impedir la conquista de nosotros mismos, de nuestra conciencia, de nuestro amor propio, si preferimos la libertad y la decencia a la conformidad y la connivencia. En esto, todos somos Espartaco.

Espartaco fue el líder rebelde de los esclavos de Roma en los años 71-73 a.C. Hay un momento emocionante en la película Espartaco, protagonizada por Kirk Douglas, cuando los romanos piden a los hombres de Espartaco que identifiquen a su líder y así ser perdonados. En lugar de ello, cientos de sus camaradas se levantan y alzan sus puños en solidaridad y gritan: «¡Yo soy Espartaco!». La rebelión está en marcha.

Julian y David son Espartaco. Los palestinos son Espartaco. La gente que llena las calles de banderas, principios y solidaridad son Espartaco. Todos somos Espartaco si queremos serlo.

John Pilger ha ganado dos veces el máximo galardón británico de periodismo y ha sido Reportero Internacional del Año, Reportero de Noticias del Año y Escritor Descriptivo del Año. Ha realizado 61 documentales y ha ganado un Emmy, un BAFTA y el premio de la Royal Television Society. Su «Cambodia Year Zero« figura entre las diez películas más importantes del siglo XX. Es el ganador del Premio Gary Webb 2023 de Consortium News. Se puede contactar con él en www.johnpilger.com y en X @johnpilger.

Fuente: Consortium News

Foto: «Yo soy Espartaco»