“Lo que de verdad importa” para el futuro de la humanidad no creo que sea la Agenda 2030, como pretenden algunos que disponen de una financiación millonaria y tienen los grandes medios a su servicio, sino desenmascarar la cara siniestra del engranaje anglo-occidental en el que vivimos y el falsario relato de los acontecimientos que nos ha sido impuesto… aunque eso conlleve nuestra propia muerte social

Algunos amigos que irán a votar el próximo 23 de julio, porque consideran que cada voto es importante, nos dicen que no servirá de nada que nosotros no votemos nunca más hasta que, en estos tiempos nuclearizados, un partido decida poner la Paz y la salida de la OTAN como el primero y principal punto de su programa electoral. “Que algunos no votéis, no servirá de nada” –dicen–, pero… ¡ellos sí votarán! Una abstención es, al parecer, algo insignificante, pero un voto “sensato” es muy importante. ¡Cuánto daño ha hecho durante décadas el supuesto “realismo”, la aparente eficacia y el llamado voto útil!

Pero tales consideraciones tan “inteligentes” por parte de los “entendidos” y “pragmáticos” ya no me afectan en nada. Las vengo soportando, en las más diferentes cuestiones, desde que hace ya medio siglo me declaré, desde las convicciones y el movimiento de la no violencia, el tercer objetor de conciencia al servicio militar por motivos no solo espirituales sino también políticos. No iba a servir de nada –me decían–, era hasta una estupidez… Pero unos pocos años más tarde caía en España la obligatoriedad del servicio militar.

Hay otra sabiduría, mucho más verdadera, intuitiva y realista a la vez, que la de tanto experto mediático o académico. Tengo bien interiorizada la certeza de que una pequeña porción de levadura puede trasformar toda una gran masa (Mateo 13,33). Jesús de Nazaret lo sabía bien dos milenios antes de que, con los experimentos de Stanley Milgram, se descubriese que tan solo un 8% de la sociedad suele ser la que no se deja engañar ni corromper, pero también la que acaba influyendo decisivamente en todo el 92% restante y determinando positivamente el curso de la historia (desde el minuto 51:30 hasta el 68:10)

Este artículo también podría titularse: “Comentarios en torno a los extraordinarios análisis de Juan Antonio Aguilar”. En estos tiempos de políticos, periodistas o académicos mediocres o incluso colaboracionistas respecto al totalitarismo que crece más y más en Occidente, es verdaderamente alentador escuchar en boca de un militar y especialista en geoestrategia aquello que es la esencia misma tanto del profetismo bíblico como de la doctrina de la no violencia: “Lo más importante para alcanzar la Paz es desenmascarar la cara siniestra del engranaje en el que vivimos y su falsario relato de los acontecimientos… aunque eso conlleve nuestro propio asesinato social”.

Hoy, 22 de junio, día en el que, en 1941, la Alemania nazi lanzaba su gran ataque a Rusia, la llamada Operación Barbarroja, Juan Antonio Aguilar iniciaba así la entrevista que le realizaba Miguel Ruiz Calvo: La apabullante propaganda en todos los medios de comunicación debería llevarnos a preguntarnos por qué, cada día más, tanta gente acaba abriendo el ordenador, con lo cómodo que es sentarse a ver la televisión, para intentar informarse realmente de lo que está ocurriendo. A preguntarnos por qué eso es así. Debería hacernos reflexionar sobre qué mundo es este en el que estamos viviendo. Todos, absolutamente todos, los titulares son lineales. Y eso solo puede ocurrir por la exclusiva razón de que el origen de la información es el mismo… No podemos aceptar que la OTAN/UE nos lleve a aceptar como un hecho normal el que acabemos yendo a la guerra.

Medio siglo de entrega a la causa de la Verdad, la Paz y la Justicia no ha hecho más que reforzar en mi interior aquella convicción de mahatma Gandhi: “Un solo ser humano y la Verdad son multitud”. Porque para él la Verdad era Dios mismo. Ella es la Realidad misma frente a la que antes o después acaban estrellándose todas las falacias que crean y recrean una y otra vez los poderosos medios de unas elites que parecen haber conseguido, por el momento, secuestrar todos los instrumentos y resortes de ingeniería social. Pero en sánscrito la palabra Satya (Verdad) se deriva de Sat, que significa ser. Y,  como suele decirse, los hechos son testarudos.

En diálogos con el padre Matteo Zuppi, actual presidente de la Conferencia Episcopal Italiana y mediador del Vaticano en el conflicto de Ucrania, así como con su compañero Roberto, ambos de la Comunidad de San Egidio, el final del segundo milenio me trajo uno de los más importantes descubrimientos de mi vida: el de la gravedad de la cuestión del silencio de los cristianos frente a crímenes y genocidios, así como la importancia de la denuncia y de aquello que los padres de la Iglesia llamaban la parresia, la fuerza y libertad interiores para llamar a las cosas por su nombre. Lo expliqué en el artículo de enero de 2005 titulado “Dios verdad” con el que la revista de los Jesuitas Sal Terrae quería abrir un ciclo anual dedicando cada mes a diferentes nombres de Dios:

“Había leído aquellas palabras de Albert Einstein, en pleno genocidio nazi, en las que afirmaba que las generaciones futuras lamentarán más el silencio de la gran masa de los buenos que la maldad de unos pocos. Pero aún no las había hecho mías ni llegaba a calibrar correctamente la gravedad de la cuestión del silencio de los cristianos frente a crímenes y genocidios. En un artículo publicado en el 1.999[5], me refería así a aquel descubrimiento: ‘La Comunidad de San Egidio expresa admirablemente su carisma propio cuando, en sus encuentros ecuménicos y en sus tareas de mediación, afirma: la Paz es el nombre de Dios. Tras pasar dos días con el padre Matteo y con Roberto, en Roma, comprendí claramente que, salvadas las distancias entre la envergadura de sus tareas y las nuestras, la misión de nuestra Fundación estaba más en relación con otro de los rostros de Dios: la Verdad’.

En ese descubrimiento propio del Dios Verdad se cumplió, una vez más, aquello de lo que Gandhi estaba convencido: Son los pobres quienes nos conducen al Dios Verdad. ‘Estoy esforzándome por ver a Dios mediante el servicio a la humanidad…’.[6] ‘¿Sabéis que hay miles de aldeas donde la gente muere de hambre y que está a punto de arruinarse? Si escucháramos la voz de Dios, es seguro que escucharíamos que Dios nos dice que estamos tomando su nombre en vano si no pensamos en los pobres y los ayudamos’.[7] ‘Sólo se puede servir a Dios de una manera: sirviendo a los pobres’[8]. Era el diciembre de 1996. Estábamos a punto de iniciar desde Asís una segunda marcha a pie de casi 1.000 kilómetros hasta la sede de la ONU, en Ginebra, por la paz y el fin del genocidio en el África de los Grandes Lagos. Ya habían sido bombardeados con armas pesadas los campos de refugiados que, bajo la bandera de la ONU, estaban enclavados en el este del Zaire, hoy RD del Congo. Ya había comenzado la cacería del refugiado, cacería en la que desaparecerían cientos de miles de mujeres, niños y ancianos indefensos.

Ya también, nuestras denuncias habían sido firmadas por un amplio número de premios Nobel. En Roma mi esposa, Susana, y yo mismo tuvimos una serie de encuentros con superiores de algunas congregaciones religiosas que trabajan en aquella región africana, con altos responsables de la Comisión Pontificia Justicia y Paz y también con los dos miembros de la comunidad de San Egidio que habían actuado como negociadores en diversos conflictos y que seguían haciéndolo en Burundi, el padre Matteo y Roberto. Durante dos días fuimos atendidos muy amablemente por los miembros de la comunidad, pudimos participar de su preciosa liturgia y hablar durante bastantes horas con ambos. Pero, respecto a firmar nuestras denuncias, nos manifestaron que ellos nunca hacían esos posicionamientos públicos para no entorpecer su tarea mediadora.

No sólo entendimos esa opción sino que teníamos clara conciencia de la necesidad y de la importancia de que alguien jugase ese papel de mediación. Pero eso no evitaba el dolor de constatar la terrible soledad en la que cientos de miles de hermanos nuestros vivían sus últimas horas. Fue entonces, en esa situación crítica y de abandono, de la que nuestra solidaridad con las víctimas nos había hecho copartícipes, cuando por complementariedad y contraste –no por oposición– respecto a otras vocaciones, se hizo la luz respecto a la nuestra propia. Nuestro sufrimiento residía no sólo en la materialidad misma de la tragedia sino también, tanto o más que en ella, en la criminalización de que eran objeto tantos cientos de miles de víctimas inocentes. Nos rebelaba profundamente el hecho de que, además de ser ignominiosamente asesinadas –o precisamente por eso, para poder ser eliminadas ‘justificadamente’–, fuesen presentadas al mundo colectivamente como genocidas. Fue entonces cuando tuve la clara certeza de que sin verdad nada es. Sin ese fundamento de la verdad no puede existir la más mínima justicia, ni la más elemental sociedad humana, ni ningún tipo de espiritualidad, ni ningún otro nombre de Dios. Sin verdad ni justicia nada es, nada puede ser. El hecho de que tanto en sánscrito, como en otras lenguas, la raíz etimológica del término verdadsatya, aluda a lo que es real, sat, seguramente tiene mucho que ver con esta intuición.”

Acabo, pues, recordando de nuevo el subtítulo de mi último artículo: “Algunos no hemos votado en este 28M ni votaremos más hasta que llegue una nueva generación de políticos que se propongan en serio la salida de España de la OTAN y la refundación de esta UE, instrumentos criminales de las elites globalistas”. Y con unos párrafos de aquel artículo de 1999 al que me refería en la anterior cita de la revista Sal Terrae:

“Silencios tan clamorosos de grandes organizaciones y grandes expertos en ese conflicto [el de Ruanda y Congo] han hecho posible que el exterminio de tantos millones de seres humanos pase prácticamente desapercibido para nuestro mundo. No es casual que, con tanta frecuencia, organizaciones, profesionales de los medios y personalidades internacionales no especializados/as en esta región africana hayan rechazado o, al menos no apoyado, nuestras denuncias. Rechazo hecho, la mayoría de las veces, con el argumento de que no era posible que estuviese sucediendo una tragedia de tal magnitud y que los grandes especialistas no lo estuviesen denunciando.

[…] El debate sobre la necesidad, por un lado, de denunciar los crímenes ocultados o la conveniencia, por otro, de callar para no provocar represalias mayores, es ya un viejo debate. En estos últimos años se ha abierto uno semejante respecto al silencio, supuesto o real, de Pío XII frente al genocidio nazi. En mi opinión las acusaciones que algunos le han hecho son excesivas. Son muchas también las autoridades religiosas del judaísmo que así lo han manifestado. No me es posible ahora extenderme sobre si habló suficientemente fuerte y claro. Pero este reciente debate pone de nuevo de relieve que, más allá de los anti vaticanismos más o menos legítimos que puedan estar en el origen de las acusaciones a Pío XII, no es fácil justificar algunos silencios frente a genocidios de millones de víctimas, por más acompañados que estén estos silencios por obras de misericordia e incluso por muchos cientos o miles de vidas que se hayan podido salvar. Las circunstancias que acompañaban al régimen nazi, como son el más absoluto delirio o el gran poder militar y propagandístico, no eran exactamente las mismas que existen en torno al actual genocidio del África de los Grandes Lagos. Estoy firmemente convencido de que en este caso la presión social hubiese podido influir notablemente en la marcha de los acontecimientos. Existen, incluso en EEUU y Gran Bretaña, personas y colectivos, minoritarios pero muy comprometidos, que hubiesen podido ser receptivos a las claras denuncias de una realidad tan atroz.

Es para mí especialmente difícil de entender que, aún entre los cristianos, la santa virtud de la parresia, es decir la libertad de llamar con toda franqueza a las cosas por su nombre, no se libre nunca de todo tipo de sospechas. Monseñor Romero en El Salvador o monseñor Munzihirwa en el Kivu o tantos otros cristianos/as de a pie, que nunca supieron qué es eso del doble lenguaje de los diplomáticos, no elevaban una y otra vez sus denuncias llevados por una especie de rebeldía adolescente, neurótica o malhumorada. Lo hacían porque les dolía en las entrañas el dolor del mundo y porque seguían las pisadas de aquel Jesús de Nazaret que se enfrentó frontalmente con los poderes corrompidos de su tiempo sin reparar tanto en las consecuencias de sus palabras y sin calcular tanto qué era lo más ‘conveniente’. Puede ser que la denuncia no sirva para nada, como tantos dicen hoy en nuestra sociedad de resultados y consumo. Pero ellos no la hacían para que sirviese de algo, sino porque debían hacerla. También ese ha sido, ya en nuestro siglo, el estilo de los grandes líderes de la no-violencia. Gandhi y Luther King no eran pacifistas, sino provocadores del auténtico cambio mediante la fuerza de la verdad y la denuncia que nace de la misericordia. A eso precisamente es a lo que se refería Gandhi cuando usaba los términos ‘ahimsa’ y ‘satyagraha’, de los cuales ‘no-violencia’ es una mala traducción. Si desapareciese en las Iglesias cristianas el carisma de la parresia, se habría perdido uno de los rasgos más propios de Aquel a quien ellas consideran su maestro, modelo y guía.

No soy quién para juzgar a todos aquellos que, con conocimiento de causa, hayan podido optar por el silencio. Más aún cuando alguien viene acreditando desde hace muchos años, como hace San Egidio, su sincera y generosa entrega a la causa de la paz. Pero sí me siento en la obligación de dejar en evidencia que aunque el hablar claro y fuerte no asegure el fin de la violencia y pueda incluso tener graves consecuencias, el silencio tiene también las suyas y bien graves por cierto. Y me siento en la obligación de denunciar que las negociaciones de Arusha, aun suponiendo que lleguen a algún tipo de resultados, de poco van a servir a los millones de congoleños víctimas, sobre todo, de los intereses mineros internacionales y de la barbarie del Frente Patriótico Ruandés. Y que en las de Lusaka no existe por parte de los dos grandes invasores, Ruanda y Uganda, la menor voluntad de retornar a sus fronteras. Y que tampoco existe, por parte de las grandes potencias y los poderosos lobbies internacionales que sostienen a estos invasores, la menor voluntad de presionarles hacia ese retorno, sino todo lo contrario, existe el proyecto de seguir expoliando los recursos del Kivu. Y finalmente, estoy obligado a gritar, una vez más, que cada mes están muriendo ¡y de que manera! un promedio de 70.000 hermanos nuestros en la RD del Congo. Y así lo hago, aún a riesgo de que todo lo que aquí acabo de exponer pueda ser interpretado como el desahogo de un candidato al Nobel de la Paz ante la noticia de que el elegido es otro, San Egidio.”

Ofensiva de Ucrania: Análisis con Juan Antonio Aguilar (Miguel Ruiz Calvo, 22.06.2023)